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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #ciencia ficción

Ciudad abismo (88 page)

BOOK: Ciudad abismo
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—Creo que te estás pasando, Norquinco.

—¿Pasando? Sí, claro, me estoy pasando. Si no, no tendría que recurrir al chantaje. —El brillo naranja del pasillo se había acercado más, acompañado por un débil murmullo—. Meterte en el equipo de auditores es una cosa, Norquinco. Al menos tenías el perfil correcto. Pero no puedo concederte de ninguna forma un puesto de oficial… aunque tire de muchos hilos.

—Ese no es mi problema. Siempre me estás diciendo lo inteligente que eres, Sky. Ahora solo tienes que usar parte de esa inteligencia; usa tus habilidades y tu criterio para encontrar la forma de meterme en uno de esos uniformes.

—Hay algunas cosas que son simplemente imposibles.

—No para ti, Sky. No para ti. ¿O es que vas a decepcionarme?

—Si no puedo encontrar la forma…

—Entonces todos sabrán lo de tu pequeño plan para los durmientes. Por no mencionar lo que le pasó a Ramírez. O a Balcazar, ya puestos. Y ni siquiera he mencionado a la larva.

—Tú también te verás implicado.

—Diré que solo seguía órdenes. Que no había comprendido lo que tenías en mente hasta ahora.

—Lo sabías desde el principio.

—Pero eso no lo sabrá nadie, ¿verdad?

Estaba a punto de responder, pero el ruido de un transporte de carga al acercarse me hubiera obligado a alzar la voz. La cadena de contenedores traqueteaba hacia nosotros por sus raíles, de vuelta de la sección de motores. Sin decir palabra, los dos caminamos hacia atrás hasta que llegamos a uno de los huecos, donde pudimos hacernos a un lado mientras el tren se deslizaba por el pasillo. Los trenes, como la mayoría de las cosas en el
Santiago
, eran viejos y no estaban bien cuidados. Funcionaban, pero se les había quitado gran parte del equipo no esencial para usarlo en otra parte, o no se arreglaban cuando fallaban.

Nos quedamos en silencio, hombro con hombro, mientras el tren se acercaba ocupando todo el pasillo salvo un estrecho hueco a ambos lados de su cuerpo romo. Me pregunté qué estaría pasando por la mente de Norquinco en aquel preciso momento. ¿De verdad se imaginaba que me tomaría en serio su propuesta de chantaje?

Cuando la ruidosa cadena de contenedores estaba tan solo a tres o cuatro metros, empujé a Norquinco y él acabó tendido sobre los raíles.

Vi cómo el tren empujaba con violencia el cuerpo del hombre hasta que ya no pude verlo más. El vehículo siguió avanzando unos momentos y después frenó, pero sin grandes prisas. En justicia, el transporte debía pararse en cuanto detectara un obstáculo en su camino, pero sin duda aquella era una de las funciones que habían dejado de funcionar hacía años.

Se oía el murmullo de los motores en funcionamiento y noté el olor a ozono.

Salí del hueco con cuidado. Fue difícil y hubiera resultado imposible con el tren en movimiento, pero tenía el espacio justo para escabullirme entre la cadena de contenedores hasta llegar al frente. Esperaba no mover nada que hiciera que el tren volviera a ponerse en marcha porque, de ser así, acabaría aplastado.

Suponía que al llegar a la parte delantera vería los restos destrozados de Norquinco entre el tren y sus raíles.

Pero Norquinco estaba tumbado junto a los raíles. Su caja de herramientas yacía bajo el frontal del tren.

Me arrodillé para examinar al hombre. Había recibido un impacto lateral en la cabeza que le había roto la piel; de la herida salía mucha sangre, pero el cráneo no parecía fracturado. Todavía respiraba, aunque estaba inconsciente.

Tuve una idea. Norquinco me resultaba inconveniente y tendría que morir en algún momento (y pronto), pero lo que se me había ocurrido era demasiado tentador, demasiado poético para dejarlo pasar. Sin embargo, resultaría peligroso y necesitaría que no me molestaran durante algún tiempo… calculaba que al menos treinta minutos. Para entonces la tardanza del envío sería demasiado obvia. Pero ¿haría alguien algo de forma inmediata? Lo dudaba; por lo que había oído, los trenes ya no eran muy fiables la mayor parte de las veces. Me hizo sonreír. Me había convertido en el emperador de aquel estado en miniatura, pero lo único que no había hecho era conseguir que los trenes llegaran a su hora.

Tras asegurarme de que la caja de herramientas bloqueaba el tren, recogí a Norquinco y lo llevé hacia la parte superior de la nave, hacia el nodo seis. Fue un duro trabajo, pero a los sesenta yo contaba con el físico de un hombre de treinta, y Norquinco había perdido gran parte de su peso juvenil.

Seis anillos de durmientes estaban conectados a aquel nodo: sesenta durmientes, algunos de ellos muertos. Me estrujé el cerebro intentando recordar lo mejor posible las edades y sexos de los pasajeros. Estaba seguro de que había al menos tres de aquellos sesenta que podría hacer pasar por Norquinco… especialmente si el accidente se reconstruía de forma que el tren destrozara los rasgos faciales del hombre tanto como para no poder reconocerlos.

Avancé hacia la capa superficial de la nave. Sudaba y me faltaba la respiración al llegar a la cabina en la que yacía el mejor candidato. Vi que era uno de los vivos congelados y que encajaba perfectamente en mis planes. Con Norquinco todavía inconsciente, accedí a los controles del cofre y me dispuse a calentar al pasajero. Normalmente el proceso debería llevar varias horas, pero yo no estaba interesado en limitar el daño celular. No se haría ninguna autopsia cuando encontraran al cadáver bajo el tren y no habría razón alguna para pensar que yo había cambiado los cuerpos.

Mi brazalete personal de comunicaciones pitó.

—¿Sí?

—¿Capitán Haussmann? Señor, nos ha llegado el informe de un posible fallo técnico en un tren del pasillo tres del eje, cerca del nodo seis. ¿Debemos enviar al equipo de reparaciones para comprobarlo?

—No, no hace falta —respondí intentando no demostrar demasiada precipitación—. Lo comprobaré yo mismo. Estoy bastante cerca.

—¿Está seguro, señor?

—Sí, sí… no tiene sentido malgastar su esfuerzo, ¿no cree?

Una vez calentado el pasajero (pero con el cerebro muerto), lo levanté del cofre. Sí; el parecido con Norquinco era razonable, tenían el mismo color de pelo y el mismo tono de piel. Por lo que sabía, Norquinco no tenía ninguna relación romántica con nadie del
Santiago
. Pero, aunque la tuviera, su amante no iba a poder distinguirlos cuando acabara con ellos.

Levanté a Norquinco y lo coloqué en la cabina. El hombre seguía respirando… incluso había gemido un par de veces antes de volver a sumergirse en la inconsciencia. Lo desnudé y después le coloqué la red de biomonitores en el cuerpo. Las entradas se adherían de forma automática a la piel y se ajustaban a la perfección. Algunas se introducían en la piel con limpieza y se arrastraban hacia los órganos internos.

Se encendió una serie de luces verdes en la placa del cofre, lo que significaba que la unidad había aceptado a Norquinco. Se cerró la tapa.

Estudié el panel principal de estado.

El tiempo de sueño programado era de otros cuatro años. Para entonces el
Santiago
ya habría terminado la órbita alrededor de Final del Camino y habría llegado el momento de calentar a los durmientes y pisar el nuevo Edén.

Y un plazo de cuatro años encajaba en mis planes.

Satisfecho, me preparé para la difícil tarea de arrastrar al otro pasajero de vuelta al pasillo del eje. Sin embargo, primero tenía que vestir al cadáver recién calentado con la ropa que le había quitado a Norquinco.

Cuando llegué al eje, puse al hombre unos diez metros por delante del tren, que todavía luchaba contra su obstrucción y llenaba el aire con un olor a blindaje quemado. Después, encontré una llave inglesa pesada y de mango largo en una taquilla escondida en uno de los huecos. Usé la llave inglesa para reducir a pulpa la cara del hombre hasta que quedó irreconocible; sentí crujirle los huesos como esmalte con cada golpe. Después volví al tren y le di una serie de fuertes golpes a la caja de herramientas atascada, hasta que se soltó.

El tren, ya sin obstáculo alguno, comenzó a adquirir velocidad de inmediato. Tuve que correr delante de él para evitar que me aplastara contra la pared. Pasé con cuidado por encima del cadáver y después me retiré a un hueco de seguridad y observé con fría fascinación cómo la cadena de contenedores cogía velocidad. Golpeó al hombre y lo arrastró hacia delante, destrozándolo en el proceso.

Finalmente, unos metros más adelante, el tren se detuvo.

Me arrastré detrás de él. Había pasado por aquello antes, hacía una hora, y me había sorprendido un poco que Norquinco solo estuviera inconsciente. Obviamente, aquello había sido una bendición disfrazada de contratiempo… pero la segunda vez no me sentí decepcionado. El tren había llevado a cabo su labor con eficacia. Lo que lo había detenido no era la caja de herramientas, sino un sistema de seguridad de lenta respuesta… pero había sido demasiado tarde para salvar al pasajero.

Me levanté la manga de la camisa y hablé por el brazalete de comunicaciones.

—Soy Sky Haussmann. Me temo que se ha producido un accidente realmente terrible.

Ya habían pasado siete meses de aquello; una lamentable coda a nuestra relación; pero, al final, Norquinco no me había defraudado. Al menos era lo que suponía; y lo sabría con seguridad en unos instantes.

En la pantalla principal podía verse el eje del
Santiago
desde arriba, desde una posición estratégica a unos cuantos metros por encima del casco. Era un ejercicio de puntos de fuga, con unas perspectivas novedosas que hubieran emocionado a un artista del Renacimiento. Los dieciséis anillos de durmientes que contenían a los muertos se alejaron, disminuyeron de tamaño y se escorzaron hacia la elipsis.

Y, en aquellos instantes, el primero y más cercano de ellos comenzó a moverse, se soltó mediante una serie de cargas pirotécnicas que rodeaban el anillo. Este se desacopló del casco y se alejó perezosamente de él, inclinándose un poco hacia un lado. Los umbilicales que unían nave y anillo se estiraron al máximo, y después se rompieron y dieron un latigazo hacia atrás. Los gases congelados atrapados en las tuberías cortadas estallaron en nubes de cristal. En algún lugar comenzaron a sonar las alarmas. Solo las oí vagamente, aunque parecían estar causando un alboroto considerable entre mi tripulación.

Detrás del primer anillo, el segundo también comenzó a soltarse. El tercero tembló y se desprendió de sus amarras. Por todo el eje se repitió la secuencia. Lo había preparado bien. Había pensado en hacer que todos los anillos dispararan a la vez sus cargas de separación, de modo que se alejaran en líneas limpias y paralelas, pero a aquella idea le faltaba poesía. Me pareció mejor escalonar los desprendimientos para que los anillos parecieran seguirse, como si obedecieran a un oculto instinto migratorio.

—¿Veis lo que hago? —pregunté.

—He visto bastante —respondió el otro capitán—. Y me pone enfermo.

—¡Están muertos, imbécil! ¿Qué les importa ya si los enterramos en el espacio o nos los llevamos con nosotros a Final del Camino?

—Son seres humanos. Se merecen un trato digno aunque estén muertos. No puedes tirarlos por la borda.

—Ah, pero sí que puedo; y ya lo he hecho. Además… los durmientes no importan mucho. Su masa es insignificante comparada con la masa de las máquinas que los acompañan. Ahora tenemos una ventaja real. Por eso seguiremos en modo crucero más tiempo que vosotros.

—Un cuarto de tus durmientes no es una gran ventaja, Haussmann. —Estaba claro que el otro capitán había hecho los deberes. El tipo de cálculos que yo había realizado debían haberle pasado a él por la mente—. ¿En qué te beneficia eso cuando tengas que orbitar alrededor de Final del Camino? Llegarás unas semanas antes, como mucho.

—Será suficiente —dije—. Suficiente para elegir los mejores sitios de aterrizaje, poner allí a nuestra gente y atrincherarnos.

—Si te queda alguien. Mataste a muchos de esos muertos, ¿verdad? Sí, sabemos la cantidad de bajas que deberías tener, Haussmann. Tu tasa de mortalidad no debería ser mucho mayor que la nuestra. Tenemos espías, ¿recuerdas? Pero nosotros solo hemos perdido a ciento veinte durmientes. Al igual que las otras naves. ¿Cómo te has vuelto tan descuidado, Haussmann? ¿Es que querías que murieran?

—No seas tonto. Si me venía tan bien su muerte, ¿por qué no he matado a más?

—¿Y cómo ibas a colonizar un planeta con un puñado de supervivientes? ¿Es que no sabes nada sobre la genética, Haussmann? ¿Ni sobre el incesto?

Empecé a decir que también había pensado en aquello pero ¿de qué me servía que aquel cabrón conociera mis planes? Si sus espías eran tan buenos como afirmaba, dejaría que los averiguara él solo.

—Cruzaré ese puente cuando llegue a él —dije.

Zamudio fue el que finalmente les dio a los demás una ventaja temporal… aunque no de la forma que él había previsto. Pero el capitán del
Palestina
tuvo que haber pensado que tenía muchas posibilidades de amortiguar su flujo de antimateria; si no, no habría intentado detener su motor.

La explosión había sido tan fuerte y radiante como la que recordaba aquel día en la guardería, cuando voló el
Islamabad
.

Pero, al día siguiente, ocurrió algo inesperado.

En los instantes anteriores a la explosión de la nave de Zamudio, el
Palestina
siguió enviando datos técnicos a sus dos aliados, ambos bloqueados en la misma propulsión de frenado que Zamudio pretendía abortar. Aquello podía haberlo adivinado yo mismo, aunque no tenía acceso directo a aquel flujo de información. Y aquello también fue extraño. El resto de la Flotilla se había unido a regañadientes contra mí. En realidad, no me lo había esperado pero, en retrospectiva, debería haberme dado cuenta de que sucedería. Les había dado a aquellos cabrones un enemigo común. En cierto modo, deberían habérmelo agradecido. Aunque era una sola persona, había despertado tanto temor en los demás capitanes que pensaron que les convenía aliarse contra mí, a pesar de todo lo sucedido entre ellos.

Y entonces Zamudio regresó de su tumba.

—Esos datos técnicos son más útiles de lo que él se imaginaba —dijo Armesto.

—A Zamudio no le hicieron mucho bien —respondí yo.

Ya se podía ver un desplazamiento hacia el rojo importante entre mi nave y los otros dos miembros de la Flotilla, que comenzaban a quedarse atrás con su deceleración. Pero el software de comunicaciones eliminaba con eficacia toda distorsión, salvo por el creciente tiempo de retraso que acompañaba a la disolución de la Flotilla.

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