Read Cita con la muerte Online
Authors: Agatha Christie
Ginebra se paró y miró al detective.
—¡Son verdad! ¡Todo es verdad!
Nuevamente, golpeó furiosa el suelo con el pie.
—Sí —dijo Poirot—, verdaderamente son muy ingeniosas.
—¡Son verdad! ¡Verdad! —gritó Ginebra.
Luego, irritada, dio media vuelta y descendió corriendo por la ladera de la montaña. Poirot se quedó allí mirando cómo se alejaba. Un par de minutos después oyó una voz detrás de él:
—¿Qué le ha dicho usted?
Poirot se volvió y vio al doctor Gerard de pie a su lado y casi sin aliento. Sarah se acercaba hacia ellos, pero a un paso mucho más lento.
Poirot respondió.
—Le he dicho que se había imaginado una serie de bellas historias.
El doctor movió la cabeza con aire pensativo.
—¿Y se ha enfadado? Es una buena señal. Significa que todavía no ha pasado definitivamente la frontera. ¡Todavía sabe que esas cosas no son verdad! La curaré.
—¡Ah! ¿Tiene usted la intención de curarla?
—Sí. Ya he hablado de ello con la joven señora Boynton y su esposo. Ginebra vendrá a París e ingresará en una de mis clínicas. Más tarde, se preparará para el escenario.
—¿El escenario?
—Sí. En el teatro hay muchas posibilidades de éxito para ella. Y eso es lo que necesita. ¡Es lo que debe tener! En muchos puntos esenciales tiene el mismo carácter que su madre.
—¡No! —protestó Sarah.
—A usted le parece imposible, pero ciertos rasgos fundamentales son idénticos. Las dos nacieron con un ansia muy grande de llegar a ser importantes. ¡Las dos necesitan que su personalidad deje huella! Esta pobre niña se ha visto frustrada y reprimida a cada paso. No se le ha permitido desarrollar su feroz ambición, su amor por la vida. No ha podido expresar su romántica y viva personalidad. ¡Nous allons changer tout ga! —terminó el doctor con una pequeña carcajada.
Luego, haciendo una leve reverencia, murmuró:
—Les ruego que me perdonen.
Y a toda prisa, bajó por la colina detrás de la muchacha.
—El doctor Gerard es tremendamente agudo en su oficio —dijo Sarah.
—Sí, ya me doy cuenta de su agudeza —asintió Poirot.
—De todos modos, no soporto que compare a Ginebra con aquella horrible vieja, aunque, una vez, yo misma sentí pena por la señora Boynton —dijo Sarah frunciendo el ceño.
—¿Cuándo fue eso,
mademoiselle
?
—Aquella vez en Jerusalén. Ya le he hablado de ello. De repente, sentí como si me hubiese equivocado completamente en aquel asunto. Ya sabe, esa sensación que uno tiene a veces cuando, sólo por un instante, ve las cosas desde una perspectiva completamente opuesta. ¡En ese momento, me emocioné y fui a ponerme en ridículo!
—¡Oh, no! ¡Eso no!
Sarah, como siempre que recordaba su conversación con la señora Boynton, estaba visiblemente ruborizada.
—¡Estaba exaltada, como si tuviera que cumplir una misión! Y más tarde, cuando lady Westholme me dirigió aquella mirada de pez y me dijo que me había visto hablar con la señora Boynton, pensé que seguramente habría oído la conversación y me sentí como una perfecta idiota.
—¿Qué fue lo que le dijo la vieja señora Boynton? ¿Recuerda las palabras exactas? —dijo Poirot.
—Creo que sí. Me causaron una gran impresión: "Yo nunca olvido. Recuérdelo. Nunca he olvidado nada. Ni una acción, ni un nombre, ni una cara". —Sarah tembló—. Lo dijo con tanta maldad, sin mirarme siquiera. Siento... siento como si todavía pudiera oírlo...
Poirot dijo con amabilidad:
—¿Eso la impresionó mucho?
—Sí. Yo no me asusto con facilidad, pero a veces sueño con ella y la escucho pronunciar justamente aquellas palabras, con una expresión impúdica de maldad y triunfo en su cara. ¡Aj!
Sarah se estremeció y después se volvió de repente hacia el detective.
—Señor Poirot, quizá no debería preguntárselo, pero ¿ha llegado usted a alguna conclusión en todo este asunto? ¿Ha descubierto algo definitivo?
—Sí.
Poirot observó cómo los labios de Sarah temblaban al preguntar:
—¿Qué ?
—He averiguado con quién hablaba Raymond Boynton aquella noche en Jerusalén. Era su hermana Carol.
—¡Carol!, ¿cómo no?
Sarah insistió:
—¿Le dijo usted algo a él? ¿Le preguntó..?
Era inútil. No podía seguir. Poirot la miró seria y compasivamente.
—¿Significa tanto para usted,
mademoiselle
? —dijo.
—¡Lo significa todo! —dijo Sarah, levantando los hombros—. ¡Pero tengo que saberlo!
—Me dijo que había sido un estallido de histeria, nada más —explicó Poirot—. Que él y su hermana estaban al límite de sus nervios. Añadió que al día siguiente aquella idea les pareció a los dos absurda.
—Ya veo...
Con gentileza, Poirot preguntó:
—Señorita Sarah, ¿quiere decirme cuál es su miedo? Sarah volvió hacia él un rostro pálido y desesperado.
—Aquella tarde estuvimos juntos. Y él se separó de mí diciéndome que quería hacer algo enseguida, mientras aún conservara el valor. Pensé que lo que pretendía era tan sólo... hablar con ella, decírselo. Pero suponiendo que pretendiese...
Su voz se apagó. Sarah permaneció rígida, luchando por conservar el control.
Nadine Boynton salió del hotel. Mientras vacilaba, indecisa, un hombre, que había estado allí esperando, se adelantó.
El señor Jefferson Cope estuvo inmediatamente al lado de su dama.
—¿Qué tal si vamos por este camino? Creo que es el más agradable.
Ella accedió.
Caminaron juntos y el señor Cope hablaba con gran libertad, si bien en un tono de voz un poco monótono. No parecía darse cuenta de que Nadine no escuchaba. Cuando giraron hacia el lado rocoso de la colina, que se hallaba cubierto de flores, ella lo interrumpió:
—Jefferson, lo siento, tengo que hablar contigo. Había palidecido.
—Claro, querida. Todo lo que tú quieras, pero no te angusties.
—Eres más listo de lo que pensaba —dijo ella—. Ya sabes lo que voy a decirte, ¿verdad?
—Es indudable —dijo el señor Cope— que las circunstancias alteran los hechos. Comprendo que, después de lo que ha ocurrido, haya que reconsiderar algunas decisiones —suspiró—. Sigue adelante, Nadine, y haz sólo lo que sientas que debes hacer.
Con verdadera emoción, la joven replicó:
—Eres muy bueno, Jefferson. ¡Tan paciente! Creo que te he tratado muy mal. He sido verdaderamente mezquina contigo.
—No. Ahora escúchame, Nadine. Vamos a poner las cosas en su sitio. Yo siempre he sabido cuáles eran mis limitaciones por lo que a ti se refiere. Desde que te conozco, he sentido por ti el más profundo afecto y el mayor respeto. Todo lo que deseo es tu felicidad. Es lo que siempre he deseado. Casi me vuelvo loco viendo lo desgraciada que eras. Y digamos que le echaba la culpa a Lennox. Sentía que él no merecía conservarte si no era capaz de valorar tu felicidad un poco más de lo que lo hacía.
El señor Cope respiró hondo y prosiguió:
—Ahora, después de haber viajado con vosotros a Petra, he comprendido que quizá Lennox no era tan responsable de ello como yo pensaba. Ni era tan egoísta con respecto a ti, ni tan abnegado con respecto a su madre. No quiero decir nada en contra de los muertos, pero ahora creo que tu suegra era una mujer extremadamente difícil.
—Sí, supongo que eso es lo que podría decirse de ella —murmuró Nadine.
—En cualquier caso —continuó el señor Cope—, tú viniste a verme y me dijiste que estabas decidida a dejar a Lennox. Y yo aplaudí tu decisión. La vida que llevabas no era buena. Fuiste honrada conmigo. No pretendiste hacerme creer que sentías por mí algo más que un simple afecto. A mí ya me bastaba. Lo único que pedía era la oportunidad de cuidar de ti y de tratarte como mereces. Puedo decir que aquella tarde fue una de las más felices de mi vida.
Nadine sollozó:
—¡Lo siento! ¡Lo siento!
—No, querida, no lo sientas, porque durante todo este tiempo he tenido la sensación de que no era real. Sentía que estaba escrito que tú cambiarías de opinión en cualquier momento. Y bueno, ahora todo es distinto. Lennox y tú podéis vivir vuestra vida.
—Sí —murmuró Nadine—. No puedo dejar a Lennox. Por favor, perdóname.
—No hay nada que perdonar —declaró el señor Cope—. Volveremos a ser viejos amigos y nos olvidaremos de aquella tarde.
Nadine apoyó suavemente su mano sobre el brazo del señor Cope.
—Querido Jefferson, muchas gracias. Ahora voy a buscar a Lennox.
Dio media vuelta y se alejó. El señor Cope siguió andando solo.
Nadine encontró a Lennox sentado en lo alto del teatro grecorromano. Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se dio cuenta de que ella se acercaba, hasta que se dejó caer sin aliento a su lado.
—Lennox.
—Nadine.
—Hasta ahora no hemos podido hablar —dijo ella—, pero tú sabes que ya no me voy, ¿verdad?
—¿Alguna vez tuviste verdaderamente la intención de hacerlo, Nadine? —dijo él con gravedad.
Ella asintió.
—Sí. No parecía que hubiese ninguna otra posibilidad. Esperaba... esperaba que me siguieras. Pobre Jefferson. ¡He sido tan injusta con él!
Lennox soltó una breve carcajada.
—No, no lo has sido. ¡Nadie que sea tan desinteresado como Cope debería ser alabado por su nobleza! Y tú tenías razón, ¿sabes, Nadine? ¡Cuando me dijiste que te ibas con él, me diste el golpe más fuerte que he recibido en mi vida! Honestamente, creo que en los últimos tiempos me estaba volviendo afeminado o algo así. ¿Por qué diablos no le di una bofetada a mi madre y me marché contigo cuando me lo pediste?
—No podías, cariño, no podías —dijo ella con dulzura.
—Mi madre era una persona condenadamente retorcida. Creo que nos tenía a todos hipnotizados —dijo Lennox con aire distraído.
—Es verdad.
Lennox se quedó pensando un par de minutos. Después dijo:
—¡Aquella tarde, cuando me dijiste que te ibas, fue como un mazazo en la cabeza! Me quedé atontado. ¡Y de repente me di cuenta de lo estúpido que había sido! Comprendí que si no quería perderte, sólo podía hacer una cosa.
Lennox sintió cómo ella se ponía rígida. Con voz más severa, agregó:
—Fui y...
—¡No!
Lennox lanzó una rápida mirada a su mujer.
—Fui y... discutí con ella —hablaba con sumo cuidado, en un tono distinto, un tono neutro—. Le dije que tenía que elegir entre ella y tú... y que te elegía a ti.
Hubo una pausa.
Después, Lennox, como aprobando sus propias palabras, añadió:
—Sí. Eso fue lo que le dije.
Cuando se dirigía de vuelta a su alojamiento, Poirot se encontró con dos personas. La primera de ellas fue el señor Jefferson Cope.
—¿Señor Hércules Poirot? Me llamo Jefferson Cope.
Los dos hombres se estrecharon la mano ceremoniosamente. Luego, caminando junto a Poirot, el señor Cope explicó:
—Ha llegado a mis oídos que está usted realizando una investigación rutinaria a propósito de la muerte de mi vieja amiga, la señora Boynton. Fue un suceso verdaderamente impactante. Claro que la anciana señora no debería haber emprendido un viaje tan agotador. Pero era muy tozuda, señor Poirot. Su familia no podía hacer nada con ella. Pasaba por ser una tirana doméstica y me parece que había hecho las cosas a su modo durante demasiado tiempo. Lo que ella decía, iba a misa. Ésa es la pura verdad.
Hubo una breve pausa.
—Quisiera decirle, señor Poirot, que soy un viejo amigo de los Boynton. Como es lógico, están todos muy apesadumbrados con este asunto. Ya sabe, un poco nerviosos y muy afectados. Supongo que lo entiende. Así que si hay que encargarse de algo, las formalidades necesarias, la organización del funeral, el traslado del cadáver a Jerusalén, yo estaré encantado de hacer lo que sea para evitarles molestias. No tiene más que llamarme si me necesitan para algo.
—Estoy seguro de que la familia agradecerá su ofrecimiento —dijo Poirot y agregó:— Si no me equivoco es usted amigo especial de la joven señora Boynton.
El señor Jefferson Cope enrojeció ligeramente.
—Bueno, no me parece que debamos hablar de ello, señor Poirot. Sé que esta mañana ha tenido usted una entrevista con la señora Lennox Boynton, y seguramente ella ya le ha contado algo acerca de cómo estaban las cosas entre nosotros. Pero eso se acabó. La señora Boynton es una mujer intachable y sabe que su deber es estar junto a su marido en estos momentos de duelo.
Hubo una pausa. Poirot acogió las explicaciones del señor Cope con una leve inclinación de cabeza. Luego murmuró:
—El coronel Carbury desea conocer con exactitud lo que pasó la tarde en que murió la señora Boynton. ¿Podría contarme usted algo acerca de esa tarde?
—Sí, ¿cómo no? Después de comer y tras un breve descanso salimos a dar una vuelta por los alrededores. Mejor dicho, nos escabullimos, nos escapamos de aquel engorroso guía. Ese hombre está completamente obsesionado con el tema de los judíos. Me parece que no anda muy bien de la cabeza. En fin, como le decía, nos fuimos. Fue entonces cuando hablé con Nadine. Después, ella me dijo que quería estar a solas con su marido para discutir el asunto con él. Así que seguí paseando solo y me dirigí lentamente hacia el campamento. A mitad de camino, me encontré con las dos damas inglesas que habían venido a la excursión de la mañana. Creo que una de ellas es una aristócrata.
Poirot se lo confirmó.
—¡Ah, sí! ¡Una gran mujer, muy inteligente y muy instruida! La otra, en cambio, me pareció más bien una monja debilucha y tenía el aspecto de estar muerta de cansancio. La excursión que habíamos hecho por la mañana era demasiado pesada para una mujer mayor, sobre todo si le dan miedo las alturas. En fin, como le decía, me encontré con estas dos señoras y les estuve hablando acerca de los nabateos. Fuimos a dar otra vuelta y volvimos al campamento hacia las seis. Lady Westholme insistió en tomar el té y yo tuve el placer de acompañarla. Era un té muy flojo, pero tenía un aroma muy agradable. Después, los chicos pusieron la mesa para la cena. Uno de ellos fue a avisar a la señora Boynton y la encontró sentada en su silla, muerta.
—¿Se fijó usted en ella al volver al campamento?
—Me di cuenta de que estaba allí (era el lugar donde solía sentarse por las tardes), pero no le presté demasiada atención. En ese momento estaba explicándole algo a lady Westholme acerca de la depresión económica que sufrimos en América. Y también tenía que estar pendiente de la señorita Pierce. De tan cansada que estaba, no paraba de torcerse los tobillos.