Read Cita con la muerte Online
Authors: Agatha Christie
—Creo que soy capaz de salir airosa de la mayoría de las situaciones —dijo lady Westholme con tono complacido.
El centelleo de los ojos de Poirot se perdía en ella.
—¿Le importaría terminar de contar lo que pasó ese día? —murmuró Poirot.
—Desde luego. Si no recuerdo mal, Raymond Boynton y su pelirroja hermana menor llegaron poco después. La señorita King fue la última en aparecer. La cena estaba ya lista para ser servida. El guía envió a uno de los criados para que avisara a la vieja señora Boynton. El hombre volvió corriendo con uno de sus compañeros. Estaba bastante agitado y se dirigió al guía hablando en árabe. Oí algo acerca de que la señora Boynton estaba enferma. La señorita King ofreció sus servicios. Salió con el guía. Luego volvió y dio la noticia a los Boynton.
—Lo hizo muy bruscamente —añadió la señorita Pierce—. Simplemente lo soltó. Yo, personalmente, creo que hubiera sido mejor decírselo de una forma más gradual.
—¿Y cómo tomaron la noticia los hijos de la señora Boynton? —preguntó Poirot.
Por una vez, ni lady Westholme ni la señorita Pierce supieron muy bien qué replicar. Al final, en un tono carente de su habitual seguridad, la primera dijo:
—Bueno, en realidad, es difícil de decir. Se quedaron muy... muy tranquilos.
—Anonadados —dijo la señorita Pierce.
Fue una sugerencia más que una respuesta.
—Todos salieron con la señorita King —siguió lady Westholme—. La señorita Pierce y yo, muy prudentemente, permanecimos donde estábamos.
En los ojos de la señorita Pierce se apreciaba, en ese momento, una mirada ligeramente triste.
—¡Detesto la curiosidad vulgar! —prosiguió lady Westholme.
La mirada triste se hizo más evidente. ¡Estaba claro que la señorita Pierce se había visto forzada a odiar también la curiosidad vulgar!
—Cuando el guía y la señorita King regresaron —concluyó lady Westholme—, propuse que nos sirvieran la cena a los cuatro en seguida, a fin de que luego los Boynton pudieran cenar solos en la carpa, sin el embarazo de la presencia de unos extraños. Mi sugerencia fue aceptada y después de cenar me retiré a mi tienda. La señorita King y la señorita Pierce hicieron lo mismo. Según creo, el señor Cope permaneció en la carpa, ya que es amigo de la familia y pensó que podría serles de alguna ayuda en aquellos momentos. Esto es todo cuanto sé, señor Poirot.
—¿Recuerda si, cuando la señorita King dio a los Boynton la noticia de la muerte de su madre, todos salieron detrás de ella?
—Sí... No, ahora que lo menciona, me parece que la chica pelirroja se quedó en la carpa. ¿No lo recuerda usted, señorita Pierce?
—Sí, eso creo... Estoy prácticamente segura de que así fue.
—¿Y qué hizo? —preguntó Poirot.
Lady Westholme lo miró fijamente.
—¿Qué hizo? Que yo recuerde, señor Poirot, no hizo absolutamente nada.
—Quiero decir si estaba cosiendo... o leyendo..., si parecía ansiosa... ¿Dijo algo?
—Bueno, la verdad es que... —lady Westholme frunció el ceño—. Por lo que yo recuerdo, se quedó allí sentada y nada más.
—Se retorcía las manos —intervino repentinamente la señorita Pierce—. Recuerdo que me fijé en eso. "¡Pobre criatura —pensé— está manifestando lo que siente! " No es que su cara mostrara nada, ¿sabe?, eran tan sólo sus manos, retorciéndose y crispándose. Recuerdo que una vez —continuó la señorita Pierce en tono de charla— yo misma destrocé un billete de una libra de esa manera, sin pensar lo que estaba haciendo. Una tía abuela mía se había puesto repentinamente enferma. Y yo pensaba: "¿Debo coger el primer tren e ir a verla o no debo hacerlo?". No lograba decidirme por una cosa o por otra. Creí que era el telegrama lo que tenía entre las manos y, cuando bajé la vista, me di cuenta de que lo que estaba destrozando era un billete de una libra ¡Un billete de una libra! ¡Hecho pedazos!
La señorita Pierce hizo una dramática pausa.
Desaprobando esta salida de escena de su satélite, lady Westholme preguntó fríamente:
—¿Desea algo más, señor Poirot?
El detective estaba en Babia, absorto en sus meditaciones, y dio un respingo.
—No, nada más... nada más. Han sido ustedes muy claras y muy precisas.
—Tengo una excelente memoria —dijo lady Westholme con satisfacción.
—Un último ruego, lady Westholme —dijo Poirot—. Por favor, quédese sentada tal como está, sin volver la vista. Y ahora, si fuera usted tan amable de describirme lo que lleva puesto hoy la señorita Pierce..., es decir, si la señorita Pierce no tiene inconveniente.
—En absoluto, señor Poirot —gorjeó la señorita Pierce.
—¿Cree usted, señor Poirot, que realmente tiene algún sentido...?
—Por favor, tenga la bondad de hacer lo que le pido, madame.
Lady Westholme se encogió de hombros y luego contestó a regañadientes.
—La señorita Pierce lleva un vestido de algodón a rayas azules y blancas y un cinturón sudanés de cuero, de color rojo, azul y beige. Las medias son de seda beige y los zapatos con correa, de color castaño. En la media izquierda tiene una carrera. Lleva un collar de cornalinas y otro de cuentas de color azul marino y un broche con una mariposa de nácar. En el dedo corazón de su mano derecha, lleva un anillo de escarabajo de imitación. El sombrero es de fieltro marrón y rosa.
Hizo una pausa para gozar de su triunfo y preguntó fríamente:
—¿Algo más, señor Poirot?
Éste extendió las manos en un gesto de asombro.
—Tiene usted toda mi admiración, señora. Es una observadora de primer orden.
—Raras veces se me escapan los detalles.
Lady Westholme se levantó y, después de una leve inclinación de cabeza, abandonó la estancia. La señorita Pierce se disponía a ir tras ella, mirando tristemente su pierna izquierda. Poirot dijo:
—¿Tiene usted un momento, mademoiselle?
—¿Sí?
La señorita Pierce alzó la vista y en sus ojos había cierta aprehensión. Poirot se inclinó hacia ella con aire confidencial.
—¿Ve usted el ramo de flores silvestres que está sobre la mesa?
—Sí —contestó la señorita Pierce mirándolo fijamente.
—¿Observó que, cuando entraron ustedes, estornudé un par de veces?
—¿Sí?
—¿Se dio cuenta de si había estado oliendo esas flores justo antes?
—Bueno, la verdad es que no. No podría decirlo.
—¿Pero se acuerda de que estornudé?
—¡Oh, sí! De eso sí me acuerdo.
—En fin, no importa. Me preguntaba tan sólo si estas flores podrían producir la fiebre del heno. ¡No tiene importancia!
—¿La fiebre del heno? —exclamó la señorita Pierce— ¡Yo tenía una prima que era una verdadera mártir de esa dolencia! Siempre decía que si te pulverizabas la nariz cada día con una solución de ácido bórico...
Con alguna dificultad, Poirot dio carpetazo al tratamiento nasal de la prima y se deshizo de la señorita Pierce. Cerró la puerta y volvió al centro de la habitación con las cejas arqueadas.
—Pero yo no estornudé —murmuró—. ¡Hasta ahí podíamos llegar! No, no estornudé.
Lennox Boynton entró en la habitación. De haber estado allí, el doctor Gerard se habría asombrado del cambio que se advertía en aquel hombre. La apatía había desaparecido. Su comportamiento era el de una persona despierta, aunque estaba algo nervioso. Sus ojos iban rápidamente de un lado a otro de la habitación.
—Buenos días, señor Boynton —Poirot se puso en pie y, ceremoniosamente, hizo una leve reverencia. Lennox respondió con cierta cortedad—. Le agradezco que me conceda esta entrevista.
—Eh... el coronel Carbury consideró conveniente que yo hablase con usted..., me lo aconsejó. Dijo que eran sólo unas formalidades... —Lennox hablaba con cierta inseguridad.
—Por favor, siéntese, señor Boynton.
Lennox se sentó en la silla que había dejado libre lady Westholme. Poirot prosiguió en tono desenfadado.
—La muerte de su madre debe de haber supuesto un duro golpe para usted, ¿verdad?
—Sí, desde luego... Claro que, quizá no. Siempre supimos que el corazón de mi madre no era fuerte.
—¿Le pareció prudente, en tales circunstancias, permitirle tomar parte de una expedición tan agotadora?
Lennox Boynton levantó la cabeza. Con triste dignidad, replicó:
—Mi madre, señor... eh... Poirot, tomaba sus propias decisiones. Si se proponía hacer una cosa no había manera de oponerse.
Al decir las últimas palabras, aspiró con fuerza. De pronto, su rostro palideció.
—Ya sé —admitió Poirot— que las ancianas suelen ser un poco tozudas.
Irritado, Lennox preguntó:
—¿A qué viene todo esto? Eso es lo que quiero saber. ¿Por qué todas estas formalidades?
—Creo que no se da usted cuenta, señor Boynton, de que, en los casos en los que se dan muertes súbitas e inexplicables, las formalidades son necesarias.
—¿Qué quiere decir con eso de muertes "inexplicables"? —dijo Lennox con aspereza.
Poirot se encogió de hombros.
—Siempre hay que tener en cuenta una cuestión: ¿se trata de muerte natural o puede haber sido un suicidio?
—¿Suicidio? —Lennox Boynton lo miró fijamente.
Poirot dijo en tono ligero:
—Usted es, por supuesto, la persona que mejor sabrá decirnos si existe esa posibilidad. Como es lógico, el coronel Carbury no sabe qué hacer. Es él quien tiene que decidir si hay que ordenar una investigación, una autopsia, y todo lo demás. Como yo estaba casualmente aquí y tengo mucha experiencia en estos casos, me pidió que indagara un poco y le aconsejara en este asunto. Por supuesto, el coronel no desea causarles ninguna molestia, si puede evitarse.
Irritado, Lennox Boynton replicó:
—Pienso telegrafiar a nuestro cónsul en Jerusalén.
—Tiene usted derecho a hacerlo —replicó Poirot con indiferencia.
Hubo una pausa. Después Poirot separó las manos y dijo:
—Si no desea contestar a mis preguntas...
—No, no tengo inconveniente —se apresuró a contestar Lennox—. Lo que ocurre es que todo esto me parece innecesario.
—Lo comprendo. Lo comprendo perfectamente. Pero, en realidad, todo es muy sencillo. Simple rutina, como se suele decir. Así pues, señor Boynton, la tarde en que murió su madre tengo entendido que abandonó usted el campamento y fue a dar un paseo.
—Sí. Salimos todos, menos mi madre y mi hermana menor.
—¿Su madre estaba entonces sentada a la entrada de la cueva?
—Sí, justo a la entrada. Se sentaba allí todas las tardes.
—Entiendo. ¿A qué hora salieron?
—Poco después de las tres, me parece.
—¿Y a qué hora regresaron?
—La verdad es que no lo recuerdo. Quizá las cuatro, o las cinco.
—¿Unas dos horas después de haberse marchado?
—Sí, creo que sí. Más o menos.
—¿Se cruzó con alguien en el camino de vuelta?
—¿Cómo dice?
—Si vio a alguien al volver. Dos señoras sentadas en una roca, por ejemplo.
—No sé... sí, creo que sí.
—¿Estaba quizá demasiado absorto en sus pensamientos para fijarse en ellas?
—Sí
—¿Habló con su madre al volver al campamento?
—Sí.
—¿No se quejó de nada? ¿No dijo si se sentía enferma?
—No... Parecía estar perfectamente.
—¿Puede decirme lo que ocurrió exactamente entre usted y ella?
Lennox tardó un minuto en contestar.
—Me dijo que había vuelto muy pronto. Yo contesté que sí —hizo una nueva pausa en el esfuerzo por concentrarse—. Que hacía calor. Ella me preguntó qué hora era y me dijo que su reloj de pulsera se había parado. Se lo quité, le di cuerda, lo puse en hora y se lo coloqué otra vez en la muñeca.
Suavemente, Poirot lo interrumpió para preguntarle:
—¿Y qué hora era?
—¿Eh? —dijo Lennox.
—¿Qué hora era cuando ajustó el reloj de pulsera de su madre?
—¡Oh, sí! Eran las cinco menos veinticinco.
—Entonces, sí que sabe exactamente a qué hora volvió al campamento —dijo Poirot gentilmente.
Lennox enrojeció.
—¡Sí! ¡Qué tonto soy! Discúlpeme, señor Poirot. Creo que tengo la cabeza en otra parte. Todas estas preocupaciones...
Poirot se apresuró a replicar:
—Lo entiendo... ¡Lo entiendo perfectamente! Todo esto es muy doloroso para usted. ¿Qué pasó después?
—Le pregunté a mi madre si deseaba algo. Un refresco, un té, un café... Contestó que no. Entonces me dirigí a la carpa. No se veía a ningún criado, pero encontré algo de agua soda y me la bebí. Estaba sediento. Me senté a leer algunos números atrasados del
Saturday Evening Post
y debí de adormilarme.
—¿Su esposa se reunió con usted en la carpa?
—Sí, llegó poco después.
—¿Y ya no volvió a ver viva a su madre?
—No.
—Cuando estuvo hablando con ella, ¿dio alguna muestra de inquietud o pesadumbre?
—No, estaba como siempre.
—¿No le mencionó ningún problema o incidente con alguno de los criados?
Lennox lo miró fijamente.
—No, no me dijo nada.
—¿Y eso es todo lo que puede decirme?
—Me temo que sí.
—Gracias, señor Boynton.
Poirot inclinó la cabeza en señal de que la entrevista había terminado. Lennox no parecía muy deseoso de marcharse. Al llegar a la puerta, se detuvo, vacilante.
—Eh... ¿Es eso todo? ¿No desea nada más?
—Nada. Si fuera tan amable de pedirle a su esposa que viniera.
Lennox salió muy despacio. En el cuaderno de notas que tenía junto a él, Poirot escribió:
"L. B. 4.35".
Poirot miró con interés a la alta y atractiva joven que entró en la habitación. Se levantó y se inclinó hacia ella educadamente.
—¿Señora Lennox Boynton? Hércules Poirot, para servirla.
Nadine Boynton se sentó. Sus ojos pensativos estaban fijos en el rostro de Poirot.
—Espero, madame, que no se ofenderá conmigo por molestarla en estos momentos de dolor.
Sus ojos no se movieron. No respondió enseguida. Siguió con la mirada fija y grave.
Por fin, suspiró y dijo:
—Creo que lo que más me conviene es ser franca con usted, señor Poirot.
—Estoy de acuerdo, madame.
—Se excusa por molestarme en mi dolor. Ese dolor, señor Poirot, no existe y es ocioso pretender lo contrario. No sentía ningún cariño por mi suegra y, honradamente, no puedo decir que lamente su muerte.