Cita con la muerte (18 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Cita con la muerte
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—Eso último —dijo Poirot no es tan importante como la ausencia de la jeringuilla.

—¡Espléndido! —dijo el coronel Carbury con la cara sonriente—. No entiendo nada. ¡Yo habría dicho que el digital era mucho más importante que la jeringuilla! ¿Y qué pasa con el tema del criado que todavía anda rodando, un sirviente a quien envían para que la avise de que la cena está lista y la historia esa de que la señora Boynton amenazó a otro aquella misma tarde con su bastón? ¿No irá a decirme que fue uno de esos pobres infelices del desierto quien se la cargó? Porque —añadió el coronel Carbury con severidad— si es así, sería un timo.

Poirot sonrió, pero no dijo nada.

Cuando abandonaba la oficina, murmuró para sí:

—¡Es increíble! ¡Los ingleses nunca maduran!

Capítulo XI

Sarah King estaba sentada en la cima de una colina y recogía distraídamente flores silvestres. El doctor Gerard estaba también sentado, a poca distancia de ella, sobre un pequeño muro de piedra.

De repente, la joven dijo con fiereza:

—¿Por qué empezó usted todo esto? Si no hubiera sido por usted...

—¿Cree que debería haber guardado silencio? —replicó lentamente el doctor Gerard.

—Sí.

—¿Sabiendo lo que sabía?

—Usted no sabía nada —dijo Sarah.

El francés suspiró.

—Sí que sabía. Pero admito que uno no puede estar nunca absolutamente seguro de nada.

—Sí que se puede —dijo Sarah sin comprometerse.

El francés se encogió de hombros.

—¿Puede usted, tal vez?

Sarah dijo:

—Usted tenía fiebre, una temperatura muy alta. No podía tener la cabeza clara. Probablemente, la jeringuilla estuvo allí todo el tiempo. Y en lo referente al digitoxín, puede que cometiera usted un error o quizá alguno de los criados anduvo fisgoneando en su botiquín.

—¡No tiene por qué preocuparse! —dijo Gerard cínicamente—. Las pruebas no son concluyentes. ¡Ya verá como sus amigos, los Boynton, saldrán de ésta!

—¡No es eso lo que quiero! —dijo Sarah fieramente.

Gerard movió la cabeza.

—¡Es usted ilógica!

—¿No era usted —preguntó Sarah— quien hablaba tanto en Jerusalén de la conveniencia de no entrometerse en los asuntos ajenos? ¡Y ahora, mire!

—No me he entrometido. ¡Me he limitado a contar lo que sé!

—¡Y yo le digo que usted no sabe nada! ¡Oh, Dios! ¡Ya volvemos a empezar! Es como estar discutiendo en círculo.

—Perdone, señorita King —dijo Gerard en tono suave.

Sarah replicó en voz baja:

—Ya ve, después de todo, no han conseguido escapar. ¡Ninguno de ellos! ¡Ella todavía está presente! Incluso desde la tumba es capaz de alcanzarlos y dominarlos. Había algo terrible en esa mujer. ¡Y sigue siendo tan terrible ahora que está muerta como antes! Siento... siento que está disfrutando mucho con todo esto.

Sarah se retorció las manos. Luego, en un tono de voz completamente distinto, luminoso, dijo:

—Ese hombrecillo está subiendo hacia aquí.

El doctor Gerard miró por encima de su hombro.

—¡Ah! Me parece que viene a buscarnos.

—¿Es tan idiota como parece? —preguntó Sarah.

—No tiene nada de idiota —replicó gravemente Gerard.

—Eso me temía —dijo Sarah King.

Con sombría expresión observó la escalada de Hércules Poirot.

Por fin los alcanzó, lanzó un fuerte "¡Uf!", y se enjugó la frente. Después miró con

tristeza hacia el suelo, a su zapatos de piel.

—¡Vaya por Dios! —dijo—. ¡Este suelo tan pedregoso! Mis pobres zapatos.

—Puede pedirle prestado a lady Westholme su aparato para limpiar zapatos —dijo Sarah con muy poca amabilidad—. Y su trapo para el polvo. Viaja con un equipo completo de ama de casa.

—Con eso no haré desaparecer los arañazos,
mademoiselle
—Poirot movió la cabeza con pesadumbre.

—Quizá no. ¿Por qué diablos usa zapatos de esa clase en un país como éste? Poirot ladeó un poco la cabeza.

—Me gusta tener un aspecto soigné —dijo.

—Yo desistiría de ello viajando por el desierto —dijo Sarah.

—Las mujeres no suelen tener su mejor aspecto en el desierto —dijo el doctor Gerard con aire de ensoñación—. Pero la señorita King, aquí presente, sí. Ella siempre tiene una apariencia pulida y elegante. En cambio, esa lady Westholme, con sus gruesas chaquetas y sus tupidas faldas y esos terribles pantalones de montar y sus botas, ¡quelle horreur de femme! ¡Y la pobre señorita Pierce con esos trajes tan sueltos, que son como hojas descoloridas de repollo, y todas sus cadenas y sus collares de cuentas que no dejan de tintinear! ¡Incluso la joven señora Boynton, que es una mujer muy atractiva, no es lo que se llama chic! Su ropa es de lo más aburrido.

Sarah dijo, empezando ya a inquietarse:

—Bueno, supongo que el señor Poirot no ha subido hasta aquí sólo para hablar de ropa.

—Es verdad —replicó Poirot—. He venido a hacerle una consulta al doctor Gerard. Su opinión me será muy útil. Y también la de usted,
mademoiselle
. Es joven y está al día en lo que se refiere a la psicología moderna. Deseo saber todo cuanto puedan decirme de la señora Boynton.

—¿No lo sabe ya de memoria? —preguntó Sarah.

—No. Tengo la sensación, bueno, más que la sensación, la certeza de que el estado mental de la señora Boynton es muy importante en este asunto. Personas de ese tipo deben de serle familiares al doctor Gerard.

—Desde mi punto de vista, esa mujer era un objeto interesante de estudio —dijo el médico.

—Cuénteme.

El doctor Gerard no se hizo de rogar. Expuso su propio interés por la familia Boynton, su charla con Jefferson Cope y el hecho de que este último malinterpretaba totalmente la situación.

—Así pues, ese hombre es un sentimental —dijo Poirot.

—Sí, básicamente. Sus ideales están basados, en realidad, en una profunda tendencia hacia la pereza. Considerar la naturaleza humana sólo desde su mejor parte y el mundo como un lugar placentero es, sin duda, el camino más fácil en esta vida. Por lo tanto, Jefferson Cope no tiene ni la menor idea de cómo es la gente en realidad.

—A veces, eso podría ser peligroso —dijo Hércules Poirot.

El doctor Gerard prosiguió:

—Insistía en considerar lo que podríamos llamar "la situación Boynton" como un caso de cariño excesivo y mal entendido. Del odio subyacente, de la rebeldía, la esclavitud y las humillaciones que sufrían los hijos, tenía una noción muy vaga.

—Eso es estúpido —declaró Poirot.

—De todas formas —siguió el doctor Gerard—, ni el más idiota de los optimistas sentimentales puede estar completamente ciego. Creo que en el viaje a Petra los ojos de Jefferson Cope se abrieron.

Y dio cuenta de la conversación que había tenido con el americano la mañana del día en que había muerto la señora Boynton.

—Es una historia interesante la de esa criada —dijo Poirot pensativo—. Arroja luz sobre los métodos de la anciana.

—La verdad es que fue una mañana muy rara —dijo Gerard—. Usted no ha estado en Petra, señor Poirot. Si va, tiene que subir al Lugar del Sacrificio. Tiene una... ¿cómo lo diría?... una atmósfera especial.

Describió la escena con detalle y añadió:


Mademoiselle
, aquí presente, se sentó allí como un joven juez y se puso a hablar del sacrificio de uno para salvar a muchos. ¿Lo recuerda, señorita King?

Sarah se estremeció.

—¡No hablemos de ese día!

—No, no —dijo Poirot—. Hablemos de otros acontecimientos anteriores a ese día. Me interesa, doctor Gerard, que me haga un esbozo de la mentalidad de la señora Boynton. Lo que no acabo de entender es esto: teniendo como tenía a su familia dominada por completo, ¿por qué planeó este viaje al extranjero, donde corría el peligro de que los contactos externos debilitaran su autoridad?

El doctor Gerard se inclinó excitado hacia delante.

—Pero,
mon vieux
. ¡Eso era precisamente lo que ella deseaba! Las ancianas son iguales en todas partes del mundo. ¡Se aburren! Si su especialidad es ser pacientes, se hartan de esa paciencia que conocen tan bien. Quieren conocer una paciencia nueva. ¡Y lo mismo vale para una anciana cuya mayor afición (por increíble que parezca) es dominar y atormentar a las demás personas! La señora Boynton —por hablar de ella como de une dompteuse— había ya domado a sus tigres. Quizá hubo cierta excitación en la época del paso a la adolescencia. El matrimonio de Lennox con Nadine había sido una aventura. Pero luego, de repente, todo se volvió rancio. Lennox estaba tan hundido en la melancolía que era prácticamente imposible herirlo o causarle dolor. Raymond y Carol no daban señales de rebeldía. Ginebra... ¡Ah, la pauvre!, ella, desde el punto de vista de su madre, era la que menos emociones le proporcionaba. ¡Porque Ginebra había encontrado una vía de escape! Huía de la realidad hundiéndose en la fantasía. ¡Cuanto más la martirizaba su madre, más fácil le resultaba a ella imaginar que era una heroína perseguida! Desde el punto de vista de la señora Boynton, todo se había vuelto mortalmente aburrido. Así que, como Alejandro, decidió conquistar nuevos mundos. Y por ello planeó el viaje al extranjero. Así tendría que enfrentarse con el peligro de que sus fieras domadas se rebelasen, tendría oportunidades de hacerles daño nuevamente. Suena absurdo, ¿verdad?, pero no lo es. Lo que ella quería era nuevas emociones.

Poirot respiró profundamente.

—Es perfecto. Sí, veo exactamente lo que quiere decir. Así es como fue. Todo encaja. La maman Boynton eligió vivir peligrosamente y pagó por ello.

Sarah se inclinó hacia delante. Su rostro pálido e inteligente estaba muy serio.

—¿Quiere decir que llevó a sus animales demasiado lejos y que se volvieron en su contra... o que uno de ellos lo hizo? —dijo.

Poirot afirmó con la cabeza.

—¿Cuál de ellos? —dijo con voz entrecortada.

Poirot la miró: sus manos crispadas furiosamente entre las flores silvestres, la pálida rigidez de su cara.

No contestó. De hecho, se vio liberado de la obligación de hacerlo por Gerard, que en ese momento tocó su hombro y le dijo:

—¡Mire!

Una muchacha vagabundeaba por la ladera de la colina. Se movía con una gracia rítmica y extraña que, de algún modo, le daba una apariencia casi irreal. Su cabello, de color rojo dorado, brillaba al sol. Una extraña y sigilosa sonrisa levantaba las hermosas comisuras de sus labios. Poirot respiró hondo.

—¡Qué hermosa! —exclamó—. ¡Qué extraña y conmovedoramente hermosa! ¡Así es como debería ser representada Ofelia, como una joven diosa que se ha perdido viniendo de otro mundo, feliz porque ha escapado de esos lazos que son las alegrías y las penas humanas!

—Sí, sí. Tiene razón —dijo Gerard—. Es un rostro para soñar con él, ¿verdad? Yo he soñado con él. En medio de la fiebre, abrí los ojos y vi esa cara, con su dulce y etérea sonrisa... Fue un hermoso sueño del que lamenté despertarme...

Después, volviendo a su tono normal, dijo:

—Es Ginebra Boynton.

Capítulo XII

Al cabo de un minuto, la muchacha llegó hasta donde estaban ellos.

El doctor Gerard hizo las presentaciones.

—Señorita Boynton, éste es el señor Hércules Poirot.

—¡Oh!

Ginebra miró indecisa al detective. Entrelazó y soltó nerviosamente los dedos una y otra vez. La ninfa encantada había vuelto del país de los encantamientos. En ese momento era una chica corriente, tímida y ligeramente nerviosa, y se encontraba visiblemente incómoda.

Poirot dijo:

—Ha sido una suerte encontrarla aquí,
mademoiselle
. Intenté verla en el hotel.

—¿De veras?

Su sonrisa estaba vacía. Sus dedos empezaron a tirar del cinturón que ceñía su vestido.

—¿Quiere que paseemos juntos un rato? —dijo Poirot con suavidad.

Ella se movió dócilmente, obediente a su capricho.

Entonces, de manera inesperada y con una voz extraña y apresurada, dijo:

—Usted es... usted es un detective, ¿no?

—Sí,
mademoiselle
.

—Un detective muy famoso, ¿verdad?

—El mejor detective del mundo —contestó Poirot, afirmándolo como una simple verdad, ni más ni menos.

Ginebra Boynton respiró muy suavemente.

—¿Ha venido para protegerme?

Poirot se acarició pensativo el bigote y dijo:

—¿Está usted en peligro,
mademoiselle
?

—Sí, sí.

La muchacha miró a su alrededor con rapidez y suspicacia.

—Ya se lo conté al doctor Gerard en Jerusalén. Fue muy listo. Primero hizo como si no supiera nada, pero luego me siguió hasta aquel terrible lugar de rocas rojas.

Se estremeció.

—Pensaban matarme allí. Tengo que estar continuamente en guardia.

Poirot asintió indulgentemente.

Ginebra Boynton dijo:

—Es amable... y bueno. ¡Está enamorado de mí!

—¿Sí?

—¡Oh, sí! Pronuncia mi nombre en sueños.

Bajó la voz. De nuevo, una especie de belleza temblorosa y ultraterrena la envolvió.

—Lo vi... allí tendido, dando sacudidas y retorciéndose... y diciendo mi nombre... Me fui sin hacer ruido —hizo una pausa—. ¿Ha sido él, quizá, quien le ha mandado llamar? Tengo muchísimos enemigos, ¿sabe? Me rodean por todas partes. A veces van disfrazados.

—Sí, sí —dijo gentilmente Poirot—. Pero aquí está usted segura, rodeada de su familia.

La muchacha se enderezó orgullosamente.

—¡Ellos no son mi familia! No tengo nada que ver con esa gente. No puedo decirle quién soy en realidad. Es un gran secreto. Le asombraría mucho si lo supiera.

—¿Se sintió usted muy afectada por la muerte de su madre,
mademoiselle
? —dijo Poirot en tono suave.

Ginebra golpeó furiosa el suelo con los pies.

—¡Le digo que no era mi madre! ¡Mis enemigos le pagaron para que fingiera serlo y me impidiese escapar!

—¿Dónde estaba usted la tarde en que murió?

—Estaba en la tienda... Hacía mucho calor allí dentro, pero no me atreví a salir... Ellos podrían haberme cogido...

Se estremeció ligeramente.

—Uno de ellos se asomó a mi tienda. Iba disfrazado, pero le reconocí. Yo fingía estar dormida. El jeque lo envió. El jeque quería raptarme, por supuesto.

Durante unos instantes, Poirot paseó en silencio. Luego dijo:

—¡Son muy bonitas esas historias que se cuenta usted a sí misma!

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