Kennedy comía, bebía y hablaba por los codos; estaba un si es no es achispado, y propuso seriamente a su amigo el doctor establecerse en aquel bosque, construir en él unas cabañas y comenzar la dinastía de los robinsones africanos.
La idea no tuvo consecuencias, si bien Joe se propuso a sí mismo para desempeñar el papel de Viernes.
La campiña parecía tan tranquila, tan desierta, que el doctor resolvió pasar la noche en tierra. Joe formó un círculo de hogueras, barricadas indispensables contra las bestias feroces. Las hienas, los naguardos y los chacales atraídos por el olor de la carne del elefante, vagaban por los alrededores. Kennedy tuvo que hacer algunos disparos para ahuyentar a visitantes demasiado audaces; pero, finalmente, la noche transcurrió sin incidentes desagradables.
A las cinco de la mañana siguiente, empezaron los preparativos para la marcha. Joe, con el hacha que había tenido la fortuna de encontrar, rompió los colmillos del elefante. El Victoria, recobrando su libertad, arrastró a los viajeros hacia el nordeste a una velocidad de dieciocho millas.
Durante la noche anterior, el doctor había calculado cuidadosamente su posición guiándose por la altura de las estrellas. Se hallaba a 20 4' de latitud por debajo del ecuador, o sea a ciento sesenta millas geográficas. Atravesó numerosas aldeas sin hacer ningún caso de los gritos que provocaba su aparición; tomó nota de la conformación de los lugares basándose en observaciones sumarias; salvó las cuestas del Rubembé, casi tan pinas como las cimas del Usagara, y más adelante, en Tenga, encontró las primeras lomas de las cordilleras de Karagwah, que, en su opinión, derivan necesariamente de las montañas de la Luna. La antigua leyenda que convertía aquellas sierras en la cuna del Nilo se acercaba a la verdad, puesto que confinan con el lago Ukereue, presunto receptáculo de las aguas del gran río.
Desde Kafuro, gran distrito de los mercaderes del país, distinguió por fin en el horizonte aquel lago tan buscado que el capitán Speke entrevió el 3 de agosto de 1858.
El doctor Samuel Fergusson se sentía enormemente emocionado. Estaba casi llegando a uno de los principales puntos de su exploración y, sin soltar un momento el anteojo, observaba el menor accidente de aquella comarca misteriosa, estudiándola con todo detalle.
Debajo de él se extendía una tierra generalmente estéril, que no presentaba más que algunas laderas cultivadas; el terreno, sembrado de conos de mediana altura, se hacía llano en las inmediaciones del lago; campos sembrados de cebada reemplazaban a arrozales, y allí crecían el llantén de donde se saca el vino del país y el mwani, planta silvestre sucedánea del café. Un conjunto de unas cincuenta chozas circulares cubiertas de bálago en flor constituía la capital de Karagwah.
Se percibían sin dificultad las expresiones atónitas de una raza bastante bella, de tez morena amarillenta. Mujeres de una corpulencia inverosímil se arrastraban por las plantaciones, y el doctor asombro a sus compañeros diciéndoles que aquella obesidad, allí muy apreciada, se obtenía por medio de un régimen obligatorio de leche cuajada.
A mediodía el Victoria se hallaba a 10 45' de latitud austral, y a la una de la tarde el viento lo empujaba hacia el lago. Aquel lago debe al capitán Speke el nombre de Nyanza Victoria. En aquel punto tenía unas noventa millas de ancho. En su extremo meridional el capitán encontró un grupo de islas al que llamó archipiélago de Bengala. Llegó hasta Muanza, el este, donde fue bien recibido por el sultán. Hizo la triangulación de aquella parte del lago, pero no pudo conseguir una barca para atravesarlo, ni tampoco para visitar la gran isla de Ukereue, que es muy populosa, está gobernada por tres sultanes y, al bajar la marea, no forma más que una península.
El Victoria abordaba el lago más al norte, lo cual apesadumbraba al doctor, que hubiera querido determinar sus contornos inferiores. Las orillas, erizadas de matorrales espinosos y maleza inextricable, desaparecían literalmente bajo miríadas de mosquitos de un color pardusco.
Aquel país debía de ser inhabitable y estar deshabitado. Se veían manadas de hipopótamos revolcándose en los cañares o sumergiéndose en las blanquecinas aguas del lago.
Éste, visto desde lo alto, ofrecía hacia el oeste un horizonte tan ancho que parecía un mar. La distancia impide establecer comunicaciones entre una y otra orilla; además, las tempestades son allí fuertes y frecuentes, pues los vientos no encuentran obstáculo alguno en aquella cuenca elevada y descubierta.
Trabajo le costó al doctor dirigir el globo. Temía ser arrastrado hacia el este; pero, por fortuna, una corriente le llevó directamente al norte y, a las seis de la tarde, el Victoria se situó sobre una pequeña isla desierta, a 00 3' de latitud y 320 52' de longitud, y a veinte millas de la costa.
Los viajeros lograron anclar en un árbol; al anochecer calmó el viento y pudieron quedarse allí tranquilamente. Era impensable tomar tierra, porque allí, lo mismo que en las orillas del Nyanza, las legiones de mosquitos cubrían el suelo como una densa nube. Joe volvió del árbol acribillado; pero, como le parecía muy natural que los mosquitos picasen, no se desazonó ni poco ni mucho.
El doctor, sin embargo, menos optimista, soltó toda la cuerda que le fue posible para librarse de aquellos despiadados insectos que ascendían con un murmullo inquietante.
El doctor estableció la altura del lago sobre el nivel del mar, tal como lo había determinado el capitán Speke, es decir, tres mil setecientos cincuenta pies.
—¡Conque estamos en una isla! —dijo Joe, que se desollaba rascándose.
—Una isla que podríamos recorrer en menos que canta un gallo —respondió el cazador— y donde, salvo esos amables insectos, no se ve un solo ser vivo.
—Las islas de que está el lago salpicado —respondió el doctor Fergusson— no son, en realidad, más que crestas de colinas sumergidas, y no hemos tenido poca fortuna en encontrar en ellas un abrigo, porque las orillas del lago están pobladas de tribus feroces. Dormid, pues, ya que el cielo nos prepara una noche tranquila.
—¿Y no harás tú otro tanto, Samuel?
—No; yo no podría cerrar los ojos. Mis pensamientos me lo impedirían. Mañana, si el viento es favorable, marcharemos directamente hacia el norte y tal vez descubramos las fuentes del Nilo, ese secreto hasta ahora impenetrable. Tan cerca de las fuentes del gran río me sería imposible conciliar el sueño.
Kennedy y Joe, a quienes no turbaban hasta tal extremo las preocupaciones científicas, no tardaron en dormirse profundamente bajo la vigilancia del doctor Fergusson.
El miércoles 23 de abril, a las cuatro de la mañana, el Victoria zarpaba. El cielo estaba ceniciento; la noche abandonaba difícilmente las aguas del lago, envueltas totalmente en una densa niebla que un viento violento enseguida disipó. El Victoria se balanceó por espacio de algunos minutos y por fin remontó directamente hacia el norte.
El doctor Fergusson palmoteó con alegría.
—¡Estamos en el buen camino! —exclamó—. ¡Si hoy no vemos el Nilo, no lo veremos nunca! ¡Amigos! ¡pasamos el ecuador, entramos en nuestro hemisferio!
—¡Oh! —exclamó Joe—. ¿Usted cree, señor, que el ecuador pasa por aquí?
—¡Justo por aquí, muchacho!
—Pues bien, con su permiso, me parece conveniente que sin pérdida de tiempo lo rociemos con un buen trago.
—¡Estupendo, venga un trago de grog! —respondió el doctor Fergusson, riendo—. Tienes una manera nada tonta de entender la cosmografía.
Y así se celebró el paso de la línea a bordo del Victoria. Este avanzaba rápidamente. Se vislumbraba al oeste la costa baja y poco accidentada, y al fondo las mesetas más elevadas del Uganda y el Usoga. La velocidad del viento era excesiva: casi treinta millas por hora.
Las aguas del Nyanza, agitadas con fuerza, espumeaban como las olas del mar. El mar de fondo que se percibía le indicó al doctor que el lago era muy profundo. Durante aquella rápida travesía apenas vieron una o dos embarcaciones toscas.
—Este lago —dijo el doctor— es evidentemente, por su posición elevada, el depósito natural de los ríos de la parte oriental de África, dándole el cielo en lluvia lo que le quita en vapor a sus afluentes. Me parece indudable que el Nilo nace aquí.
—Lo veremos —replicó Kennedy.
Hacia las nueve avistaron la costa oeste, que parecía desierta y poblada de árboles. El viento aumentó un poco hacia el este, y se pudo distinguir la otra orilla del lago. Ésta se curvaba de manera que terminaba en un ángulo muy abierto, a 20 40' de latitud septentrional. Altas montañas erguían sus áridos picos en aquel extremo del Nyanza; pero entre ellas una garganta profunda y sinuosa daba paso a un río que hervía con violencia.
El doctor Fergusson, al tiempo que maniobraba el aeróstato, examinaba el terreno con ávida mirada.
—¡Mirad! —exclamó—. ¡Mirad, amigos míos! ¡Las narraciones de los árabes eran del todo exactas! Hablaban de un río por el cual desagua hacia el norte el lago Ukereue, y ese río existe, y nosotros seguimos su curso, y fluye con una rapidez comparable a nuestra propia velocidad. ¡Y esa gota de agua que discurre bajo nuestros pies va indudablemente a confundirse con las olas del Mediterráneo! ¡Es el Nilo!
—¡Es el Nilo! —repitió Kennedy, que se dejaba contagiar por el entusiasmo de Samuel Fergusson.
—¡Viva el Nilo! —dijo Joe, que, cuando estaba alegre, vitoreaba gustoso cualquier cosa.
Enormes rocas obstaculizaban en diversos puntos el curso de aquel misterioso río. El agua espumeaba; formaba rápidos y cataratas que confirmaban al doctor en sus previsiones. De las montañas circundantes partían numerosos torrentes; se podían contar a centenares. De la tierra se veía brotar delgados hilos de agua, dispersos, que se cruzaban, se confundían, rivalizaban en velocidad y se precipitaban en aquel riachuelo que, después de absorberlos, se convertía en caudaloso río.
—He aquí el Nilo —repitió el doctor con convicción—. El origen de su nombre ha apasionado a los sabios no menos que el origen de sus aguas. Se lo ha hecho derivar del griego, del copto, del sánscrito; después de todo, es lo de menos, ya que finalmente ha tenido que revelar el secreto de su procedencia.
—Pero ¿cómo podremos estar seguros —preguntó el cazador— de que este río es el mismo que exploraron los viajeros del norte anteriormente?
—Tendremos pruebas seguras, irrecusables, infalibles —respondió Fergusson—, si el viento sigue siéndonos propicio aunque no sea más que una hora.
Las montañas se separaban, dando paso a numerosas aldeas y a campos cultivados de sésamo, dourrab y caña de azúcar. Las tribus de aquellas comarcas se mostraban agitadas y hostiles. Presintiendo extranjeros, y no dioses, parecían más propensas a la cólera que a la adoración. Se diría que el hecho de dirigirse a las fuentes del Nilo significara usurparles algo. El Victoria tuvo que mantenerse fuera del alcance de los mosquetes.
—Difícil será abordar aquí —dijo el escocés.
—¡Peor para esos indígenas! —replicó Joe—. Les privaremos del encanto de nuestra conversación.
—Y sin embargo, es preciso que yo baje —respondió el doctor Fergusson—, aunque no sea más que un cuarto de hora. De otro modo, no puedo comprobar los resultados de nuestra exploración.
—¿Es, pues, indispensable, Samuel?
—Tan indispensable que bajaremos aunque tengamos que andar a tiros.
—No lo sentiría —respondió Kennedy, acariciando su carabina.
—Dispuesto estoy a bordo, señor —dijo Joe, aprestándose al combate.
—No será la primera vez —respondió el doctor— que la ciencia haya tenido que empuñar las armas. A ellas se vio obligado a recurrir en las montañas de España un sabio francés cuando medía el meridiano terrestre.
—Mantén la calma, Samuel, y confía en tus dos guardaespaldas.
—¿Bajamos ya, señor?
—Todavía no. Vamos a elevarnos un poco para conocer con exactitud la configuración del terreno.
El hidrógeno se dilató y, en menos de diez minutos, el Victoria planeaba a una altura de dos mil quinientos pies del suelo. Desde allí se distinguía una inextricable red de arroyos que el río acogía en su lecho. La mayor parte venían del oeste, atravesando fértiles campos y numerosas colinas.
—Nos hallamos a menos de noventa millas de Gondokoro —dijo el doctor, señalando el mapa—, y a menos de cinco del punto alcanzado por los exploradores procedentes del norte. Acerquémonos a tierra con precaución.
El Victoria descendió más de dos mil pies.
—Ahora, amigos, preparaos para cualquier cosa.
—Lo estamos —respondieron Dick y Joe.
—¡Bien!
Muy pronto, el Victoria avanzó siguiendo el lecho del río y apenas a cien pies de éste. En aquel punto, el Nilo medía cincuenta toesas, y en las aldeas de las orillas los indígenas se agitaban tumultuosamente. Al llegar al segundo grado, el río forma una cascada vertical de unos diez pies de altura y, por consiguiente, infranqueable.
—Aquí tenemos la cascada indicada por Debono —exclamó el doctor.
El cauce del río se ensanchaba y estaba sembrado de numerosos islotes que Samuel Fergusson devoraba con la mirada; parecía buscar un punto de referencia que no encontraba.
Unos negros se habían acercado en una barca hasta quedar situados debajo del globo. Kennedy les saludó con un disparo, y, aunque no hirió a ninguno, todos huyeron precipitadamente a la orilla.
—¡Buen viaje! —les deseó Joe—. Si yo fuera quien estuviese en su pellejo, no volvería; me daría miedo un monstruo que lanza rayos a voluntad.
De pronto, el doctor Fergusson cogió su anteojo y examinó la isla que había en medio del río.
—¡Cuatro árboles! ——exclamó—. ¡Mirad allá abajo!
En efecto, en su extremo se alzaban cuatro árboles aislados.
—¡Es la isla de Benga! —añadió.
—¿Y qué? —preguntó Dick.
—Allí bajaremos, si Dios quiere.
—¡Pero parece habitada, señor Samuel!
—Joe tiene razón; si no me equivoco, hay un grupo de unos veinte indígenas.
—Los asustaremos para que huyan —replicó Fergusson—. No será empresa difícil.
—De acuerdo —asintió el cazador.
El sol estaba en el cenit. El Victoria se acercó a la isla. Los negros, pertenecientes a la tribu de Makado, prorrumpieron en gritos desaforados. Uno de ellos agitaba su sombrero de corteza. Kennedy apuntó hacia el sombrero, disparó y lo hizo pedazos.