—¿Y cómo harías llegar el aviso?
—Por medio de esta flecha que he cogido al vuelo, a la cual ataría una nota o simplemente hablándole en voz alta, puesto que los negros no comprenden nuestro idioma.
—Vuestros planes, amigos míos, son impracticables. La mayor dificultad para ese infortunado seria escaparse, admitiendo que llegase a burlar la vigilancia de sus verdugos. En cuanto a ti, Dick, con mucha audacia y valiéndote del terror ocasionado por nuestras armas de fuego, tal vez tuvieras éxito; pero si tu proyecto fracasase estarías perdido y tendríamos que salvar a dos personas en lugar de a una. ¡No! Es preciso que todas las bazas estén a nuestro favor y actuar de otra manera.
—Pero inmediatamente —replicó el cazador.
—¡Tal vez! —respondió Samuel, insistiendo en esa palabra.
—Señor, ¿sería capaz de disipar estas tinieblas?
—¿Quién sabe, Joe?
—¡Ah! Si hiciera una cosa semejante, le proclamaría el primer sabio del mundo.
El doctor permaneció algunos instantes silencioso y reflexivo. Sus dos compañeros le miraban con ansiedad, sobreexcitados por aquella situación extraordinaria. Fergusson no tardó en volver a tomar la palabra.
—He aquí mi plan —dijo—. Nos quedan doscientas libras de lastre, puesto que están aún intactos los sacos que hemos traído. Supongamos que el prisionero, extenuado evidentemente por los padecimientos, pesa tanto como cualquiera de nosotros; todavía nos quedarán unas sesenta libras para arrojar con objeto de subir más rápidamente.
—¿Cómo piensas, pues, maniobrar? —preguntó Kennedy.
—Voy a decírtelo, Dick. Sin duda admitirás que si recojo al prisionero y me desprendo de una cantidad de lastre igual a su peso, no habré turbado en lo más mínimo el equilibrio del globo; pero entonces, si quiero realizar una ascensión rápida para ponerme fuera del alcance de esa tribu de negros, tendré que recurrir a medios más enérgicos que el soplete. Pues bien, precipitando el lastre excedente en el momento requerido, estoy seguro de subir con mucha rapidez.
—Es evidente.
—Sí, pero hay un pequeño inconveniente. Después, para bajar, tendré que perder una cantidad de gas —proporcional al exceso de lastre de que me haya desprendido. Ese gas no tiene precio, pero no se puede lamentar su pérdida cuando se trata de la salvación de un ser humano.
—Tienes razón, Samuel, debemos sacrificarlo todo por salvarle.
—Actuemos, pues, y tengamos los sacos preparados en la barquilla de modo que podamos arrojarlos todos a un mismo tiempo.
—Pero, esta oscuridad…
—Oculta nuestros preparativos y no se disipará hasta que estén terminados. Procurad tener todas las armas al alcance de la mano. Tal vez sea preciso hacer fuego, para lo cual disponemos de una bala en la carabina, cuatro en las dos escopetas y doce en los dos revólveres; en total, diecisiete, que pueden dispararse en un cuarto de minuto. Aunque quizá no tengamos que armar tanto escándalo. ¿Preparados?
—Preparados —respondió Joe.
En efecto, los sacos estaban a punto, y las armas cargadas.
—Bien —dijo el doctor—. Estad muy alerta. Joe queda encargado de arrojar el lastre, y Dick de apoderarse de prisionero; pero que no se haga nada hasta que yo dé la orden. Joe, ve ahora a desenganchar el ancla y vuelve enseguida a la barquilla.
Joe se deslizó por el cable y reapareció a los pocos instantes. El Victoria, en libertad, flotaba en el aire, casi inmóvil.
Durante este tiempo el doctor se aseguró de que había una cantidad suficiente de gas en la caja de mezcla para alimentar, en caso necesario, el soplete sin necesidad de recurrir durante algún tiempo a la acción de la pila de Bunsen. Quitó los dos hilos conductores perfectamente aislados que servían para descomponer el agua; luego, tras registrar su bolsa de viaje, sacó de ella dos pedazos de carbón terminados en punta y los fijó en el extremo de cada hilo.
Sus dos amigos le miraban sin comprender lo que hacía, pero callaban. Cuando el doctor hubo terminado su trabajo, se colocó en pie en medio de la barquilla, cogió un carbón en cada mano y acercó una punta a la otra.
De repente, un resplandor intenso y deslumbrador, que no podían resistir los ojos, se produjo entre las dos puntas de carbón, y un haz inmenso de luz eléctrica disipó la oscuridad de la noche.
—¡Oh, señor! —exclamó Joe.
—¡Silencio! —ordenó el doctor.
Fergusson dirigió a varios puntos del espacio su poderoso rayo de luz y lo detuvo en un lugar de donde partían gritos de asombro; sus compañeros lanzaron hacia allí una ansiosa mirada.
El baobab sobre el cual el Victoria se mantenía casi inmóvil, se hallaba en el centro de un raso. Entre campos de sésamo y de caña de azúcar, unas cincuenta chozas, bajas y cónicas, alrededor de las cuales hormigueaba una numerosa tribu.
A cien pies debajo del globo descollaba un poste, junto al cual yacía una criatura humana, un joven de apenas treinta años, con largos cabellos negros, medio desnudo, flaco, ensangrentado, cubierto de heridas y con la cabeza inclinada sobre el pecho, como Cristo crucificado. Algunos cabellos más cortos en la coronilla indicaban aún la existencia de una tonsura casi desaparecida.
—¡Un misionero! ¡Un sacerdote! —exclamó Joe.
—¡Pobre desdichado! —respondió el cazador.
—¡Lo salvaremos, Dick! —dijo el doctor—. ¡Lo salvaremos!
Aquella caterva de negros, al ver el globo, semejante a una enorme cometa con una cola de deslumbradora luz, experimentó, como era natural, un sobresalto indescriptible. Al oír sus gritos, el prisionero levantó la cabeza. Brilló rápidamente en sus ojos la luz de la esperanza, y, sin comprender lo que pasaba, tendió los brazos hacia sus inesperados libertadores.
—¡Vive, vive! —exclamó Fergusson—. ¡Loado sea Dios! ¡Esos salvajes se hallan abismados en un magnífico espanto! ¡Lo salvaremos! ¿Estáis preparados, amigos?
—Sí, Samuel.
—Joe, apaga el soplete.
La orden del doctor fue ejecutada. Un vientecillo casi imperceptible empujaba suavemente al Victoria encima del prisionero, al mismo tiempo que, con la contracción del gas, descendía insensiblemente. Quedó flotando en medio de las luminosas ondas por espacio de diez minutos. Fergusson envolvió a la muchedumbre en el haz centelleante que proyectaba a trechos manchas de luz, muy rápidas y vivas. La tribu, bajo el dominio de un indescriptible terror, desapareció poco a poco en el fondo de las chozas, sin quedar ningún negro alrededor del poste. El doctor había acertado al contar con la aparición fantástica del Victoria, que proyectaba rayos de sol en aquella intensa oscuridad.
La barquilla se acercó a tierra. Algunos negros, sin embargo, más audaces que los otros y comprendiendo que se les escapaba su víctima, aparecieron de nuevo lanzando espantosos gritos. Kennedy cogió su escopeta, pero el doctor no quiso que la disparase.
El sacerdote, de rodillas, sin fuerzas ya para tenerse en pie, ni siquiera estaba atado al poste, pues su debilidad hacía innecesarias las cuerdas. En el momento en que la barquilla llegó cerca del suelo, el cazador, soltando su arma, tomó al sacerdote en brazos y lo subió al globo; al mismo tiempo Joe arrojaba, todas a la vez, las doscientas libras de lastre.
El doctor contaba con subir rápidamente, pero, contra todas sus previsiones, el globo, después de haberse elevado unos cuatro pies, permaneció inmóvil.
—¿Quién nos sujeta? —exclamó con acento de terror.
Algunos salvajes acudían lanzando feroces aullidos.
—¡Oh! —exclamó Joe, asomándose—. ¡Uno de esos malditos negros se ha colgado a la barquilla!
—¡Dick! ¡Dick! —exclamó el doctor—. ¡La caja del agua!
Dick comprendió la intención de su amigo y, levantando una de las cajas de agua, que pesaba más de cien libras, la arrojó por la borda.
El Victoria, descargado de aquel lastre, subió bruscamente trescientos pies en medio de los rugidos de la tribu, cuyo prisionero se evadía envuelto en una luz resplandeciente.
—¡Hurra! —gritaron los dos compañeros del doctor.
El globo dio de repente un nuevo salto, que le hizo alcanzar una altura de más de mil pies.
—¿Qué sucede? —preguntó Kennedy, a punto de perder el equilibrio.
—¡Nada! Es ese pícaro, que se ha desasido de la barquilla —respondió tranquilamente Samuel Fergusson.
Y Joe, asomándose rápidamente, pudo aún distinguir al salvaje girar en el espacio con los brazos extendidos, y estrellarse al llegar a tierra. El doctor separó entonces los dos hilos eléctricos, y todo quedó abismado en una oscuridad profunda. Era la una de la noche.
El francés, que se había desmayado, abrió por fin los ojos.
—Está usted a salvo —le dijo el doctor.
—¡A salvo! —repitió él en inglés, con una melancólica sonrisa—. ¡A salvo de una muerte cruel! Les doy las gracias, hermanos, pero tengo los días contados, contadas las horas. Me queda muy poco tiempo de vida.
Y el misionero, exhausto, cayó en una especie de sopor.
—Se muere —exclamó Dick.
—No, no —respondió Fergusson, inclinándose sobre él—, pero está muy débil. Acostémosle bajo la tienda.
Y, con gran suavidad, tendieron sobre las mantas aquel pobre cuerpo demacrado, cubierto de cicatrices y heridas de las que aún brotaba sangre, aquel cuerpo en que el hierro y el fuego habían dejado muchas y muy dolorosas huellas. El doctor convirtió un pañuelo en hilas, que aplicó sobre las llagas después de haberlas lavado con la delicadeza de un diestro médico; luego tomó de su botiquín un estimulante y vertió algunas gotas en los labios del sacerdote.
Éste abrió con dificultad la boca y apenas tuvo fuerzas para decir:
—¡Gracias! ¡Gracias!
El doctor comprendió que el enfermo necesitaba descansar, por lo que corrió las cortinas de la tienda y volvió a tomar la dirección del globo.
Teniendo en cuenta el peso del nuevo huésped, el globo había sido liberado de casi ciento ochenta libras de lastre, y por consiguiente, se mantenía sin ayuda del soplete. Al rayar el día, una corriente lo impelió con suavidad hacia el oeste-noroeste. Fergusson fue a examinar al sacerdote aletargado.
—¡Ojalá podamos conservar la vida de este compañero que el Cielo nos ha enviado! —exclamó el cazador—. ¿Tienes alguna esperanza?
—Sí, Dick. A base de cuidados y con este aire tan puro…
—¡Cuánto ha sufrido el infeliz! —dijo Joe, muy conmovido—. ¿Saben que ha acometido empresas más atrevidas que las nuestras, viniendo solo a visitar estos pueblos?
—¿Quién lo duda? —repuso el cazador.
Durante todo el día, no quiso el doctor que se interrumpiese el sueño del enfermo, a pesar de que aquel sueño era un largo sopor, entrecortado por quejidos que no dejaban de inspirar a Fergusson serias inquietudes.
Al llegar la noche, el Victoria permanecía estacionario en medio de la oscuridad, y en tanto que Joe y Kennedy se relevaban junto al enfermo, Fergusson velaba por la seguridad de todos.
Al día siguiente por la mañana, el Victoria había derivado algo hacia el oeste. El día se anunciaba puro y magnífico. El enfermo pudo llamar a sus nuevos amigos con una voz más clara. Éstos levantaron las cortinas de la tienda, y el sacerdote aspiró con placer el aire fresco de la mañana.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó Fergusson.
—Mejor, creo —respondió él—. ¡Pero, mis buenos amigos, no les he visto más que como las imágenes que aparecen en un sueño! ¡Apenas soy consciente de lo que ha pasado! Díganme sus nombres para que no los olvide en mis últimas oraciones.
—Somos viajeros ingleses —respondió Samuel—. Intentamos atravesar África en globo, y durante nuestra travesía hemos tenido la suerte de salvarle.
—La ciencia tiene sus héroes —dijo el misionero.
—Pero la religión tiene sus mártires —respondió el escocés.
—¿Es usted misionero? —preguntó el doctor.
—Soy un sacerdote de la misión de los lazaristas. El Cielo les ha enviado, ¡loado sea Dios! ¡El sacrificio de mi vida estaba hecho! Pero, ustedes vienen de Europa. ¡Háblenme de Europa, háblenme de Francia! No he recibido en cinco años ni una sola noticia.
—¡Cinco años solo entre esos salvajes! —exclamó Kennedy.
—Son almas que hay que rescatar —dijo el joven sacerdote—. Hermanos ignorantes y bárbaros a quienes sólo la religión puede civilizar e instruir.
Samuel Fergusson, para complacer al misionero, le habló mucho de Francia.
Éste le escuchaba con atención, y las lágrimas humedecían sus ojos. El desdichado joven estrechaba sucesivamente las manos de Kennedy y las de Joe entre las suyas, ardientes a causa de la fiebre. El doctor le preparó algunas tazas de té, que bebió con fruición; entonces se sintió con fuerzas para incorporarse un poco y sonreír, viéndose mecido en un cielo tan puro.
—Son audaces viajeros —dijo—, y el éxito coronará su atrevida empresa; volverán a ver a sus parientes y amigos, regresarán a su patria…
Pero la debilidad del joven sacerdote aumentó tanto que fue preciso acostarlo de nuevo. Una postración que duró algunas horas le tuvo como muerto entre las manos de Fergusson, el cual se sentía profundamente conmovido. Veía que aquella existencia se extinguía. ¿Tan pronto iba a perder a la víctima que habían arrancado del suplicio? Curó de nuevo las horribles úlceras del mártir y sacrificó la mayor parte de su provisión de agua para refrescar sus ardientes miembros. Le dedicó la atención más tierna e inteligente. El enfermo renacía poco a poco entre sus brazos, y recobraba el sentimiento, ya que no la vida.
El doctor sorprendió su historia entre sus palabras entrecortadas.
—Hable su lengua materna —le había dicho—. Le fatigara menos y yo la comprendo perfectamente.
El misionero era un humilde joven bretón, nacido en la aldea de Aradón, en pleno Morbihan. Emprendió por vocación la carrera eclesiástica, pero a esa vida de abnegación quiso añadir una vida de peligro, para lo cual ingresó en la orden de misioneros fundada por el glorioso san Vicente de Paúl. A los veinte años pasó de su país a las playas inhospitalarias de África. Y desde allí, poco a poco, superando obstáculos, desafiando privaciones, andando y orando, avanzó hasta el seno de las tribus que pueblan los afluentes del Nilo superior. Por espacio de dos años fue rechazada su religión, desconocido su celo, despreciada su caridad. Cayó prisionero de una de las más crueles tribus de Nyambara, que le trató de una manera horrible. Él, sin embargo, seguía enseñando, instruyendo, orando. Derrotada aquella tribu en uno de sus frecuentes combates con otras igualmente crueles, el misionero fue dado por muerto y abandonado. Entonces, en lugar de volver sobres sus pasos, continuó su peregrinación evangélica. Durante una temporada le tuvieron por loco, y aquélla fue la más tranquila de su vida. Se familiarizó con los idiomas de aquellas comarcas y siguió catequizando. Recorrió aquellas bárbaras regiones durante dos años más, empujado por esa fuerza sobrehumana que viene de Dios. Un año hacía que su celo evangélico le había llevado a una tribu de nyam-nyam llamada Barafri, que es una de las más salvajes. La inesperada muerte de su jefe, acaecida hacía unos días, le había sido achacada a él, por lo que se decidió inmolarlo. Cuarenta horas hacía que duraba su suplicio, que, como el doctor había supuesto, debía terminar con la muerte al día siguiente a las doce. Cuando oyó las detonaciones de las armas de fuego, sintió reaccionar en él el instinto de conservación y gritó: «¡A mí! ¡A mí!». Y creyó soñar cuando una voz venida de lo alto le dirigió palabras de consuelo.