—¡El árbol de guerra de los caníbales! —dijo el doctor—. Los indios arrancan el cuero cabelludo, y los africanos toda la cabeza.
—Claro, eso depende de la moda de cada país —dijo Joe.
La aldea de las cabezas sangrientas desapareció en el horizonte, y se presentó entonces otro espectáculo no menos repugnante: cadáveres medio devorados, esqueletos carcomidos y miembros humanos desparramados, dejados para pasto de hienas y chacales.
—Son, sin duda, cuerpos de criminales. Al igual que en Abisinia, los dejan a merced de los animales carniceros, que los devoran después de haberlos despedazado.
—No es mucho más cruel que la horca —dijo el escocés—. Tan sólo más asqueroso.
—En las regiones del sur de África —repuso el doctor— se encierra a los criminales en su propia choza, con su ganado y algunas veces con toda su familia, y les prenden fuego.
—Eso es, sin duda, una crueldad, pero convengo con Kennedy en que la horca no es menos bárbara.
Joe, con la excelente vista de que tan buen uso sabía hacer, distinguió en el horizonte algunas bandadas de aves de rapiña.
—Son águilas —exclamó Kennedy, tras haberlas reconocido con su anteojo—. Unos magníficos pájaros, cuyo vuelo es tan rápido como el nuestro.
—¡Líbrenos el cielo de sus ataques! ——dijo el doctor—. Para los que viajamos por el aire, son más terribles que las fieras y las tribus salvajes.
—¡Bah! —respondió el cazador—. Con unos cuantos tiros las ahuyentaríamos.
—Prefiero, amigo Dick, no tener que recurrir a tu habilidad; el tafetán del globo no resistiría sus picotazos. Afortunadamente, me parece que nuestra máquina, lejos de atraerlas, las asusta.
—Se me ocurre una idea —intervino Joe—. Hoy estoy en vena, y a cada instante brota de mi cerebro una nueva. Si pudiésemos formar un tiro de águilas vivas y engancharlas al globo, nos arrastrarían por los aires.
—El método ha sido propuesto en serio —respondió el doctor—, pero me parece poco practicable con animales tan ariscos por naturaleza.
—Las adiestraríamos —repuso Joe—. En lugar de ponerles bocado, las guiaríamos por medio de unas anteojeras que les tapasen los ojos.
Tapando uno de los dos, según cuál fuese éste, irían a derecha o a izquierda, y tapando los dos se detendrían.
—Permíteme, Joe, preferir un viento favorable a tus águilas de tiro; su manutención resulta más barata, y es más seguro.
—Se lo permito, señor, pero no echo la idea en saco roto.
Era mediodía. Desde hacía un rato, el Victoria avanzaba a una velocidad más moderada; la tierra ya no huía a sus pies, simplemente pasaba.
De pronto llegaron a oídos de los viajeros gritos y silbidos que les hicieron asomarse para ofrecerles un espectáculo emocionantísimo. Dos tribus se batían encarnizadamente, envolviéndose en nubes de flechas. Cegados por el furor de la pelea, los combatientes no se percataron de la llegada del Victoria. Eran unos trescientos, habiendo entre ellos algunos que, revolcándose en la sangre de los heridos, ofrecían un cuadro de lo más nauseabundo.
Al ver el globo, hicieron cesar un momento las hostilidades. Luego multiplicaron sus aullidos y dispararon algunas flechas contra la barquilla. Una de ellas pasó tan cerca que Joe la cogió al vuelo con la mano.
—¡Pongámonos fuera de tiro! —exclamó el doctor Fergusson—. No podemos permitirnos ninguna imprudencia.
Después de la tregua, empezó de nuevo la matanza con azagayas y hachas; en cuanto un enemigo caía, era instantáneamente decapitado por su adversario. Las mujeres tomaban parte en la refriega, recogiendo las ensangrentadas cabezas y apilándolas a ambos extremos del campo de batalla. A veces se peleaban para quedarse con los asquerosos trofeos.
—¡Repugnante escena! —exclamó Kennedy con profundo asco.
—¡Menuda pandilla! —dijo Joe—. Y sin embargo, si llevaran uniforme serían como todos los guerreros del mundo.
—¡Qué ganas tengo de intervenir en el combate! —repuso el cazador, apuntando con su carabina.
—¡No! —respondió al momento el doctor—. ¡No nos metamos en camisa de once varas! ¿Sabes acaso cuál de los dos bandos tiene razón para asumir el papel de la Providencia? Huyamos pronto de tan repugnante espectáculo. Si los grandes capitales pudieran dominar así el escenario de sus hazañas, acabarían tal vez por perder la afición a la sangre y las conquistas.
El jefe de una de las tribus se distinguía por una constitución atlética, unida a una fuerza hercúlea. Con una mano clavaba la lanza en las compactas filas de sus enemigos, y con la otra descargaba el hacha. En un momento dado, tiro su ensangrentada azagaya, se precipitó sobre un herido a quien cortó un brazo de un tajo, cogió el miembro aún palpitante y empezó a devorarlo.
—¡Qué horrible bestia! —dijo Kennedy—. ¡No puedo seguir conteniéndome!
Y el guerrero, herido de un balazo en la frente, cayó de espaldas. Al verlo caer, se apoderó de sus guerreros un profundo estupor. Aquella muerte sobrenatural los dejó helados y reanimó el ardor de sus adversarios, que les obligaron a abandonar el campo de batalla.
—Busquemos más arriba una corriente que nos aleje de aquí —dijo el doctor—. Este espectáculo me resulta vomitivo. Pero, por mucha que fuese la prisa que se dio en partir, tuvo que ver cómo la tribu victoriosa se precipitaba sobre los muertos y heridos y se disputaba aquella carne aún caliente, que devoraba con la mayor ansia.
—¡Qué asco! —dijo Joe—. ¡Es nauseabundo!
El Victoria se elevaba a medida que se iba dilatando. Los aullidos de la horda ebria de sangre lo siguieron algún tiempo; finalmente, fue impelido hacia el sur y se apartó de aquella escena de carnicería y antropofagia.
El terreno presentaba accidentes variados, y lo surcaban numerosos cursos de agua que fluían hacia el este; sin duda eran tributarlos de esos afluentes del lago Nu o del río de las Gacelas, del cual Lejean ha hecho detalles realmente curiosos.
Llegada la noche, el Victoria echó el ancla a 270 de longitud y 40 20' de latitud septentrional, después de una travesía de ciento cincuenta millas.
Oscurecía con gran rapidez. El doctor, sin poder reconocer el terreno, había enganchado el globo a un árbol muy alto, del cual distinguía a duras penas confusas formas.
Empezó su guardia a las nueve, como tenía por costumbre, y Dick le relevó a las doce.
—¡Vigilancia, Dick, mucha vigilancia! —recomendó el doctor.
—¿Hay alguna novedad?
—No, pero no puedo asegurar de una manera positiva dónde nos ha traído el viento, y creo haber oído debajo de nosotros vagos rumores. Un exceso de prudencia no resultará perjudicial.
—Habrás oído los gritos de algunas fieras.
—No, me ha parecido otra cosa… En fin, veremos; a la menor alarma no dejes de despertarnos.
—Duerme tranquilo.
El doctor, después de haber escuchado de nuevo con la mayor atención, sin oír nada de particular, se echó sobre su manta y no tardó en dormirse.
El cielo estaba cubierto de densas nubes, pero ni un soplo de aire turbaba la tranquilidad de la atmósfera. El Victoria, sujeto con una sola ancla, no experimentaba oscilación alguna.
Kennedy, acodado en la barquilla de manera que le permitiese vigilar el soplete, consideraba aquella oscura calma. Interrogaba el horizonte, y, como suele sucederles a quienes poseen un espíritu inquieto o previsor, de vez en cuando su mirada creía distinguir vagos resplandores.
Hasta hubo un momento en que creyó percibir uno muy claramente a doscientos pasos de distancia; pero no fue más que un destello, tras el cual no volvió a ver nada.
Era, sin duda, una de esas sensaciones luminosas que el aparato de la visión se forja en las oscuridades profundas.
Kennedy se tranquilizó y volvió a abismarse en su contemplación indecisa, cuando hendió los aires un agudo silbido.
¿Era el grito de un animal, de algún pájaro nocturno? ¿Salía de labios humanos?
Kennedy, comprendiendo la gravedad de la situación, estuvo a punto de despertar a sus compañeros, pero como, fueren hombres o animales, no estaban a su alcance, se limitó a comprobar que sus armas estaban cargadas y, con un anteojo de noche, abismó su mirada en el espacio.
Creyó vislumbrar debajo de la barquilla ciertas formas vagas que se deslizaban cuidadosamente hacia el árbol y, al pálido resplandor de un rayo de luna que se filtró como un relámpago entre dos nubes, reconoció claramente a un grupo de individuos que se agitaban en la sombra.
Recordó entonces la aventura de los cinocéfalos y tocó con la mano al doctor en el hombro.
El doctor se despertó inmediatamente.
—Silencio —dijo Kennedy—, hablemos en voz baja.
—¿Ocurre algo?
—Sí; despertemos a Joe.
En cuanto Joe se levantó, el cazador refirió lo que había visto.
—¿Otra vez los malditos monos? —dijo Joe.
—Es posible; pero debemos tomar precauciones.
—Joe y yo —dijo Kennedy— bajaremos al árbol por la escala.
—Y entretanto —respondió el doctor— yo tomaré mis medidas para poder ascender rápidamente.
—De acuerdo.
—Bajemos —dijo Joe.
—No hagáis uso de las armas más que en último extremo; es inútil revelar nuestra presencia en estos parajes.
Dick y Joe contestaron con un ademán. Se deslizaron sin ruido hacia el árbol y se colocaron en la horquilla formada por las dos gruesas ramas donde el ancla había clavado sus uñas.
Llevaban unos minutos escuchando, sin moverse y casi sin respirar, entre el follaje, cuando se produjo como un roce en la corteza y Joe asió la mano del escocés.
—¿Oye?
—Sí; se acerca.
—¿Será una serpiente? El silbido que ha oído…
—¡No! Tenía algo de humano.
—Prefiero que sean salvajes. Los reptiles me repugnan.
—El ruido aumenta —repuso Kennedy poco después.
—¡Sí! Algo sube, alguno trepa.
—Vigila este lado; yo me encargó del otro.
—Bien.
Se hallaban aislados en la cima de una robusta rama que arrancaba verticalmente del centro del baobab, que parecía él solo todo un bosque. La oscuridad, aumentada por el espeso follaje, era profunda; sin embargo, Joe, indicando a Kennedy la parte inferior del árbol, le dijo al oído:
—Negros.
Algunas palabras pronunciadas en voz baja llegaron a los dos viajeros.
Joe se preparó para disparar.
—Aguarda —dijo Kennedy.
Unos salvajes, en efecto se habían encaramado por el baobab; brotaban de todas partes, subiendo por las ramas como reptiles, con lentitud, pero con aplomo; les denunciaban las emanaciones de sus cuerpos, frotados con una grasa infecta.
No tardaron en aparecer dos cabezas ante Kennedy y Joe, justo a la altura de la rama que ocupaban.
—¡Atención! —dijo Kennedy—. ¡Fuego!
La doble detonación retumbó como un trueno y se extinguió entre gritos de dolor. En un momento, toda la horda había desaparecido.
Pero en medio de los aullidos había sonado un grito extraño, inesperado, imposible. De una boca humana salieron estas palabras pronunciadas en francés: «¡A mí! ¡A mí!».
Kennedy y Joe, atónitos, volvieron a la barquilla a toda prisa.
—¿Habéis oído? —les preguntó el doctor.
—¡Perfectamente!
—¡Un francés en manos de esos bárbaros!
—¿Un viajero?
—¡Un misionero tal vez!
—¡Pobrecillo! —exclamó el cazador—. ¡Lo están martirizando!
El doctor procuraba en vano ocultar su emoción.
—No hay duda —dijo—. Un desdichado francés ha caí do en manos de esos salvajes. Pero nosotros no partiremos sin haber hecho todo lo posible por salvarle. Al oí nuestros disparos, habrá pensado en un auxilio inesperado, en una intervención providencial. No defraudaremos su última esperanza. ¿No es éste vuestro parecer?
—No puede ser otro, Samuel, y dispuestos estamos a obedecerte.
—En tal caso, idearemos un plan y apenas amanezca intentaremos liberarlo.
—Pero ¿cómo lo separaremos de esos miserables negros? —preguntó Kennedy.
—Es evidente —dijo el doctor—, por la manera que han tenido de huir, que no conocen las armas de fuego. Debemos, pues, aprovecharnos de su terror; pero es preciso aguardar la madrugada para obrar, y urdir nuestro plan de salvamento según la disposición de los lugares.
—El desdichado no debe de estar lejos —dijo Joe—, porque…
—¡A mí! ¡A mí! —repitió la voz, más debilitada.
—¡Los muy bárbaros! —exclamó Joe, conmovido—. ¿Y si lo matan esta noche?
—¿Oyes, Samuel? —repuso Kennedy, cogiendo la mano del doctor—. ¿Y si lo matan esta noche?
—No es probable, amigos; los pueblos salvajes dan muerte a sus prisioneros durante el día; necesitan la luz del sol.
—¿Y si aprovechara las tinieblas de la noche —dijo el escocés—, para llegar hasta ese desdichado?
—¡Le acompaño, señor Dick!
—¡Deteneos, amigos, deteneos! Vuestra resolución honra vuestro corazón y vuestro valor; pero nos pondría en peligro a todos y acabaría de agravar la situación del que queremos salvar.
—¿Por qué? —replicó Kennedy—. Los salvajes están amedrentados y dispersos. No volverán.
—Dick, te lo suplico, obedéceme; mi objetivo es la salvación de todos. Si por casualidad te dejases sorprender, estaría todo perdido.
—Pero, ese infortunado, ¿qué aguarda, qué espera?
¡Ninguna voz responde a su voz!… ¡Nadie le socorre!… ¡Debe de creer que le han engañado sus sentidos, que no ha oído nada!…
—Se le puede tranquilizar —dijo el doctor Fergusson.
Y en pie, en medio de la oscuridad, formando con las manos una bocina, gritó con fuerza en la lengua del extranjero.
—¡Quienquiera que sea, tenga confianza! ¡Tres amigos velan por usted!
Le respondió un aullido terrible, que sin duda ahogó la respuesta del prisionero.
—¡Le degüellan…, le van a degollar! —exclamó Kennedy—. ¡Nuestra intervención no habrá servido más que para acelerar la hora del suplicio! ¡Es preciso actuar!
—Pero ¿cómo, Dick? ¿Qué pretendes hacer en medio de esta oscuridad?
—¡Oh…, si fuese de día! —exclamó Joe.
—¿Y qué harías si fuese de día? —preguntó el doctor, en un tono singular.
—Nada más sencillo, Samuel —respondió el cazador—. Bajaría a tierra y dispersaría a tiros a esa chusma.
—¿Y tú, Joe? —preguntó Fergusson.
—Yo, señor, obraría más prudentemente, haciendo llegar un aviso al prisionero para que huyera en una dirección convenida.