A las siete de la mañana, no sin grandes dificultades de esas que el pobre Joe sabía solucionar a las mil maravillas, desengancharon el ancla del árbol. El gas se dilató y el nuevo Victoria se elevó a doscientos pies del suelo. Primero vaciló, girando sobre sí mismo; pero atrapado luego por una corriente bastante activa, avanzó sobre el lago y fue empujado muy pronto a una velocidad de veinte millas por hora.
El doctor se mantuvo constantemente a una altura que variaba entre doscientos y quinientos pies. Kennedy descargaba con frecuencia su carabina. Cuando sobrevolaban las islas, los viajeros se acercaban a tierra imprudentemente, registrando con la mirada los cotos, los matorrales, los jarales, los puntos sombríos, todas las desigualdades de las rocas capaces de dar asilo a su compañero. Bajaban hasta situarse muy cerca de las largas piraguas que surcaban el lago. Los pescadores, al verles, se precipitaban al agua y regresaban a su isla, sin disimular en absoluto el miedo que sentían.
—No se ve nada —dijo Kennedy, después de dos horas de búsqueda.
—Aguardaremos, Dick, sin desanimarnos; no debemos de estar lejos del lugar del accidente.
A las once, el Victoria había avanzado noventa millas. Encontró entonces una nueva corriente que, en ángulo casi recto, lo impelió unas sesenta millas hacia el este. Planeaba sobre una isla muy extensa y poblada que, en opinión del doctor, debía de ser Farram, donde se encuentra la capital de los biddiomahs. Al doctor Fergusson le parecía que de todos los matorrales veía salir a Joe escapándose y llamándole. Libre, lo hubieran cogido sin dificultad; preso, se hubieran apoderado de él repitiendo la maniobra empleada con el misionero; pero nada apareció, nada se movió. Motivos había para desesperarse.
A las dos y media, el Victoria avistó Tangalia, aldea situada en la margen oriental del Chad y que marcó el punto extremo alcanzado por Denham en la época de su exploración.
Inquietaba al doctor la dirección persistente del viento. Se sentía empujado hacia el este, arrojado de nuevo al centro de África, a los interminables desiertos.
—Es absolutamente indispensable que nos detengamos ——dijo—, e incluso que tomemos tierra. Debemos regresar al lago, sobre todo por Joe; pero tratemos antes de encontrar una corriente opuesta.
Por espacio de más de una hora, buscó en diferentes zonas. El Victoria siguió derivando tierra adentro; pero, afortunadamente, a la altura de mil pies un viento muy fuerte lo condujo hacia el noroeste.
No era posible que Joe estuviese retenido en una de las islas del lago, pues hubiera hallado algún medio de manifestar su presencia. Tal vez le habían llevado a tierra. Así discurría el doctor cuando volvió a ver la orilla septentrional del Chad.
La idea de que Joe se hubiese ahogado era inadmisible. Un pensamiento horrible cruzó la mente de Fergusson y de Kennedy: los caimanes eran numerosos en aquellos parajes. Pero ni uno ni otro tuvieron valor para formular semejante preocupación. Sin embargo, resultaba tan insistente que el doctor dijo sin más preámbulos:
—Los cocodrilos no se encuentran más que en las orillas de las islas o del lago, y Joe habrá sido bastante diestro para no caer en sus garras. Además, no son muy peligrosos, pues los africanos se bañan impunemente sin temer sus ataques.
Kennedy no respondió; prefería callar a discutir tan terrible posibilidad.
El doctor distinguió la ciudad de Larl hacia las cinco de la tarde. Los habitantes estaban ocupados en la recolección del algodón delante de chozas formadas con cañas entretejidas, en medio de cercados muy limpios y cuidadosamente conservados. Aquella aglomeración de unas cincuenta cabañas ocupaba una ligera depresión de terreno en un valle que se extendía entre suaves colinas. La violencia del viento les hacía avanzar más de lo que les convenía; pero su dirección varió por segunda vez y condujo al Victoria precisamente a su punto de partida en el lago, en la especie de isla firme donde habían pasado la noche precedente. El ancla, en lugar de encontrar las ramas del árbol, hizo presa en las raíces de un haz de cañas a las que daba una gran resistencia el fango del pantano.
A duras penas pudo el doctor contener el aeróstato; pero, al fin, el viento amainó al llegar la noche, que los dos amigos pasaron en vela, casi desesperados.
A las tres de la mañana, el viento soplaba tan furiosamente que el Victoria no podía permanecer sin peligro cerca del suelo, ya que las cañas rozaban su tafetán y lo exponían a romperse.
—Tenemos que irnos, Dick —dijo el doctor—. No podemos seguir en esta situación.
—Pero ¿y Joe?
—¡No lo abandono! ¡Volveré a por él aunque el huracán me lleve a cien millas al norte! Pero aquí comprometemos la seguridad de todos.
—¡Partir sin él! —exclamó el escocés con gran dolor.
—¿Crees acaso —repuso Fergusson— que no tengo el corazón tan lacerado como tú? ¡Obedezco a una necesidad imperiosa!
—Estoy a tus órdenes —respondió el cazador—. Partamos.
Pero la partida ofrecía grandes dificultades. El ancla, profundamente hincada, resistía a todos los esfuerzos, y el globo, tirando en sentido inverso, aumentaba su resistencia. Kennedy no logró arrancarla; además, en la posición en que se hallaba su maniobra era muy peligrosa, porque se exponía a que el Victoria ascendiese antes de poder él montar en la barquilla.
No queriendo exponerse a una eventualidad de tanta trascendencia, el doctor hizo regresar a la barquilla al escocés, resignándose a cortar el cable del ancla. El Victoria dio en el aire un salto de trescientos pies y puso directamente rumbo al norte.
Fergusson no podía dejar de someterse a esa tormenta, de manera que se cruzó de brazos absorto en sus tristes reflexiones.
Después de algunos instantes de profundo silencio, se volvió hacia Kennedy, no menos taciturno.
—Tal vez hayamos tentado a Dios —dijo—. ¡No corresponde a los hombres emprender un viaje semejante!
Y se escapó de su pecho un doloroso suspiro.
—Hace apenas unos días —respondió el cazador— nos felicitábamos por haber escapado a tantos peligros. ¡Nos dimos los tres un apretón de manos!
—¡Pobre Joe! ¡Tan bondadoso! ¡Con un corazón tan valiente y franco! Deslumbrado momentáneamente por sus riquezas, a continuación sacrificaba gustoso sus tesoros. ¡Y ahora tan lejos de nosotros! ¡Y el viento nos arrastra a una velocidad irresistible!
—Dime, Samuel, admitiendo que haya hallado asilo entre las tribus del lago, ¿no podría hacer como los viajeros que las han visitado antes que nosotros, como Denham y Barth? Éstos regresaron a su país.
—¡No te hagas ilusiones, Dick! ¡Joe no sabe una palabra de la lengua del país! ¡Está solo y sin recursos! Los viajeros de que tú hablas no daban un paso sin enviar a los jefes numerosos presentes, sin llevar una gran escolta, sin estar armados y preparados para una expedición. ¡Y aun así, no podían evitar padecimientos y tribulaciones de la peor especie! ¿Qué quieres que haga nuestro desgraciado compañero? ¿Qué será de él? ¡Es horrible pensarlo! Jamás había experimentado pesar tan grande.
—Pero volveremos, Samuel.
—Volveremos, Dick, aunque tengamos que abandonar el Victoria, volver a pie al lago Chad y ponernos en comunicación con el sultán de Bornu. Los árabes no pueden haber conservado un mal recuerdo de los europeos.
—¡Te seguiré, Samuel! —respondió el cazador con energía—. ¡Puedes contar conmigo! ¡Antes renunciaremos a terminar este viaje! Joe se ha sacrificado por nosotros, ¡nosotros nos sacrificaremos por él!
Esta resolución devolvió algún valor al corazón de aquellos dos hombres. La idea en sí los fortaleció. Fergusson hizo todo lo imaginable para encontrar una corriente contraria que le acercase al Chad; pero en aquellos momentos era imposible, e incluso el descenso resultaba impracticable en un terreno pelado y reinando un huracán de tan espantosa violencia.
El Victoria atravesó también el país de los tibúes, salvó el Belad-el-Dierid, desierto espinoso que forma la frontera de Sudán, y penetró en el desierto de arena, surcado por largos rastros de caravanas. Muy pronto, la última línea de vegetación se confundió con el cielo en el horizonte meridional, no lejos del principal oasis de aquella parte de África, dotado de cincuenta pozos sombreados por árboles magníficos. Pero el globo no pudo detenerse. Un campamento árabe, tiendas de telas listadas, algunos camellos que estiraban sobre la arena su cabeza de víbora animaban aquella soledad; mas el Victoria pasó como una exhalación, y recorrió en tres horas una distancia de sesenta millas, sin que Fergusson pudiese dominar su rumbo.
—¡No podemos hacer alto! —dijo—. ¡No podemos tampoco bajar! ¡Ni un árbol! ¡Ni una prominencia en el terreno! ¿Vamos, pues, a pasar el Sahara? ¡Decididamente, el cielo está contra nosotros!
Así hablaba, con una rabia de desesperado, cuando vio, al norte, las arenas del desierto agitarse entre nubes de denso polvo y arremolinarse a impulsos de corrientes opuestas.
En medio del torbellino, quebrantada, rota, derribada, una caravana entera desaparecía bajo el alud de arena; los camellos lanzaban gemidos sordos y lastimosos; gritos y aullidos surgían de aquella niebla sofocante. A veces un traje multicolor destacaba entre aquel caos, y el mugido de la tempestad dominaba la escena de destrucción.
Luego la arena se acumuló formando nubes compactas, y donde momentos antes se extendía la lisa llanura, ahora se levantaba una colina aún agitada, inmensa tumba de una caravana engullida.
El doctor y Kennedy, pálidos, asistían a aquel terrible espectáculo. No podían manejar el globo, que se arremolinaba en medio de corrientes contrarias, y ya no obedecía a las diferentes dilataciones del gas. Envuelto en los torbellinos de la atmósfera, giraba con una rapidez vertiginosa, y la barquilla describía amplias oscilaciones; los instrumentos colgados bajo la tienda chocaban unos con otros hasta hacerse pedazos; los tubos del serpentín se enroscaban amenazando romperse y las cajas de agua se agitaban con estrépito. Los viajeros no podían oírse y se agarraban con crispación a las cuerdas, intentando luchar contra el furor del huracán.
Kennedy, con los cabellos revueltos, miraba sin hablar; pero el doctor había recobrado la audacia en medio del peligro y ninguna de sus violentas emociones se tradujo en su semblante, ni aun cuando, después de un último remolino, el Victoria se halló súbitamente detenido en medio de una calma inesperada. El viento del norte había ganado la partida y lo impelía en sentido inverso por el camino de la mañana, con no menos rapidez.
—¿Adónde vamos? —exclamó Kennedy.
—Dejemos actuar a la Providencia, amigo Dick; he hecho mal en dudar de ella; sabe mejor que nosotros lo que nos conviene, y ahí nos tienes regresando a los lugares que esperábamos no volver a ver.
Aquel terreno tan llano, tan igual durante la ida, se hallaba ahora revuelto, como el mar después de la tempestad. Una serie de pequeños montículos, apenas asentados, jalonaban el desierto; el viento soplaba con violencia y el Victoria volaba en el espacio.
La dirección seguida por los viajeros difería ligeramente de la que habían tomado por la mañana; así pues, hacia las nueve, en lugar de encontrar las orillas del Chad, todavía vieron el desierto que se extendía ante ellos.
Kennedy comentó el hecho.
—Da igual —respondió el doctor—. Lo importante es volver al sur; encontraremos de nuevo las ciudades de Bornu, Wuddle y Kuka, y no vacilaré en detenerme en ellas.
—Si a ti te parece bien, a mí también —respondió el cazador—. ¡Pero quiera el Cielo que no nos veamos reducidos a atravesar el desierto como aquellos desgraciados árabes! Lo que hemos visto es horrible.
—Y se repite con frecuencia, Dick. Las travesías por el desierto son mucho más peligrosas que por el océano. El desierto presenta todos los peligros del mar, además de fatigas y privaciones insostenibles.
—Me parece —dijo Kennedy— que el viento tiende a calmar. El polvo de los arenales es menos compacto, sus ondulaciones disminuyen y el horizonte se aclara.
—Mejor; es preciso examinar atentamente con el anteojo y que ningún objeto se nos escape.
—Me encargo de ello, Samuel. En cuanto aparezca un árbol, aviso.
Y Kennedy, con el anteojo en la mano, se colocó en la proa de la barquilla.
¿Qué era de Joe durante la vana búsqueda de su señor?
Tras arrojarse al lago, su primer movimiento al volver a la superficie fue levantar la vista. Vio entonces al Victoria, muy elevado ya, que subía más y más a gran velocidad, la cual poco a poco fue disminuyendo, y que luego, atrapado por una corriente violenta, desaparecía hacia el norte. Su señor, sus amigos, estaban salvados.
«Ha sido una suerte —se dijo— que se me haya ocurrido la idea de arrojarme al Chad. Si no, se le habría ocurrido al señor Kennedy, el cual tampoco habría vacilado en hacer lo que acabo de hacer yo, porque es muy natural que un hombre se sacrifique para salvar a dos. Eso es matemático».
Tranquilizado sobre este punto, Joe empezó a pensar en sí mismo. Se hallaba en medio de un lago inmenso rodeado de tribus desconocidas y, probablemente, feroces. Razón de más para procurar salir de apuros contando sólo con sus propias fuerzas. No podía hacer otra cosa.
Antes del ataque de las aves de presa, que, en su opinión, se habían comportado como auténticos quebrantahuesos, había distinguido una isla en el horizonte; resolvió, pues, dirigirse a ella, y empezó a desplegar todos sus conocimientos en el arte de la natación, después de desprenderse de sus más pesadas prendas de vestir. No le arredraba en absoluto un paseo de cinco o seis millas; por eso mientras estuvo en el lago no se preocupó más que de nadar con vigor y en línea recta.
Al cabo de hora y media, la distancia que le separaba de la isla había disminuido considerablemente.
Pero, a medida que se acercaba a la orilla, cruzo por su mente una idea que, siendo en un principio pasajera, se apoderó luego tenazmente de su cerebro. Sabía que poblaban las orillas del lago enormes caimanes cuya voracidad conocía.
Por más que tuviese la manía de que todo es natural en este mundo, el buen muchacho estaba preocupado sin poderlo remediar; antojósele que la carne blanca debía de halagar muy particularmente el paladar de los cocodrilos, y, por consiguiente, se iba acercando a la playa con las mayores precauciones. En esta disposición de ánimo, hallándose a unas cien brazas de una margen coronada de verdes árboles, llegó a su olfato una bocanada de aire cargado de un fuerte olor a almizcle.