El Victoria, tras haberse acercado poco a poco a tierra, enganchó una de sus anclas en la copa de un árbol, cerca de la plaza del mercado.
En aquel momento toda la población salía de sus madrigueras, asomando la cabeza con circunspección. Varios waganga, a quienes se reconocía por sus insignias de conchas cónicas, se acercaron resueltamente a los viajeros. Eran los magos del lugar. Llevaban colgando de la cintura calabacitas negras untadas con grasa y varios objetos de magia de una suciedad verdaderamente doctoral. Poco a poco, la muchedumbre siguió su ejemplo; salieron de todas partes niños y mujeres, y hubo ruido de tambores, y palmoteos, y millares de manos levantadas hacia el cielo.
—Ésa es su manera de orar —dijo el doctor Fergusson—. Si no me equivoco, estamos llamados a representar un importante papel.
—Pues bien, señor, represéntelo.
—Tal vez tú, mi buen Joe, te conviertas en un dios.
—No lo sentiría, señor; no me disgusta el olor del incienso.
En aquel mismo momento, uno de los magos, un myanga, hizo un ademán, y el clamor se transformó en un profundo silencio. El hombre les dirigió algunas palabras a los viajeros, pero en una lengua desconocida.
El doctor Fergusson, que no había entendido absolutamente nada, dijo lo primero que se le ocurrió en árabe, lengua en la que obtuvo inmediata y pronta respuesta.
El orador pronunció, con una verbosidad suma, una arenga muy florida que fue escuchada con religiosa atención; el doctor no tardó en comprender que el Victoria había sido tomado por la Luna en persona, amable dios que se había dignado acercarse a la ciudad con sus tres hijos, honra incomparable que permanecería eternamente grabada en la memoria de aquella tierra tan amada del Sol.
El doctor respondió, con gran dignidad, que la Luna realizaba cada mil años una gira por todas las provincias para que sus adoradores la viesen más de cerca, y les suplicó que le diesen a conocer sus necesidades y deseos sin miedo de abusar de su divina presencia.
El mago dijo entonces que el sultán, el mwani, enfermo desde hacía muchos años, imploraba la ayuda del cielo, y que él invitaba a los hijos de la Luna a que fuesen a visitarle.
El doctor hizo partícipes a sus compañeros de la invitación.
—¿Y serás capaz de ir a visitar a ese rey negro? —preguntó el cazador.
—¡Sin duda! ¿Qué inconveniente hay? Me parece que los ánimos están dispuestos a nuestro favor; la atmósfera está tranquila, no se mueve ni la hoja de un árbol. Por el Victoria, nada tenemos que temer.
—¿Y qué harás?
—No te preocupes, amigo Dick; con un poco de medicina saldré del paso. —Luego, dirigiéndose al público, añadió—: La Luna, compadeciéndose del soberano a quien tan acendrado cariño profesan los hijos del Unyamwezy, nos ha confiado su curación. ¡Prepárese, pues, a recibirnos!
Los gritos, los cantos y las demostraciones se multiplicaron y todo aquel hormiguero de cabezas negras se puso de nuevo en movimiento.
—Ahora, amigos, hay que prepararse para cualquier eventualidad. En un momento dado, podemos vernos obligados a partir rápidamente. Así pues, Dick se quedará en la barquilla y, por medio del soplete, mantendrá una fuerza ascensional suficiente. El ancla está sólidamente sujeta; no hay que temer nada. Yo bajaré a tierra. Joe me acompañará, pero se quedará al pie de la escala.
—¡Cómo! —exclamó Kennedy—. ¿Vas a ir solo a casa de ese salvaje?
—¡Señor! —le secundó Joe—. Entonces, ¿no quiere que le acompañe hasta la conclusión de la aventura?
—No, iré solo. Estas buenas gentes creen que ha venido a visitarles su gran diosa la Luna, así que la superstición nos protege. Nada temáis, pues, y permaneced cada cual en el puesto que le he asignado.
—Si ése es tu deseo… —respondió el cazador.
—Vigila la dilatación del gas.
—Puedes marcharte tranquilo.
Los gritos de los indígenas iban en aumento; reclamaban la intervención del cielo.
—¡Escuche! —dijo Joe—. Percibo una actitud un tanto imperiosa hacia la bondadosa Luna y sus divinos hijos.
El doctor, provisto de su botiquín de viaje, bajó a tierra precedido de Joe. Éste, grave y digno como exigían las circunstancias, se sentó junto a la escala con las piernas cruzadas a la usanza árabe, y parte de la multitud formó un círculo respetuoso a su alrededor.
Entretanto, el doctor Fergusson, conducido al son de numerosos instrumentos y escoltado por un grupo que ejecutaba danzas religiosas, marchó lentamente hacia el tembé real, situado en las afueras de la ciudad. Eran las tres, y el sol, haciéndose sin duda cargo de la solemnidad del acto, resplandecía.
El doctor andaba con dignidad; los waganga lo rodeaban y contenían a la multitud que se agolpaba a su paso. Al poco se unió a la comitiva el hijo natural del sultán, un jovencito de buena figura que, según la costumbre del país, era el único heredero de los bienes paternos, con exclusión de los hijos legítimos. El príncipe se prosternó reverentemente ante el hijo de la Luna, el cual, con un ademán solemne, le hizo levantarse.
Después de tres cuartos de hora de marcha por senderos sombríos, entre el lujo de una vegetación tropical, la entusiasmada procesión llegó al palacio del sultán, una especie de edificio cuadrado, llamado Ititenya, situado en la ladera de una colina. El techo de bálago, apoyado en postes de madera que querían parecer esculpidos, formaba como un alero. Adornaban las paredes largas líneas de arcilla rojiza que intentaban reproducir figuras de hombres y de serpientes, pareciéndose más al natural éstas que aquéllos. No había ventanas; sólo una puerta de muy poca consideración. Sin embargo, el aire circulaba interiormente con la mayor libertad, gracias a la abertura que dejaba la techumbre al no descansar directamente sobre las paredes del edificio.
El doctor Fergusson fue recibido con grandes honores por los guardias y los favoritos, pertenecientes a la hermosa raza de los wanyamwezi, tipo puro de las poblaciones de África central. Eran hombres fuertes y robustos, sanos y bien formados. Caían sobre sus hombros los cabellos divididos en mechones minuciosamente trenzados, y desde las sienes hasta la boca surcaban sus mejillas numerosas incisiones negras o azules. Sus orejas, horriblemente grandes, estaban adornadas con discos de madera y placas de copal, y cubrían su cuerpo con telas pintadas de colores brillantes. Los soldados iban armados con azagayas, arcos, flechas envenenadas con zumo de euforbio, cuchillos y largos sables llamados simes, dentados como sierras, amén de con un sinfín de hachas.
El doctor penetró en el palacio, donde a pesar de la enfermedad del sultán, el estrépito, que era ya terrible, aumentó. En el dintel de la puerta vio rabos de liebre y crines de cebra colgados a modo de talismán. Fue recibido por el tropel de esposas de Su Majestad al armonioso son del upatu, especie de címbalo hecho con el fondo de una cacerola de cobre, y el estruendo del kilindo, un tambor de cinco pies de altura construido con el tronco ahuecado de un árbol, que dos virtuosos tocaban a puñetazos.
La mayor parte de las mujeres parecían muy guapas, y fumaban, riendo, thang y tabaco en grandes pipas negras; revelaban muy buenas formas bajo las largas túnicas dispuestas con gracia y ceñidas al talle con su kilt de fibras de calabaza entretejidas. Seis de ellas formaban un grupo separado de las demás a causa del cruel suplicio a que se las tenía destinadas, pese a lo cual demostraban la misma alegría que el resto. A la muerte del sultán debían ser enterradas vivas junto al cadáver de éste, para proporcionarle alguna distracción en su eterna soledad.
El doctor Fergusson, tras haber abarcado todo el conjunto de una soja ojeada, se acercó a la cama de madera del soberano. Allí vio a un hombre de unos cuarenta años, completamente embrutecido por orgías de toda clase y por el cual no se podía hacer nada. Su enfermedad, que se prolongaba desde hacía años, no era más que una borrachera crónica y continua. El real borracho casi había perdido el conocimiento, y ni todo el amoníaco del mundo le habría hecho volver en sí.
Durante la solemne visita, los favoritos y las mujeres se inclinaban flexionando las rodillas. El doctor, por medio de algunas gotas de un poderoso estimulante, consiguió reanimar instantáneamente aquel cuerpo embrutecido. El sultán hizo un movimiento, y ese síntoma, en un hombre casi cadáver que no daba signos de vida desde hacía horas, fue acogido con gritos en honor del médico.
Éste, cansado ya de tanta farsa, se abrió paso entre sus demasiado entusiastas adoradores y salió del palacio para dirigirse al Victoria. Eran las seis de la tarde.
Durante su ausencia, Joe aguardaba tranquilamente al pie de la escala, siendo objeto de la mayor veneración. Como verdadero hijo de la Luna, él se dejaba adorar. Para ser una divinidad, su actitud era la de un buen hombre, nada soberbio e incluso de trato familiar con las jóvenes africanas, que no se cansaban de contemplarlo. Él les dirigía las más amables frases.
—Adorad, señoritas, adorad —les decía—. ¡Aunque hijo de diosa, no soy más que un pobre diablo!
Le presentaron ofrendas propiciatorias, que normalmente se depositaban en los mzimu o chozas-fetiches, y que consistían en espigas de cebada y en pombé. Joe se creyó en la obligación de probar aquella especie de cerveza fuerte, pero su paladar, aunque acostumbrado a la ginebra y el whisky, no pudo resistirla. Hizo una mueca horrible, que sus adoradores tomaron, por una amable sonrisa.
A continuación, las jóvenes, cantando a coro una melopea, ejecutaron a su alrededor una danza muy grave.
—¡Conque sabéis bailar! —exclamó el muchacho—. Pues yo no he de quedarme corto con vosotras. Os enseñaré un baile de mi país.
Y empezó una giga aturdidora, estirándose, encogiéndose, retorciéndose, bailando apoyado en los pies, en las rodillas, en las manos, girando de mil maneras a cuál más extravagante, adoptando actitudes increíbles, haciendo gestos imposibles, en definitiva, dando a aquellas gentes una extraña idea de la manera que tienen los dioses de bailar en la Luna.
Y todos aquellos africanos, imitadores como monos, quisieron reproducir sus maneras, sus cabriolas, sus movimientos; no se perdían un gesto, no olvidaban una postura, y aquello se convirtió en un delirio, una tremolina, una tempestad de carne y huesos de la que resulta imposible dar la más pequeña idea. En lo mejor de la fiesta, Joe vio acercarse al doctor.
Éste regresaba precipitadamente, en medio de una chusma aulladora y desordenada. Los magos y los jefes parecían muy enojados. Rodeaban al doctor, lo empujaban y le amenazaban. ¡Extraño giro! ¿Qué había sucedido? ¿Había sucumbido torpemente el sultán entre las manos de su médico celestial?
Kennedy, desde la barquilla, vio el peligro sin comprender la causa. El globo, imperiosamente solicitado por la dilatación del gas, tensaba la cuerda que lo sujetaba, impaciente por elevarse. El doctor llegó al pie de la escala. Un temor supersticioso contenía aún a la multitud y le impedía actuar con violencia contra su persona. El doctor subió rápidamente los escalones y Joe le siguió con agilidad.
—No hay que perder un instante —le dijo su señor—. ¡No intentes desenganchar el ancla! ¡Cortaremos la cuerda! ¡Sígueme!
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Joe, entrando en la barquilla.
—¿Qué ha sucedido? —dijo Kennedy, con la carabina en la mano.
—Mirad —respondió el doctor, señalando el horizonte.
—¿Y bien? —preguntó el cazador.
—¿Y bien? ¡La Luna!
La Luna, en efecto, roja y espléndida, destacaba como un globo de fuego sobre un fondo azul. ¡Era ella! ¡Ella y el Victoria! ¡O había dos lunas, o los extranjeros eran unos impostores, unos intrigantes, unos falsos dioses!
Tales habían sido las reflexiones naturales de la muchedumbre. De ahí el giro que habían dado los acontecimientos.
Joe soltó una carcajada. La población de Kazeh, comprendiendo que se les escapaba la presa, lanzó prolongados aullidos; arcos y mosquetes apuntaron hacia el globo.
Pero uno de los magos hizo un signo y todos bajaron las armas; el mago se encaramó al árbol con intención de coger la cuerda del ancla y obligar a la máquina a bajar.
Joe cogió un hacha.
—¿Corto? —dijo.
—Aguarda —respondió el doctor.
—Pero, ese negro…
—Tal vez podamos salvar el ancla, y me conviene no perderla. Para cortar siempre habrá tiempo.
El mago, ya en el árbol, rompió las ramas con sus maniobras y desenganchó el ancla; ésta, violentamente arrastrada por el aeróstato, agarró entre las piernas al pobre mago, el cual, montado en aquel hipogrifo inesperado, partió hacia las regiones del aire.
Inmenso fue el asombro de la multitud al ver lanzarse al espacio a uno de sus waganga.
—¡Hurra! —exclamó Joe, en tanto que el Victoria, gracias a su poder ascensional, subía con gran rapidez.
—Se agarra bien —dijo Kennedy—; un paseíto no le vendrá mal.
—¿Lo soltaremos de golpe? —preguntó Joe.
—¡No! —replicó el doctor—. Le dejaremos en tierra tranquilamente, y creo que después de esta aventura su poder de mago crecerá singularmente en el ánimo de sus contemporáneos.
—Capaces son de convertirlo en dios —exclamó Joe.
El Victoria había alcanzado una altura de aproximadamente mil pies.
El negro se agarraba a la cuerda con una energía increíble. Permanecía en silencio y con la mirada fija. Había en su terror algo de asombro. Un ligero viento del oeste empujaba el globo más allá de la ciudad.
Media hora después, el doctor, viendo el país desierto, moderó la llama del soplete y se acercó a tierra. Al llegar a veinte pies de ella, el negro tomó rápidamente la iniciativa: soltó la cuerda, cayó de pie y echó a correr hacia Kazeh mientras el Victoria, súbitamente libre de aquel lastre, subía otra vez a gran altura.
—He aquí las consecuencias —dijo Joe— de hacerse pasar por hijos de la Luna sin su permiso. Este satélite ha querido jugarnos una mala pasada. ¿Acaso, señor, ha comprometido su reputación con su medicina?
—En resumidas cuentas —intervino el cazador—, ¿quién era el sultán de Kazeh?
—Un borracho medio muerto —respondió el doctor—, cuya pérdida será poco sentida. Pero la moraleja de todo lo que ha pasado es que los honores son efímeros y no conviene aficionarse a ellos demasiado.
—Es una lástima —replicó Joe—. La cosa me iba a pedir de boca. ¡Ser adorado! ¡Hacer el dios a mi arbitrio! Pero ¿qué le vamos a hacer? Ha aparecido la Luna, y muy roja, lo cual demuestra claramente que estaba enfadada.