Authors: Noah Gordon
La señorita Burnham hizo que todos los chicos se turnaran en llegar a la escuela más temprano para quitar las cenizas y cargar el depósito de leña. Aunque Chamán nunca lo pensó en esos términos, su vida había experimentado un cambio radical porque Marshall Byers no había podido resistir la tentación de acariciar unos pechos adolescentes.
En los primeros y gélidos días de marzo, cuando el suelo de la pradera aún estaba helado y duro como una piedra, los pacientes se apiñaban todas las mañanas en la sala de espera de Rob J. Al llegar la hora de cerrar la consulta, él se obligaba a hacer todas las visitas que podía, porque unas semanas más tarde el barro convertiría los viajes en una tortura. Cuando Chamán no estaba en la escuela, su padre le permitía acompañarlo a hacer las visitas, porque el niño se ocupaba del caballo y él podía entrar rápidamente a atender al paciente.
Un día gris, a últimas horas de la tarde, se encontraban en el camino del río; acababan de visitar a Freddy Wall, que tenía pleuresía.
Rob J. estaba tratando de decidir si iba a visitar a Anne Frazier, que había estado enferma todo el invierno, o si dejaba la visita para el día siguiente, cuando de la arboleda salieron tres hombres a caballo. Iban envueltos en pesados abrigos para protegerse del frío, igual que los Cole, pero a Rob J. no le pasó por alto que cada uno de ellos tenía un arma colgada a un costado, dos pistolas en el cinturón que llevaban fuera del abultado abrigo, y la tercera en una pistolera sujeta a la parte delantera de la montura.
—Usted es el médico, ¿no?
Rob J. asintió.
—¿Quiénes son ustedes?
—Tenemos un amigo que necesita un médico urgentemente. Ha sufrido un pequeño accidente.
—¿Qué clase de accidente? ¿Se ha roto algún hueso?
—No. Bueno, no estamos seguros. Tal vez. Un disparo. Aquí -aclaró tocándose el brazo izquierdo, a la altura del hombro.
—¿Ha perdido mucha sangre?
—No.
—Bueno, lo atenderé, pero antes debo llevar al niño a casa.
—No -repitió el hombre, y Rob J. se lo quedó mirando-. Sabemos dónde vive; su casa está al otro lado del pueblo. Tenemos que hacer un largo viaje para llegar a donde está nuestro amigo.
—¿Muy largo?
—Casi una hora.
Rob J. suspiró.
—Llévenos-dijo.
El hombre que había hablado abrió la marcha. Rob J. se dio cuenta de que los otros dos hombres esperaron a que él lo siguiera y avanzaron detrás, escoltándolo.
Rob J. estaba seguro de que al principio cabalgaron hacia el norte.
Notó que volvían sobre sus pasos y que de vez en cuando daban un rodeo, como suele hacer un zorro acosado. La estratagema funcionó, porque enseguida quedó desorientado y perdido. Aproximadamente al cabo de medía hora llegaron a unas colinas arboladas que se alzaban entre el río y la pradera. Entre las colinas había lodazales; ahora el hielo los hacía transitables, pero en cuanto la nieve empezara a fundirse se convertirían en fosos llenos de barro.
El que encabezaba la marcha se detuvo.
—Tengo que vendarles los ojos.
Rob J. sabía que era mejor no protestar.
—Un momento -dijo, y se volvió para mirar a Chamán-. Te van a vendar los ojos, pero no te asustes-le explicó a su hijo, y se sintió más tranquilo cuando Chamán asintió.
El pañuelo que tapaba los ojos de Rob J. no estaba muy limpio, y confió en que Chamán hubiera tenido más suerte; le repugnó la idea de que el sudor y los mocos secos de un desconocido estuvieran en con tacto con la piel de su hijo.
Ataron con una correa el caballo de Rob J. A éste le pareció que cabalgaban durante mucho rato entre las colinas, pero tal vez el tiempo le pasaba más lentamente porque llevaba los ojos vendados. Finalmente notó que su caballo empezaba a subir por una ladera, y enseguida se de tuvo Cuando le quitaron el pañuelo de los ojos vio que estaban delante de una pequeña construcción, más parecida a una choza que a una cabaña, debajo de unos árboles altos. El día empezaba a apagarse, y sus ojos se adaptaron rápidamente a la luz. Vio que su hijo parpadeaba.
—¿Estás bien, Chamán?
—Muy bien, papá.
Conocía ese rostro. Al estudiarlo detenidamente vio que Chamán era lo suficientemente sensato para estar asustado. Pero cuando golpea ron el suelo con los pies para que la sangre volviera a circular normal mente y entraron en la choza, a Rob J. le resultó en cierto modo divertido comprobar que a su hijo le brillaban los ojos no sólo de temor sino de interés, y se enfureció consigo mismo por no haber encontrado la forma de dejar a su hijo fuera de peligro.
En la chimenea había algunas brasas encendidas y la atmósfera era cálida pero pesada. No había muebles. Un hombre gordo estaba tendido en el suelo, apoyado contra una montura, y a la luz de la lumbre Chamán vio que era calvo pero que en la cara tenía tantos pelos negros y gruesos como la mayoría de los hombres tienen en la cabeza. Las mantas arrugadas que había en el suelo indicaban dónde habían dormido los otros hombres.
—Habéis tardado mucho -dijo el gordo.
En la mano tenía una jarra negra; dio un trago y empezó a toser.
—No nos hemos entretenido-dijo en tono hosco el hombre que había guiado el caballo de Rob. Cuando se quitó la bufanda que le tapaba la cara, Chamán vio que tenía una pequeña barba blanca y que parecía mayor que los otros. El hombre apoyó una mano en el hombro de Chamán y se lo apretó-. Sentado -le dijo como si estuviera hablando a un perro.
Chamán se agachó cerca del fuego. Estaba contento de estar allí por que veía muy bien la boca del herido y la de su padre.
El más viejo sacó el arma de la pistolera y apuntó con ella a Chamán.
—Más le vale curar a nuestro amigo, doctor.
El niño sintió pánico. El agujero del cañón del arma parecía un ojo redondo que lo mirara fijamente.
—No haré nada mientras alguien sostenga un arma -le dijo Rob J. al hombre que estaba en el suelo.
El gordo pareció reflexionar.
—Largaos-les dijo a sus hombres.
—Antes de salir -intervino Rob J.-, añadan más leña al fuego y pongan agua a hervir. ¿Tienen otra lámpara?
—Un farol -dijo el hombre mayor.
—Tráigalo. -Rob J. puso la mano sobre la frente del gordo. Le desabotonó la camisa y se la abrió-. ¿Cuándo ocurrió?
—Ayer por la mañana. -El hombre miró a Chamán con expresión torva-. Este es su chico.
—Mi hijo pequeño.
—El sordo.
—Al parecer sabe algunas cosas sobre mi familia.
El hombre asintió.
—El mayor es el que algunos dicen que es hijo de mi hermano Will.
Se parece un poco a mi Willy, ya está hecho un demonio. ¿Sabe quién soy?
—Me lo imagino. -En ese momento Chamán vio que su padre se inclinaba un par de centímetros hacia delante y que clavaba la mirada en el hombre-. Los dos son mis hijos. Si se refiere al mayor… es mi hijo mayor. Y usted va a mantenerse apartado de él en el futuro, como lo estuvo en el pasado.
El hombre sonrió.
—Bueno, ¿y por qué no iba a reclamarlo?
—La razón más importante es que él es un chico fantástico y honesto y tiene la posibilidad de hacer una vida decente. Y si fuera hijo de su hermano, usted no querría verlo donde está usted ahora, tumbado, como un animal herido y acosado, en la mugre de la apestosa pocilga que le sirve de escondite.
Se miraron fijamente durante un instante. Luego el hombre se movió e hizo una mueca, y Rob J. empezó a atenderlo. Apartó la jarra y le quitó la camisa.
—Es una herida sin salida.
—La maldita bala está allí, se lo aseguro. Supongo que cuando empiece a hurgar me hará un daño terrible. ¿Puedo dar un par de tragos más?
—No. Le daré algo que lo hará dormir.
El hombre lo miró furioso.
—No voy a dormirme para que haga lo que le dé la gana sin que yo pueda defenderme.
—Usted decide -respondió Rob.
Le devolvió al hombre la jarra y lo dejó beber mientras esperaba que el agua terminara de calentarse. Luego, con jabón tosco y un trapo limpio que cogió de su maletín, lavó la zona de alrededor de la herida, que Chamán no podía ver claramente. El doctor Cole cogió una delgada sonda de acero y la deslizó en el agujero abierto por la bala. El gordo quedó paralizado, abrió la boca y sacó completamente su lengua roja y larga.
—Está metida casi hasta el hueso, pero no hay fractura. La bala debía de estar casi muerta cuando lo alcanzó.
—Soy un tipo con suerte -comentó el hombre-. El hijo de puta estaba a bastante distancia.
Tenía la barba empapada de sudor, y la piel había adquirido un tono grisáceo.
El padre de Chamán cogió un fórceps del maletín.
—Esto es lo que voy a utilizar para quitarla. Es mucho más grueso que la sonda. Va a sentir mucho más dolor. Será mejor que confíe en mí -dijo sencillamente.
El paciente giró la cabeza y Chamán no pudo ver lo que decía, pero debió de pedir algo más fuerte que el whisky. Su padre cogió un cono de éter del maletín y le hizo una señal a Chamán, que le había visto administrar éter en varias ocasiones pero nunca lo había ayudado. Sujetó el cono cuidadosamente sobre la boca y la nariz del gordo mientras su padre dejaba caer el éter gota a gota. El agujero dejado por la bala era más grande de lo que Chamán había imaginado, y tenía un borde de color morado. Cuando el éter surtió efecto, su padre introdujo el fórceps con mucho cuidado y poco a poco. En el borde del agujero apareció una gota roja y brillante que se deslizó por el brazo del hombre.
Pero el fórceps llevaba atrapada una bala de plomo cuando su padre lo retiró. Rob J. la lavó y la colocó sobre la manta para que el hombre la viera cuando volviera en sí.
Cuando hizo entrar a los hombres, éstos llevaban un cazo de judías blancas que conservaban congelado en el tejado. Después de ponerlo sobre el fuego, le dieron un poco a Chamán y a su padre. Tenía trozos de algo que podía ser conejo, y Chamán pensó que debían de haberle agregado melaza, pero se lo comió ávidamente.
Después de cenar, Rob J. calentó más agua y se dedicó a lavar todo el cuerpo del paciente, cosa que al principio los otros hombres miraron con suspicacia y luego con aburrimiento. Se acostaron y fueron que dándose dormidos, pero Chamán permaneció despierto. Enseguida vio las horribles náuseas que atacaban al paciente.
—El whisky y el éter no son una buena combinación-le explicó su padre-. Vete a dormir. Yo me ocuparé.
Chamán hizo lo que su padre le decía. Una luz gris se filtraba por las grietas de las paredes cuando su padre lo despertó y le dijo que se abrigara para salir. El gordo seguía acostado y los miraba.
—Le dolerá mucho durante dos o tres semanas -advirtió Rob J.-.
Voy a dejarle un poco de morfina; no es mucho pero es todo lo que llevo. Lo más importante es mantener la herida limpia. Si empieza a gangrenarse, llámeme y vendré inmediatamente.
El hombre resopló.
—Estaremos muy lejos de aquí.
—Bueno, si tiene problemas envíe a buscarme. Iré a verlo esté donde esté.
El hombre asintió.
—Págale bien -le dijo al hombre de la barba blanca; éste cogió un fajo de billetes y se lo entregó. El padre de Chamán retiró sólo dos y dejó caer el resto sobre la manta.
—Un dólar y medio por la visita nocturna y cincuenta centavos por el éter. -Empezó a salir pero se volvió-. ¿Saben algo de un tal Ellwood Patterson? A veces viaja con un sujeto llamado Hank Cough y con otro más joven llamado Lenny.
Los hombres lo miraron inexpresivos. El que estaba en el suelo sacudió la cabeza. El padre de Chamán asintió, y ambos salieron; el aire sólo olía a árboles.
Esta vez sólo los acompañó el hombre que había encabezado la marcha el día anterior. Esperó a que estuvieran montados y volvió a taparles los ojos con los pañuelos. Rob J. oyó la respiración cada vez más rápida de su hijo y sintió deseos de haberle hablado mientras podía verle los labios.
Aguzó el oído. Oyó los cascos de un caballo que iba delante y pensó que llevaba al suyo atado. Detrás no sonaba ningún casco. Pero, era muy posible que esos hombres tuvieran a alguien esperando en el camino.
Lo único que tendría que hacer sería dejarlos pasar, inclinarse hacia delante, colocar el arma a unos centímetros de una cabeza con los ojos vendados, y apretar el gatillo.
Fue un largo camino. Cuando por fin se detuvieron, Rob J. pensó que si tenían que dispararle lo harían ahora. Pero les quitaron el vendaje de los ojos.
—Siga cabalgando en esa dirección, ¿entendido? Enseguida encontrará las marcas que ya conoce.
Rob J. asintió, pero no le dijo al hombre que ya había reconocido el sitio. Se alejaron en una dirección, y el pistolero en otra.
Rob J. se detuvo finalmente en un bosquecillo para que pudieran hacer sus necesidades y estirar las piernas.
—Chamán -dijo-, ¿viste mi conversación con el individuo que es taba herido?
El chico asintió.
—¿Entendiste de qué hablábamos?
Chamán volvió a asentir.
Rob J. le creyó.
—¿Cómo es posible que entendieras una conversación como ésa?
¿Alguien te ha estado diciendo cosas sobre… sobre tu hermano?
No quiso mencionar a su madre.
—Algunos chicos, en la escuela…
Rob J. vio los ojos de un anciano en el joven rostro.
—Bueno, Chamán, ésa es la cuestión. Creo que lo que ocurrió, el haber estado con esa gente, haber atendido a ese hombre herido, y sobre todo la conversación que él y yo mantuvimos…, creo que todo eso debería ser un secreto. Entre tú y yo. Porque contárselo a tu hermano y a tu madre podría causarles daño. Producirles angustia.
—Sí, papá.
Volvieron a montar. Había empezado a soplar una suave brisa. “El chico estaba bien -pensó-; por fin había llegado el deshielo de la primavera. En uno o dos días empezarían a formarse las corrientes.” Un instante después quedó sorprendido por la voz inexpresiva de su hijo.
—Quiero ser como tú, papá. Quiero ser un buen médico.
A Rob J. se le llenaron los ojos de lágrimas. No era el momento adecuado -ahora que estaba de espaldas a Chamán y que el niño tenía frío, hambre y cansancio-para intentar explicar que algunos sueños son imposibles de realizar para un sordo. Tuvo que conformarse con estirar sus largos brazos hacia atrás y apretar a su hijo contra su cuerpo. Notó la frente de Chamán contra su espalda y dejó de atormentarse. Por un instante, mientras el caballo avanzaba con dificultad de regreso hacia el hogar, se dejó tentar por el sueño como un hombre muerto de hambre que tiene miedo de tragarse un plato de dulces.