Authors: Noah Gordon
—Me he enterado de que sientes compasión por los hombres sometidos a la esclavitud.
ROb J. quedó perplejo ante el comentario. Conocía sólo de vista al agente comercial. George Cliburne tenía fama de hombre de negocios eficaz; se decía que era astuto pero honrado.
—Mis puntos de vista personales no interesan a nadie. ¿Quién ha podido contarle eso?
—El doctor Barr.
Recordó la conversación con el doctor Naismith en la Asociación de Médicos. vio que Cliburne miraba a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía.
—Aunque nuestro Estado ha prohibido la esclavitud, los asesores jurídicos de Illinois reconocen el derecho de quienes viven en otros Estados a poseer esclavos. Así que los esclavos que han huido de los Esta dos del Sur, al llegar aquí son hechos prisioneros y devueltos a sus amos. Se los trata con crueldad. He visto con mis propios ojos una enorme casa de Springfield en la que se han dispuesto celdas diminutas provistas de gruesas manillas y grilletes sujetos a la pared.
“Algunos de nosotros -personas que pensamos de la misma forma, que coincidimos en que la esclavitud es algo nefasto-, estamos trabajando para ayudar a los que han huido en busca de la libertad. Te invitamos a que te unas a nosotros en la obra de Dios.
Rob J. se quedó esperando a que Cliburne dijera algo más, pero final mente se dio cuenta de que ya le había hecho una especie de proposición.
—¿Ayudarlos… cómo?
—Nosotros no sabemos de dónde vienen. No sabemos a dónde van desde aquí. Nos los traen y se los llevan sólo en las noches sin luna. Tú sólo tienes que preparar un escondite seguro, suficientemente grande para un hombre. Un sótano, una grieta o un agujero en el suelo. Y alimento suficiente para tres o cuatro días.
Rob J. no se molestó en pensarlo. Sacudió la cabeza.
—Lo siento.
La expresión de Cliburne no revelaba sorpresa ni resentimiento, aunque en cierto modo le resultó conocida.
—¿Mantendrás el secreto de nuestra charla?
—Sí. Sí, por supuesto.
Cliburne suspiró.
—Que Dios te acompañe-lo saludó.
Después de reunir fuerzas para enfrentarse al calor, ambos se alejaron de la sombra.
Dos días más tarde, un domingo, los Geiger fueron a comer a casa de los Cole. A los hijos de los Cole les encantaba que fueran, porque en tales ocasiones la comida era extraordinaria. Al principio Sarah se había sentido molesta al ver que cada vez que comían con ellos, los Geiger rechazaban sus asados, protegiendo su kashruh. Pero había llegado a comprender y a compensarlos. Cuando iban a comer, siempre les ser vía platos especiales, sopa sin carne, budines y verduras suplementarios, y diversos postres.
Jay había llevado un ejemplar del Weekly Guardian de Rock Island que contenía un artículo sobre el caso de Dred Scott, y comentó que el pleito entablado por el esclavo apenas tenía posibilidades de éxito.
—Malcolm Howard dice que en Louisiana todo el mundo tiene esclavos-comentó Alex, y su madre sonrió.
—No todo el mundo -le corrigió con tono suave-. Dudo de que el padre de Malcolm Howard haya poseído jamás esclavos, o alguna otra cosa.
—¿Tu papá tiene esclavos en Virginia?-preguntó Chamán.
—Mi papá sólo tenía un pequeño aserradero-repuso Sarah-. Tenía tres esclavos, pero vinieron tiempos difíciles y tuvo que vender los esclavos y el aserradero e ir a trabajar para su padre, que tenía una granja enorme en la que trabajaban más de cuarenta esclavos.
—¿Y la familia de mi papá en Virginia? -preguntó Alex.
—Los familiares de mi primer esposo eran tenderos-dijo Sarah-. No poseían esclavos.
—De todos modos, ¿por qué alguien querría ser esclavo? -preguntó Chamán.
—No quieren serlo-le explicó Rob J. a su hijo-. Simplemente son personas pobres y desdichadas atrapadas en una mala situación.
Jay bebió un poco de agua y apretó los labios.
—Verás, Chamán, así son las cosas, así han sido en el Sur durante doscientos años. Existen radicales que escriben que habría que dar la libertad a los negros. Pero si en un Estado como Carolina del Sur los dejaran a todos libres, ¿cómo iban a vivir? Mira, ahora trabajan para los blancos, y los blancos cuidan de ellos. Hace unos años, Judah Benjamín, el primo de Lillian, tenía ciento cuarenta esclavos en su plantación de azúcar de Louisiana. Y los cuidaba muy bien. Mi padre, que vive en Charleston, tiene dos negras que trabajan en la casa. Las tiene desde que yo era niño. Las trata tan bien que sé que ellas jamás lo abandonarían, aunque las echaran.
RobJ. abrió la boca; volvió a cerrarla y le pasó los guisantes y las zanahorias a Rachel. Sarah fue a la cocina y regresó con un budín de pata tas gigantesco cocinado según una receta de Lillian Geiger, y Jay se quejó de que estaba lleno, pero igualmente preparó el plato.
Cuando los Geiger llevaron a los chicos a casa, Jay le insistió a Rob J. para que los acompañara, y así Lillian podría tocar con ellos un trío.
Pero Rob le dijo a Jay- que estaba cansado.
La verdad era que estaba rabioso. Para quitarse el malhumor, bajó hasta el río a respirar la brisa. En la tumba de Makwa vio algunos hierbajos y los quitó rápidamente, arrancándolos con rabia hasta que no quedó ninguno.
Comprendió por qué la expresión de George Cliburne le había resultado conocida. Era idéntica a la expresión que había visto en el rostro de Andrew Gerould la primera vez que le había pedido a Rob que escribiera la octavilla contra la administración inglesa, y él se había negado.
Los rasgos de ambos hombres habían quedado transformados por una mezcla de sentimientos, de fatalismo, de fuerza obstinada, y por la incomodidad de saber que se habían vuelto vulnerables al carácter de él y a su prolongado silencio.
El regreso
Una mañana en que la niebla colgaba como un espeso manto de va por sobre el río y se aferraba a la franja del bosque, Chamán salió de su casa con paso lento y pasó de largo junto al retrete para ir a mear lánguidamente sobre la corriente caudalosa. A través de las capas más altas de la niebla brillaba un disco de color naranja que iluminaba las capas más bajas con un pálido resplandor. El mundo era nuevo y fresco y olía bien, y lo que podía ver del río y del bosque armonizaba con la paz permanente de sus oídos. Se dijo que si iba a dedicar el día a pescar, tendría que empezar temprano.
Se alejó del río. Entre él y su casa se alzaba la tumba, y cuando vio la figura entre los jirones de niebla no sintió miedo, sólo una rápida batalla entre la incredulidad y un abrumador arrebato de la felicidad y gratitud más dulces que conocía. Espíritu, yo te comvoco. Espíritu, contigo hablo.
—¡Makwa! -gritó lleno de alegría, y avanzó.
—¿Chamán?
Cuando llegó hasta ella, lo primero que sacudió su mente fue darse cuenta de que no era Makwa.
—¿Luna?-preguntó vacilante; la mujer tenía muy mal aspecto.
Detrás de Luna vio otras dos figuras, dos hombres. Uno era un indio que él no conocía, y el otro era Perro de Piedra, que había trabajado para Jay Geiger. Perro de Piedra llevaba el torso desnudo y pantalones de gamuza. El desconocido usaba pantalones de tela tejida en casa y una camisa raída. Los dos iban calzados con mocasines. Luna llevaba unas botas de trabajo como las de los blancos, y un vestido azul, viejo y sucio, roto en el hombro derecho. Los hombres llevaban cosas que Chamán reconoció: una estopilla, un jamón ahumado, una pierna de cordero cruda; se dio cuenta de que habían forzado la puerta de la despensa.
—¿Tienes whisky?-preguntó Perro de Piedra, y Luna le dijo algo en sauk en tono áspero, y luego se derrumbó en el suelo.
—Luna, ¿te encuentras bien?-le preguntó Chamán.
—Chamán. ¡Qué grande estás!
Lo miró asombrada. Chamán se arrodilló junto a ella.
—¿Dónde has estado? ¿Los demás también están aquí?
—No…, los demás en Kansas. En la reserva. Dejo hijos allí, pero…
Cerró los ojos.
—Voy a buscar a mi padre -le dijo Chamán, con los ojos muy abiertos.
—Nos hicieron mucho daño, Chamán-musitó.
Tanteó buscando las manos de él, y las sujetó con fuerza.
Chamán sintió que algo pasaba del cuerpo de ella a la mente de él.
Como si pudiera oír otra vez y hubiera estallado un trueno; y supo -de alguna manera, supo- lo que le iba a ocurrir a Luna. Sintió un hormigueo en las manos. Abrió la boca pero no pudo gritar, no pudo avisarle.
Estaba paralizado por un miedo totalmente nuevo para él, más cruel que el terror de la sordera recién conocida, mucho peor que cualquier cosa que hubiera experimentado en toda su vida.
Finalmente logró apartar las manos de ella.
Huyó en dirección a la casa, como si fuera su última oportunidad.
—¡Papá!-chilló.
Rob J. estaba acostumbrado a que le despertaran para atender alguna urgencia, pero no por la histeria de su hijo. Chamán no dejaba de farfullar que Luna había regresado y que se estaba muriendo. Sus padres necesitaron varios minutos para comprender lo que decía y para convencerlo de que centrara la mirada en los labios de ellos, que querían hacerle preguntas. Cuando comprendieron que Luna realmente había regresado y que estaba muy enferma, tendida en el suelo junto al río, salieron de la casa corriendo.
La niebla se desvanecía por momentos. Había más visibilidad, y pudieron ver claramente que allí no había nadie. Interrogaron a Chamán varias veces más, con detenimiento. El niño insistió en que Luna, Perro de Piedra y otro sauk habían estado allí. Volvió a describir la forma en que iban vestidos, lo que habían dicho, y el aspecto que tenían.
Sarah salió corriendo cuando oyó decir a Chamán lo que llevaban los indios, y regresó furiosa porque la despensa había sido forzada y faltaban algunos alimentos conseguidos a costa de un gran esfuerzo.
—Robert Cole-dijo de mal humor-, ¿no cogerías tú esas cosas y luego te inventaste esa historia de que los sauk han regresado?
Rob J. fue hasta el río y caminó junto a la orilla llamando a gritos a Luna, pero nadie respondió Chamán sollozaba inconsolablemente.
—Se está muriendo, papá.
—Bueno, ¿y tú cómo lo sabes?
—Ella me cogió las manos, y ella…
El chico se estremeció.
Rob J. miró fijamente a su hijo y suspiró. Rodeó a Chamán con sus brazos y lo estrechó con fuerza contra su pecho.
—No tengas miedo. Lo que le ocurrió a Luna no es culpa tuya. Hablaré contigo sobre esto e intentaré explicártelo. Pero creo que sería mejor que antes intentáramos encontrarla-sugirió.
Montó a caballo y emprendió la búsqueda. Durante toda la mañana se concentró en la gruesa franja del bosque que se extendía a la orilla del río, porque si él estuviera huyendo y quisiera esconderse habría ido al bosque. Cabalgó primero rumbo al norte, hacia Wisconsin, y luego regresó y fue hacia el sur. De vez en cuando la llamaba a gritos, pero en ningún momento obtuvo respuesta.
Era posible que se hubiera acercado a ellos mientras los buscaba. Los tres sauk podrían haber esperado entre la maleza, dejando que Rob J. pasara de largo; tal vez lo habían hecho varias veces. A primeras horas de la tarde tuvo que reconocer que no sabía cómo pensaban los sauk fugitivos, porque él no era un sauk fugitivo. Tal vez habían abandonado inmediatamente el río. La pradera estaba cubierta por la vegetación típica de finales del verano, hierbas altas que podían ocultar el avance de tres personas; y los campos de maíz cuyos cultivos eran algo más altos que cualquier persona, proporcionaban una protección perfecta.
Cuando por fin se dio por vencido regresó a casa, donde le esperaba Chamán. El chico quedó claramente decepcionado al enterarse de que la búsqueda de su padre había resultado infructuosa.
Se sentó a solas con su hijo bajo un árbol, a la orilla del río, y le habló del Don, de cómo le había sido dado a algunos miembros de la familia desde tiempos inmemoriales.
—No a todos. A veces se salta una generación. Mi padre lo tenía, pero mi hermano no, y tampoco mi tío. Le sucede a algunos Cole cuando son muy jóvenes.
—¿Tú lo tienes, papá?
—Sí.
—¿Cuántos años tenías cuando…?
—A mí no me fue dado hasta que tenía casi cinco años más que tú.
—¿Qué es? -preguntó el niño con voz débil.
—Verás, Chamán… No lo sé en realidad. Sé que no tiene nada de mágico. Creo que es una clase de sentido, como la vista, el oído o el olfato.
Algunos somos capaces de coger las manos de una persona y saber si se está muriendo. Creo que simplemente se trata de una sensibilidad adicional, como sentir el pulso cuando tocas diferentes partes del cuerpo.
A veces… -Encogió los hombros-. A veces es un don que viene muy bien cuando se es médico.
Chamán asintió, con movimientos temblorosos.
—Supongo que me vendrá bien cuando yo me convierta en médico.
Rob J. se enfrentó al hecho de que si su hijo era suficientemente adulto para recibir el Don, también era bastante maduro para enfrentarse a otras cosas.
—Tú no vas a ser médico, Chamán -dijo suavemente-. Un médico tiene que oír. Yo utilizo el oído todos los días cuando atiendo a mis pacientes. Para auscultarles el pecho, para oír su respiración, o para percibir la cualidad de su voz. Un médico tiene que ser capaz de oír que le piden ayuda. Un médico necesita sus cinco sentidos, sencillamente.
Le dolió ver la mirada de su hijo.
—¿Entonces qué haré cuando sea mayor?
—Esta es una buena granja. Puedes trabajar en ella con Bigger-sugirió Rob J., pero el muchacho sacudió la cabeza-. Bueno, pues entonces podrías convertirte en un hombre de negocios o algo así, tal vez trabajar en una tienda. La señorita Burnham dice que eres uno de los alumnos más brillantes que ha tenido. Quizá te gustaría dar clases.
—No, no quiero dar clases.
—Chamán, aún eres un niño. Faltan varios años para que tengas que decidir. Mientras tanto, mantén bien abiertos los ojos. Observa a la gente y estudia sus ocupaciones. Hay muchas formas de ganarse la vida.
Puedes elegir cualquiera de ellas.
—Menos una-protestó Chamán.
Rob J. no se habría permitido exponer a su hijo a un sufrimiento innecesario aceptando la posibilidad de un sueño que en realidad no creía realizable.
—Sí. Menos una-dijo con firmeza.
Había sido un día triste que había dejado a Rob J. furioso ante la injusticia de la vida. Detestaba tener que destruir el maravilloso sueño de su hijo. Era tan terrible como decirle a alguien que ama la vida que no tiene sentido hacer planes a largo plazo.