Authors: Noah Gordon
Esa tarde Rob J. llevó a Luna a ver a su esposo. Ella hizo las veces de intérprete mientras London lo interrogaba.
Viene Cantando parecía desconcertado por las preguntas.
Admitió enseguida que aquella mañana había estado en el claro del bosque. El tiempo necesario para recoger leña para el invierno, dijo mirando al hombre que le pagaba para que lo hiciera. Y estaba buscando arces azucareros, grabándolos en su memoria para sangrar los cuando llegara la primavera.
—¿Vivía en la misma casa comunal que la víctima? —preguntó London.
—si.
—¿Alguna vez mantuvo relaciones sexuales con ella?
Luna vaciló antes de traducir la pregunta. Rob J. Lanzó una fiera mi rada a London, pero le tocó el brazo a Luna y asintió, y ella le transmitió la pregunta a su esposo. Viene Cantando respondió de inmediato y sin molestarse.
—No, nunca.
En cuanto concluyó el interrogatorio, Rob J. siguió a London a su despacho.
—¿Puede decirme por qué ha arrestado a este hombre?
—Ya se lo dije. Un testigo lo vio en el claro del bosque antes de que la mujer fuera asesinada.
—¿Quién es su testigo?
—Julian Howard.
Rob se preguntó qué había estado haciendo Julian Howard en sus tierras. Recordó el tintineo de las monedas de dólar cuando Howard había saldado cuentas con él.
—Le pagó para que diera su testimonio —dijo, como si lo supiera con certeza.
—No. Yo no —repuso London ruborizado, pero era un malvado aficionado, torpe para expresar la ira falsamente justificada.
Lo más probable era que fuera Nick quien hubiera entregado la re compensa, junto con una generosa dosis de lisonjas y argumentos para que Julian pensara que él era un santo que simplemente cumplía con su deber.
—Viene Cantando estaba donde debía estar, trabajando en mi propiedad. Usted podría arrestarme a mí también por ser el propietario de la tierra donde Makwa fue asesinada, o a Jay Geiger por encontrarla.
—Si el indio no lo hizo, quedará demostrado en un juicio justo. El vi vía con la mujer…
—Ella era su chamán. Es lo mismo que ser su sacerdote. El hecho de que vivieran en la misma casa comunal hacía que el sexo estuviera prohibido entre ellos, como si fueran hermano y hermana.
—Hay personas que han matado a sus propios sacerdotes. O se han follado a su propia hermana, si es por eso.
Rob T. empezó a marcharse, disgustado, pero regresó.
—Aún está a tiempo de arreglar esto, Mort. Ser sheriff no es más que un maldito trabajo, y si lo pierde sobrevivirá. Creo que usted es un buen hombre. Pero si hace algo así una vez, le resultará fácil volver a hacerlo.
Fue un error. Mort podía vivir con la certeza de que todo el pueblo sabia que estaba en manos de Nick Holden, siempre y cuando nadie se lo echara en cara.
—Leí esa basura que usted llama informe de la autopsia, doctor Cole.
Le resultaría muy difícil lograr que un juez y seis hombres blancos competentes crean que esa mujer era virgen. Era una india guapa para la edad que tenia, y en el distrito todo el mundo sabe que era su mujer.
Y tiene el desparpajo de venir a dar sermones. Lárguese de aquí ahora mismo. Y no se le ocurra volver a molestarme a menos que se trate de algo oficial.
Luna dijo que Viene Cantando tenia miedo.
—No creo que le hagan daño—la tranquilizó Rob J.
Luna dijo que él no tenia miedo de que le hicieran daño.
—Sabe que a veces los hombres blancos cuelgan a la gente. Si un sauk muere estrangulado, no puede atravesar el río de espuma, y nunca más puede entrar en la Tierra del Oeste.
—Nadie va a colgar a Viene Cantando —dijo Rob J. en tono irritado—.
No tienen pruebas de que haya hecho nada. Es todo una cuestión poli tica, y dentro de unos días van a tener que dejarlo en libertad.
Pero el temor de Luna era contagioso. El único abogado que había en Holden’s Crossing era Nick Holden. Había varios abogados en Rock Island, pero Rob J. no los conocía personalmente. A la mañana siguiente se ocupó de los pacientes que necesitaban una atención inmediata y luego cabalgó hasta la capital del distrito. Había más gente en la sala de espera del miembro del Congreso Stephen Hume que la que es taba acostumbrado a ver en la suya, y tuvo que esperar casi una hora y medía a que le llegara el turno.
Hume lo escuchó atentamente.
—¿Por qué ha recurrido a mi? —le preguntó por fin.
—Porque usted se presenta para la reelección y Nick Holden es su ri val. Por alguna razón que no logro imaginar, Nick está causando todos los problemas que puede a los sauk en general y a Viene Cantando en particular.
Hume lanzó un suspiro.
—Nick está en buenas relaciones con un grupo de gente muy dura, y no puedo tomarme su candidatura a la ligera. El Partido Americano está inculcando a los trabajadores nativos el odio y el miedo hacia los inmigrantes y los católicos. Tienen un local secreto en cada población, con una mirilla en la puerta para impedir la entrada a los que no son miembros. Les llaman el Partido del Ignorante, porque han enseñado a sus miembros a decir que no saben nada si se les pregunta por sus actividades. Promueven y utilizan la violencia contra los extranjeros, y me avergüenza decir que están arrasando el país políticamente. Están llegando montones de inmigrantes, pero en este momento el setenta por ciento de la población de Illinois son nativos, y la mayor parte del otro treinta por ciento no son ciudadanos y no votan. El año pasado, los Ignorantes casi eligieron un gobernador en Nueva York y de hecho eligieron cuarenta y nueve legisladores. Una alianza de los liberales con los Ignorantes ganó fácilmente las elecciones en Pensilvania y en Delaware, y en Cincinnati ganaron los Ignorantes después de una dura lucha.
—¿Pero por qué Nick persigue a los sauk? No son extranjeros!
Hume hizo una mueca.
—Su instinto político tal vez sea muy acertado. Hace sólo diecinueve años los indios asesinaron a montones de blancos, y éstos a montones de indios. Murió mucha gente durante la guerra de Halcón Negro.
Diecinueve años es muy poco tiempo. Los muchachos que sobrevivieron a los ataques de los indios y al pánico que sembraron, ahora son votantes y aún odian y temen a los indios. Así que mi digno rival está echando leña al fuego. La otra noche, en Rock Island, repartió un montón de whisky y luego volvió a hablar de la guerra de los indios, sin olvidar una sola cabellera arrancada por los indios, ni ninguna supuesta depravación. Luego habló sobre los últimos indios sanguinarios de Illinois que viven en su pueblo, y prometió que cuando sea elegido diputado de Estados Unidos se ocupará de que vuelvan a su reserva de Kansas, que es donde deben estar.
—¿Usted puede tomar alguna medida para ayudar a los sauk?
—¿Tomar medidas? —Hume suspiró—. Doctor Cole, soy un político.
Los indios no votan, y no voy a tomar una postura pública para apoyar los individual o colectivamente. Pero como cuestión política, me ayudaría que pudiéramos aliviar esta tensión, porque mi rival está in tentando utilizarla para obtener mi escaño.
“Los dos jueces del tribunal de distrito son el honorable Daniel P.
Allan y el honorable Edwin Jordan. El juez Jordan tiene un fondo ruin y es un liberal. Dan Allan es un juez excelente y mejor demócrata aún.
Lo traté y trabajé con él durante mucho tiempo, y si se ocupa de este caso no permitirá que la gente de Nick lo convierta en un carnaval para condenar a su amigo sauk basándose en pruebas endebles y para ayudar a Nick a ganar las elecciones. No hay forma de saber si el caso lo llevará él o Jordan. Si lo lleva Allan será justo.
“Ninguno de los abogados de esta ciudad querrá defender a un indio, ésa es la verdad. El mejor que hay aquí es un joven llamado John Kurland. Déjeme hablar con él y ver si podemos convencerlo.
—Se lo agradezco, diputado.
—Bueno, puede demostrarlo a la hora de votar.
—Yo pertenezco al treinta por ciento. He solicitado la ciudadanía, pero hay un período de espera de tres años…
—Eso le permitirá votar la próxima vez que me presente para la reelección —dijo Hume con espíritu práctico. Sonrió mientras se daban la mano—. Mientras tanto, hable con sus amigos.
El pueblo no se mostró interesado durante mucho tiempo en una india muerta. Resultaba más interesante la apertura de la escuela de Holden’s Crossing. Todos se habían mostrado dispuestos a ceder un poco de terreno para construirla, asegurando así el acceso de sus hijos, pero se acordó que la institución debía estar en un sitio céntrico, y final mente la asamblea del pueblo aceptó tres acres cedidos por Nick Holden, que se mostró satisfecho con la decisión porque el terreno aparecía destinado a la escuela en los primeros mapas que él había soñado para Holden’s Crossing.
Se construyó cooperativamente una escuela de madera de una sola aula. En cuanto comenzaron las obras, creció el proyecto. En lugar de un suelo apuntalado, los hombres acarrearon troncos desde una distancia de diez kilómetros para serrarlos y construir un suelo de tablas. Se colocó una repisa larga en una de las paredes para que sirviera de pupitre colectivo, y delante de la repisa se instaló un banco largo para que los alumnos pudieran mirar a la pared mientras escribían, y dar medía vuelta para ver al maestro mientras hablaba. En medio del aula se colocó una estufa de hierro que funcionaba con leña. Se decidió que las clases comenzarían todos los años después de la cosecha y que durarían tres trimestres de doce semanas cada uno; al maestro se le pagarían diecinueve dólares por trimestre, además de alojamiento y comida. La Ley del Estado decía que un maestro debía estar capacitado para enseñar a leer, a escribir y aritmética, y tener conocimientos de geografía, o gramática o historia. No había muchos candidatos para el puesto porque el salario era bajo y los inconvenientes eran numerosos, pero finalmente se contrató a Marshall Byers, primo hermano de Paul Williams, el herrador.
El señor Byers era un joven de veintiún años, delgado y de ojos saltones, que antes de llegar a Illinois había enseñado en Indiana y por con siguiente sabia qué podía esperar del sistema de “alojamiento y comida”, que consistía en vivir una semana con la familia de cada alumno. Le comentó a Sarah que estaba contento de alojarse en una granja de ovejas, porque le gustaba más la carne de oveja y las zanahorias que el cerdo y las patatas.
—En las otras casas, cuando sirven carne, siempre es cerdo y patatas, cerdo y patatas —dijo.
Rob J. sonrió.
—Le encantará estar con los Geiger—comentó.
Rob J. no estaba contento con el maestro. Había algo desagradable en la forma en que el señor Byers lanzaba miradas furtivas a Luna y a Sarah, y miraba fijamente a Chamán como si el niño fuera un monstruo.
—Espero tener a Alexander en mi escuela —dijo el señor Byers.
—Chamán también espera ir a la escuela —repuso Rob J. en tono sereno.
—Eso es imposible. El chico no habla normalmente. ¿Y cómo chico que no oye nada va a aprender algo en la escuela?
—Lee el movimiento de los labios. Y aprende con facilidad, señor Byers.
El señor Byers frunció el ceño. Pareció que estaba a punto de añadir otra objeción, pero al observar la expresión de Rob J. cambió de idea.
—Por supuesto, doctor Cole —respondió con gesto rígido—. Por su puesto.
A la mañana siguiente, antes del desayuno, Alden Kimball llamó a la puerta de atrás. Había ido muy temprano a la tienda de comida y había vuelto cargado de noticias.
—Esos malditos indios! Ahora si que la han hecho buena! —exclamó—. Anoche se emborracharon y prendieron fuego al granero de esas monjas papistas.
Cuando Rob habló con Luna, ella lo negó de inmediato.
—Anoche estuve en el campamento sauk con mis amigos, hablando de Viene Cantando. Lo que le han contado a Alden es mentira.
—Tal vez empezaron a beber después de que tú te fuiste.
—No. Es mentira. —Parecía serena, pero empezó a quitarse el delantal con mano temblorosa—. Iré a ver al Pueblo.
Rob lanzó un suspiro. Decidió que lo mejor seria visitar a los católicos.
Había oído que a las monjas las llamaban “esos malditos escarabajos marrones”. Al verlas comprendió por qué: llevaban hábitos marrones de lana que con el calor de finales del verano debían de representar una tortura. Cuatro de ellas estaban trabajando en las ruinas del pequeño granero sueco que August Lund y su esposa habían construido con tantas esperanzas. Parecía que estaban buscando entre los restos carbonizados, aún humeantes, por si podían rescatar algo.
—Buenos días —dijo Rob.
No lo habían oído acercarse. Se habían metido el ruedo de sus largos hábitos en el cinturón para tener libertad de movimientos y estar más cómodas mientras trabajaban, y se apresuraron a ocultar sus piernas robustas y cubiertas por medías blancas, soltando el borde de la falda.
—Soy el doctor Cole —dijo Rob mientras desmontaba—. Vuestro vecino.—Lo miraron sin responder, y pensó que tal vez no comprendían el idioma—. ¿Puedo hablar con la persona que está a cargo?
—Tendrá que ser con la madre superiora —dijo una de ellas, con voz apenas más alta que un susurro.
Le hizo una pequeña señal a Rob y empezó a caminar en dirección a la casa; Rob la siguió. Cerca de un nuevo cobertizo con techo de una sola vertiente que había a un lado de la casa, un anciano vestido de negro limpiaba el huerto. El anciano no mostró el menor interés por Rob. La monja llamó dos veces a la puerta con unos golpecitos delicados, acordes con su voz.
—Adelante.
El hábito marrón precedió a Rob e hizo una reverencia.
—Este caballero desea verla, Su Reverencia. Es médico y vecino nuestro —anunció la monja en un susurro, y volvió a hacer una reverencia antes de marcharse.
La madre superiora estaba sentada en una silla de madera, detrás de una mesa pequeña. El rostro enmarcado por el velo era grande, la nariz ancha y generosa, los ojos burlones y de un azul penetrante, más claros que los de Sarah, y desafiantes en lugar de encantadores.
Rob J. se presentó y dijo que lamentaba lo del incendio.
—¿Podemos hacer algo para ayudarlas?
—Confío en que el Señor nos ayudará. —Hablaba un inglés culto; Rob J. pensó que el acento era alemán, aunque sonaba distinto al de los Schroeder. Tal vez fueran de diferentes regiones de Alemania—.
Tome asiento, por favor —sugirió ella, indicando la única silla cómoda de la habitación, grande como un trono y tapizada en cuero.