Authors: Noah Gordon
Volvió a lanzar los puñetazos, de uno en uno para no confundir los. El primer día les hizo lanzar golpes secos al aire durante dos horas para que no les resultara extraño dar un puñetazo y se familia rizaran con el ritmo muscular. La tarde siguiente volvieron al pequeño claro que había detrás de la cabaña de Alden, donde no era probable que los molestaran, e hicieron lo mismo todas las tardes.
Practicaron cada puñetazo una y otra vez antes de que Alden les permitiera boxear. Alex tenía tres años y medio más, pero como Chamán era tan grande parecía que sólo se llevaran un año. Lucharon con cautela. Por fin Alden hizo que se turnaran para enfrentarse con él e insistió en que golpearan con tanta fuerza como lo harían en una pelea de verdad. Para sorpresa de ambos, él giró y se deslizó lateralmente, o bloqueó los golpes con el antebrazo, o los paró con el puño -Bueno, lo que os estoy enseñando no es ningún secreto. Algunos aprenden a dar puñetazos. Vosotros aprendéis a defenderos. -Insistió en que debían bajar la barbilla hasta que quedara bien protegida contra el esternón. Les enseñó a inmovilizar a un rival en un cuerpo a cuerpo, pero le advirtió a Alex que evitara a toda costa el cuerpo a cuerpo con Luke-. Ese tío es mucho más grande que tú, mantente apartado de él y no permitas que te tire al suelo.
En el fondo pensaba que Alex no podría dar una paliza a un chico tan grande, pero que tal vez lograra pegarle a Luke lo suficiente para que lo dejara tranquilo. No pretendía convertir a los hermanos Cole en luchadores de feria. Sólo quería que fueran capaces de defenderse, y les enseñó sólo lo elemental porque sabía justo lo suficiente para enseñar a los chicos a pelear a puñetazos. No intentó decirles qué hacer con los pies. Años más tarde le contaría a Chamán que si hubiera tenido una idea de lo que se debía hacer con los pies, probablemente nunca habría sido vencido por aquel luchador de tres dólares.
Alex pensó medía docena de veces que estaba preparado para responder a Luke, pero Alden insistía en que ya le diría cuándo había llegado el momento, y aún no había llegado. Así que todos los días Chamán y Alex iban a la escuela sabiendo que el tiempo de espera sería muy duro.
Luke se había acostumbrado a burlarse de los hermanos Cole. Les pegaba e insultaba cada vez que le daba la gana, y siempre los llamaba Mudito y Bastardo. Cuando jugaban al tócame tú los golpeaba con auténtica saña, y después de derribarlos les aplastaba la cara contra el suelo.
Luke no era el único problema que Chamán tenía en la escuela. Se enteraba sólo de una pequeña parte de lo que se decía durante las clases, y desde el principio estuvo irremediablemente atrasado. A Marshall Byers no le desagradaba que esto ocurriera; había intentado decirle al padre del chico que una escuela corriente no era el sitio adecuado para un sordo. Pero el maestro actuaba cautelosamente por que sabía que cuando volviera a surgir el tema más le valía tener preparadas las pruebas. Llevaba una minuciosa lista de los fracasos de Robert J. Cole, y por lo general hacía que el niño se quedara después de clase para recibir lecciones extra, que no lograban mejorar sus calificaciones.
A veces el señor Byers también hacía quedar a Rachel Geiger después de clase, cosa que sorprendía a Chamán porque Rachel estaba considerada la mejor alumna de la escuela. Cuando la niña se quedaba, regresaban juntos a casa. Una de esas tardes, cuando empezaban a caer las primeras nevadas del año, Chamán se asustó porque en el camino de regreso ella se echó a llorar.
Lo único que pudo hacer fue observarla consternado.
Ella se detuvo y lo miró, para que él pudiera leer el movimiento de sus labios.
—¡Es ese señor Byers! Siempre que puede se queda de pie… demasiado cerca. Y siempre está tocándome.
—¿Tocándote?
—Aquí -aclaró ella poniendo la mano en la parte superior de su abrigo azul.
Chamán no conocía la reacción adecuada ante esta revelación, por que era algo que estaba más allá de su experiencia.
—¿Qué podemos hacer? -preguntó, más a sí mismo que a ella.
—No sé. No sé.
Para horror de Chamán, Rachel empezó a llorar de nuevo.
—Tendré que matarlo -decidió serenamente.
Eso captó toda la atención de la niña, que dejó de llorar.
—¡Qué tontería!
—No. Lo haré.
Empezaba a nevar más intensamente. La nieve se amontonaba sobre el sombrero y el pelo de Rachel. Sus ojos pardos, enmarcados en gruesas pestañas negras que seguían agitándose para reprimir las lágrimas, lo miraban con curiosidad. Un enorme copo blanco se fundió en la suave mejilla, más oscura que la de él, entre la blancura de la de Sarah y el color moreno de la de Makwa.
—¿Harías eso por mí?
Chamán intentó pensar con claridad. Sería fantástico librarse del señor Byers y de los problemas que le causaba; pero además los problemas de Rachel con el maestro colmaban el vaso, y asintió con convicción. Chamán descubrió que la sonrisa de ella le hacía sentirse muy bien, le hacía sentir algo que nunca había experimentado.
Ella le tocó el pecho con ademán solemne, en la misma zona de su pecho que había declarado prohibida para el señor Byers.
—Eres mi amigo más fiel, y yo la tuya -afirmó, y él se dio cuenta de que era verdad.
Siguieron caminando y Chamán se asombró cuando la mano en guantada de la niña quedó dentro de la suya. Al igual que la manopla azul de Rachel, la manopla roja de él estaba tejida por Lillian, que siempre les regalaba manoplas a los Cole para sus cumpleaños. A través de la lana, la mano de Rachel le enviaba un calor sorprendente que le llegaba hasta la mitad del brazo. Pero en ese momento volvió a detenerse y a mirarlo.
—¿Cuándo vas a…, cuándo vas a hacerlo?
El esperó antes de pronunciar una frase que había visto muchas veces en labios de su padre:
—Habrá que pensarlo detenidamente.
Los días en la escuela
Rob J. disfrutaba en las reuniones de la Asociación de Médicos. A veces resultaban formativas. Por lo general le proporcionaban una velada en compañía de otros hombres que habían vivido experiencias similares y con los que tenía un lenguaje en común. En la reunión de noviembre, Julius Barton, un joven médico del norte del distrito, habló de las mordeduras de serpiente y recordó algunas mordeduras de animal que había tratado, incluyendo el caso de una mujer que había sido mordida en la nalga hasta sangrar.
—Su esposo dijo que había sido el perro, lo que suponía un caso especialmente raro porque el tipo de mordedura indicaba que el perro debía de tener dentadura humana.
Para no ser menos, Tom Beckermann mencionó el caso de un hombre que adoraba los gatos y que tenía un arañazo en los testículos que podría haber sido producido por un gato… o tal vez no. Tobías Barr dijo que ese tipo de cosas no eran infrecuentes y que hacía tan sólo un par de meses había atendido a un hombre que tenía la cara destrozada.
—También dijo que lo había arañado un gato, pero en ese caso el gato sólo tenía tres uñas y eran tan grandes como las de una mujer -comentó Barr, provocando nuevas carcajadas.
Enseguida empezó a contar otra anécdota y se sintió molesto cuando Rob Cole lo interrumpió para preguntarle si recordaba exactamente cuándo había atendido al paciente de la cara arañada.
—No -respondió, y reanudó el relato.
Después de la reunión, Rob J. abordó al doctor Barr.
—Tobías, ¿puede ser que a ese paciente de la cara arañada lo hubieras atendido el 3 de septiembre?
—No lo sé con exactitud. No lo registré.-El doctor Barr siempre se mostraba a la defensiva por no llevar un registro, consciente de que el doctor Cole practicaba un tipo de medicina más científica-. Por Dios, no hay necesidad de apuntar hasta el último detalle! Y menos con un paciente como ése, un predicador ambulante que no pertenece a este distrito y que sólo estaba de paso. Probablemente no volveré a verlo ni a tratarlo en mi vida.
—¿Un predicador? ¿Recuerdas su nombre?
El doctor Barr arrugó la frente y sacudió la cabeza.
—¿Patterson, tal vez?-aventuró Rob J.-. ¿Ellwood R. Patterson?
El doctor Barr lo miró fijamente.
No recordaba que el paciente le hubiera dejado un domicilio exacto.
—Creo que dijo que era de Springfield.
—A mí me dijo de Chicago.
—¿Fue a verte por la sífilis?
—De tercer grado.
—Sí, sífilis de tercer grado-confirmó el doctor Barr-. Me consultó sobre eso después de curarle la cara. El tipo de persona que quiere obtener el máximo provecho de su dinero. Si hubiera tenido un callo en el dedo del pie, me habría pedido que se lo quitara, ya que estaba en el consultorio. Le vendí un poco de ungüento para la sífilis.
—Yo también-coincidió Rob J., y ambos sonrieron.
El doctor Barr pareció desconcertado.
—Se largó sin pagarte, ¿no? ¿Por eso lo buscas?
—No. Hice la autopsia de una mujer que fue asesinada el mismo día que tú lo atendiste a él. Había sido violada por varios individuos. Tenía restos de piel debajo de tres de sus uñas, probablemente por haber arañado a uno de ellos.
El doctor Barr gruñó.
—Recuerdo que fuera de mi consultorio lo esperaban dos hombres.
Bajaron de sus caballos y se sentaron en los escalones de la entrada. Uno de ellos era grande, corpulento como un oso antes de la hibernación, y con una gruesa capa de grasa. El otro era más bien delgaducho, y más joven. En la mejilla, debajo del ojo, tenía una mancha de color oporto.
Creo que era el ojo derecho. No los oí llamarse por el nombre, y no re cuerdo mucho más sobre ellos.
El presidente de la Asociación de Médicos tenía tendencia a los ce los profesionales y en ocasiones podía ser pomposo, pero a Rob J. siempre le había caído bien. Le dio las gracias a Tobías Barr y se marchó.
Mort London se había serenado desde su último encuentro, tal vez por que se sentía inseguro ahora que Nick Holden se encontraba en Washington, o quizá porque se había dado cuenta de que a un funcionario elegido democráticamente le convenía refrenar la lengua. El sheriff escuchó a Rob J., tomó notas sobre la descripción física de Ellwood R. Patterson y los otros dos hombres, y prometió con voz suave hacer averiguaciones Rob tuvo la clara impresión de que las notas irían a parar a la papelera en cuanto saliera del despacho de London. Si le daban la posibilidad de elegir entre un Mort furioso o serenamente diplomático, Rob prefería verlo furioso.
De modo que hizo sus propias averiguaciones. Carroll Wilkenson, el agente inmobiliario y de seguros, era presidente del comité pastoral de la iglesia, y se había ocupado de llevar a todos los predicadores invita dos, antes de que la iglesia hubiera designado al señor Perkins. Como buen hombre de negocios, Wilkenson guardaba registro de todo.
—Aquí tiene -dijo, sacando un prospecto doblado-. Lo recogío en una reunión de seguros de Galesburg.
El prospecto ofrecía a las iglesias cristianas la visita de un predicador que pronunciaría una charla sobre los planes de Dios para el valle del río Mississippi. La oferta se hacía sin coste alguno para la iglesia que la aceptara, y todos los gastos del predicador serían cubiertos por el Instituto Religioso Estrellas y Barras, de avenida Palmer 282, en Chicago.
—Escribí una carta y les di a elegir entre tres domingos distintos -continuó-. Ellos respondieron que Ellwood Patterson vendría a pronunciar el sermón el 3 de septiembre. Se ocuparon de todo. -Reconoció que el sermón de Patterson no había tenido una buena acogida-.
Sobre todo prevenía contra los católicos. -Sonrió-. Si quiere que le diga la verdad, a nadie le importó demasiado. Pero luego se metió con la gente que llegó al valle del Mississippi desde otros países. Dijo que le estaban robando el trabajo a los nativos. Y que la gente que no había nacido aquí era más mala que la peste. -No tenía ninguna dirección para ponerse en contacto con Patterson-. A nadie se le ocurrió pedir que volviera a venir. Lo que menos le conviene a una iglesia nueva como la nuestra es un predicador empeñado en que los fieles estén divididos.
Ike Nelson, el dueño de la taberna, recordaba a Ellwood Patterson.
—Estuvieron aquí el sábado por la noche hasta muy tarde. Ese Patterson bebe como una esponja, lo mismo que los dos individuos que iban con él. No tuve dificultades a la hora de cobrar, pero ocasionaron más problemas de los habituales. El grande, Hank, no dejaba de gritarme que fuera a buscar unas fulanas; pero enseguida se emborrachó y se olvidó de las mujeres.
—¿Cuál era el apellido de ese tal Hank?
—Era un apellido curioso. Coz… No, no era Coz… Cough! Hank Cough. Al otro tipo, el delgado y más joven, le llamaban Len. Y a veces Lenny. No recuerdo haber oído su apellido. Tenía una marca morada en la cara. Cojeaba, como si tuviera una pierna más corta que la otra.
Toby Barr no había dicho nada de un cojo; Rob pensó que tal vez no había visto caminar al hombre.
—¿De qué pierna cojeaba? -preguntó, pero sólo logró que el tabernero lo mirara con desconcierto-. ¿Caminaba así? -sugirió Rob apoyando más la pierna derecha-. ¿O así? -añadió, haciendo lo mismo con la izquierda.
—No era exactamente cojo, apenas se le notaba. No sé de qué lado.
Lo único que sé es que ninguno de los tres se tenía en pie. Patterson sacó de repente un enorme fajo de billetes, lo puso sobre la barra y me dijo que me ocupara de servirles y que yo mismo cogiera lo que correspondía. A la hora de cerrar tuve que enviar a buscar a Mort London y a Fritzie Graham. Les di unos billetes del fajo para que llevaran a los tres a la pensión de Anna Wiley y los tiraran sobre una cama. Pero me contaron que al día siguiente, en la iglesia, Patterson estaba más frío y se reno de lo que cualquiera pudiera imaginar.-El rostro de Ike se iluminó con una sonrisa-. ¡Esos son los predicadores que me gustan!
Ocho días antes de Navidad, Alex Cole fue a la escuela con la autorización de Alden para pelear.
En el recreo, Chamán vio que su hermano cruzaba el patio. Observó horrorizado que a Bigger le temblaban las piernas.
Alex caminó directamente hasta donde Luke Stebbins se había reunido con un grupo de chicos que practicaban saltos de longitud sobre la nieve blanda del trozo de patio que no había sido limpiado. La suerte estaba de su lado, porque Luke ya había hecho dos carreras que habían terminado con saltos bastante deplorables, y para obtener ven taja se había quitado la gruesa chaqueta de cuero de vaca. Si se la hubiera dejado puesta, darle un puñetazo habría sido lo mismo que golpear un trozo de madera.