Authors: Noah Gordon
—Esos malditos norteños, ¿qué saben ellos sobre los negros? Algunos granjeros estamos formando una pequeña organización para ocuparnos de que en Illinois se permita la posesión de esclavos. Tal vez usted quiera unirse a nosotros. Esa gente de piel oscura está hecha para trabajar los campos de los blancos. Por lo que sé, usted tiene un par de negros trabajando en su casa.
—Son sauk, no son esclavos. Trabajan a cambio de un salario. Yo no soy partidario de la esclavitud.
Se miraron fijamente. Howard se ruborizó. Guardó silencio, sin atreverse a discutir con aquel médico engreído por no haberle cobrado sus servicios. Por su parte, Rob se alegró de poder marcharse.
Dejó un poco más de quinina y regresó a su casa sin más demora, pero al llegar se encontró a Gus Schroeder que lo esperaba ansiosamente porque al limpiar el establo, Alma había quedado estúpidamente atrapada entre la pared y el enorme toro moteado del que estaban tan orgullosos. El animal la había empujado y derribado en el preciso instante en que Gus entraba en el establo.
—El maldito animal no se movía! Se quedó delante de ella golpeándola con los cuernos hasta que tuve que coger el bieldo y pincharlo para que se apartara. Ella dice que no está muy lastimada, pero ya conoces a Alma.
De modo que aún sin desayunar se fue a casa de los Schroeder. Alma estaba bien, aunque pálida y conmocionada. Se encogió cuando él hizo presión sobre la quinta y la sexta vértebras del costado izquierdo, y Rob no se atrevió a correr el riesgo de no vendarla. Sabia que a ella la mortificaba desvestirse delante de él, y le pidió a Gus que fuera a ocuparse de su caballo para que no presenciara la humillación de su esposa. Le indicó a ella que se levantara los enormes y colgantes pechos llenos de venas azules y le tocó el cuerpo blanco y gordo lo menos posible mientras la vendaba y entablaba una conversación acerca de las ovejas, el trigo, su esposo y sus hijos. Cuando concluyó, ella logró sonreírle y fue a la cocina a preparar la cafetera, y luego los tres se sentaron a tomar café.
Gus le contó que la “conferencia” del sábado de Ellwood Patterson había sido un discurso mal disimulado a favor de Nick Holden y del Partido Americano.
—La gente dice que fue Nick quien se ocupó de que él viniera.
La “corriente que amenaza a la cristiandad”, según Patterson, era la inmigración de católicos a Estados Unidos. Los Schroeder habían faltado a la iglesia esa mañana por primera vez; tanto Alma como Gus habían recibido una educación luterana, pero habían quedado hartos de la conferencia de Patterson; éste había dicho que los extranjeros —y eso era lo mismo que decir los Schroeder— le estaban robando el pan a los trabajadores norteamericanos. Había pedido que el período de espera para obtener la ciudadanía pasara de tres a veintiún años.
Rob J. hizo una mueca.
—No me gustaría esperar tanto tiempo—comentó.
Pero ese domingo los tres tenían cosas que hacer, así que le dio las gracias a Alma por el café y siguió su camino. Tenía que cabalgar ocho kilómetros río arriba hasta la granja de John Ashe Gilbert, cuyo anciano suegro, Fletcher White, estaba en cama con una fuerte gripe.
White tenia ochenta y tres años y era un individuo fuerte; había sufrido problemas bronquiales con anterioridad, y Rob J. estaba seguro de que volvería a tenerlos. Le había dicho a la hija de Fletcher, Suzy, que hiciera tragar al viejo bebidas calientes y que hirviera ollas y ollas de agua para que respirara el vapor. Rob J. lo visitaba con mayor frecuencia de la necesaria, tal vez, pero valoraba especialmente a sus pacientes ancianos, porque eran muy pocos. Los pioneros probablemente eran hombres jóvenes y fuertes que dejaban a los viejos atrás cuando se trasladaban al Oeste, y eran contados los ancianos que hacían el viaje.
Encontró a Fletcher mucho mejor. Suzy Gilbert le dio de comer codornices fritas y tortitas de patata y le pidió que pasara por la casa de sus vecinos, los Baker, porque uno de los hijos tenia un dedo del pie infectado y había que abrírselo. Encontró a Donny Baker, de diecinueve años, bastante mal, con fiebre y muchos dolores a causa de una infección terrible. El muchacho tenia la mitad de la planta del pie derecho ennegrecida. Rob le amputó dos dedos, abrió el pie e insertó una me cha, pero tenía auténticas dudas de que el pie pudiera salvarse, y había conocido muchos casos en los que ese tipo de infección no podía detenerse sólo con la amputación del pie.
A última hora de la tarde emprendió el regreso a su casa. Cuando se encontraba a mitad de camino oyó un grito y detuvo a Vicky para que Mort London pudiera alcanzarlo en su enorme alazán castrado.
—Sheriff.
—Doctor, yo…—Mort se quitó el sombrero y lo agitó con un ademán irritado para ahuyentar una mosca. Suspiró—. Maldita sea. Me temo que necesitaremos un forense.
Rob J. también se sentía molesto. Aún no había digerido las tortitas de patata de Suzy Gilbert. Si Calvin Baker lo hubiera llamado una semana antes, podría haberse ocupado del dedo de Donny Baker sin problemas. Ahora se produciría una situación grave, y tal vez una tragedia. Se preguntó cuántos de sus pacientes tendrían problemas y no se los comunicaban, y decidió comprobarlo al menos con tres de ellos antes del anochecer.
—Será mejor que busque a Beckermann—respondió—. Hoy tengo mucho que hacer.
El sheriff retorció el ala de su sombrero.
—Bueno…, tal vez quiera hacerla usted mismo, doctor Cole.
—¿Es alguno de mis pacientes?
Empezó a hacer mentalmente la lista de posibilidades.
—Es esa mujer sauk.
Rob J. lo miró a los ojos.
—Esa mujer India que trabaja para usted —añadió London.
El arresto
Rob J. pensó que se trataría de Luna. No porque Luna fuera prescindible ni porque él no la apreciara y valorara, pero sólo dos mujeres trabajaban para él, y si no era Luna, la alternativa era inconcebible.
Pero Mort London aclaró:
—La que lo ayuda a atender a los pacientes. Apuñalada—le informó—. Montones de veces. Fuera quien fuese, antes le dio una paliza.
Tiene la ropa desgarrada. Yo creo que fue violada.
Durante unos minutos viajaron en silencio.
—Debieron de ser varios individuos los que lo hicieron. En el claro en el que la encontraron había montones de huellas de cascos de caballo —agregó el sheriff.
Luego guardó silencio y siguieron avanzando.
Cuando llegaron a la granja, Makwa ya había sido trasladada al cobertizo. Fuera, entre el dispensario y el granero, se había reunido un pequeño grupo: Sarah, Alex, Chamán, Jay Geiger, Luna y Viene Cantando y sus hijos. A los indios no se les oía lamentarse, pero en sus ojos se reflejaba el pesar, la impotencia y su convicción de que la vida era horrible. Sarah sollozaba en silencio y Rob J. se acercó a ella y la beso.
Jay Geiger lo llevó —Yo la encontré.
Sacudió la cabeza como si quisiera apartar un insecto. Lillian me había enviado a tu casa para llevarle a Sarah confitura de melocotón.
Lo primero que vi fue a Chamán durmiendo debajo de un árbol.
Eso preocupó a Rob J.
—¿Chamán estaba allí? ¿Vio a Makwa?
—No, no la vio. Sarah dice que Makwa se lo llevó esta mañana a buscar hierbas al bosque, junto al río, como hacía a veces. Cuando el pequeño se cansó, ella lo dejó dormir una siesta a la sombra. Y ya sabes que ningún ruido, ningún grito ni nada podría perturbar el sueño de Chamán. Me imaginé que no estaba solo, así que lo dejé dormir y seguí un poco más hasta llegar al claro. Y la vi…
“Se encuentra en un estado espantoso, Rob. Me llevó cinco minutos recuperarme. Regresé y desperté al chico. Pero él no vio nada. Lo traje hasta aquí y luego fui a buscar a London.
—Parece que siempre tienes que traer a mis hijos a casa.
Jay lo observó.
—¿Te verás con ánimos?
Rob asintió.
Jay estaba pálido y con aspecto lamentable. Hizo una mueca.
—Supongo que tienes trabajo. Los sauk querrán limpiar a Makwa y enterrarla.
—Mantén a todos apartados durante un rato —le pidió Rob J., y entró solo en el cobertizo y cerró la puerta.
Estaba cubierta con una sábana. No era Jay ni ninguno de los sauk quien la había trasladado hasta allí. Probablemente lo habían hecho un par de ayudantes de London, porque la habían dejado caer sin ningún cuidado sobre la mesa de disección, de costado, como si se tratara de un objeto inanimado sin valor, un tronco o una india muerta. Lo primero que vio al retirar la sábana fue la parte posterior de la cabeza, la espalda desnuda, las nalgas y las piernas.
La lividez mostraba que en el momento de morir se encontraba boca arriba; la espalda y las nalgas estaban amoratadas por la sangre acumulada en los capilares. Pero en el ano violado vio una costra de color rojo y una sustancia blanca seca que había quedado teñida de rojo al entrar en contacto con la sangre.
Volvió a ponerla suavemente de espaldas.
En las mejillas tenia arañazos producidos por las ramitas cuando su rostro había quedado apretado contra el suelo del bosque.
Rob J. sentía una gran inclinación por el trasero de una mujer. Sarah lo había descubierto muy pronto. Le gustaba ofrecerse a él con los ojos apretados contra la almohada, los pechos aplastados sobre la sábana, sus pies delgados, de elegante arco, extendidos, las nalgas en forma de pera, separadas, blancas y rosadas cabalgando sobre el vellón dorado.
Una posición incómoda, aunque a veces la adoptaba porque la excitación sexual de él encendía su pasión. Rob J. consideraba el coito como una forma de amor y no simplemente como vehículo de la procreación, y por consiguiente no creía que debiera consagrarse un solo orificio como recipiente sexual. Pero como médico había observado la posibilidad de que el esfínter anal perdiera elasticidad si se cometían abusos, y era fácil, cuando hacia el amor con Sarah, elegir posiciones que no hicieran daño.
Alguien había mostrado menos consideración con Makwa.
Ella tenia el cuerpo estilizado de una mujer doce años más joven de lo que era en realidad. Varios años antes, él y Makwa habían aceptado la atracción física que sentían mutuamente y que siempre habían mantenido a raya. Pero habían existido ocasiones en las que él había pensado en el cuerpo de ella, imaginado cómo seria hacerle el amor. Ahora la muerte había comenzado su tarea de destrucción. Makwa tenia el abdomen hinchado y los pechos caídos por la flaccidez del tejido. Ya tenia cierta rigidez muscular, y Rob J. le enderezó las piernas a la altura de las rodillas antes de que fuera demasiado tarde. Su pubis parecía un estropajo de alambre negro, completamente ensangrentado. Tal vez fuera una suerte que no hubiera sobrevivido porque habría perdido sus dotes para la medicina.
—¡Hijos de puta!
Se secó los ojos y de repente se dio cuenta de que los que estaban fuera debían de haber oído su exclamación y sabían que estaba a solas con Makwa-ikwa. La parte superior del torso de la India estaba llena de magullones y heridas, y tenía el labio inferior partido, probablemente por un puño enorme.
En el suelo, junto a la mesa de disección, estaban las pruebas que había reunido el sheriff: el vestido desgarrado y manchado de sangre (un viejo vestido de guinga que le había regalado Sarah); el cesto a medio llenar con menta, berros y unas hojas que a él le parecieron de cerezo; y un zapato de gamuza. ¿Un zapato? Buscó el otro y no logró encontrarlo.
Sus pies cuadrados y morenos estaban descalzos; eran pies duros, castigados, con el segundo dedo del pie izquierdo deformado a causa de una antigua fractura. Rob había visto a menudo sus pies descalzos y había sentido curiosidad por saber cómo se había roto el dedo, pero nunca se lo había preguntado.
Levantó la vista y vio el rostro de su buena amiga. Makwa tenía los ojos abiertos, pero el humor vítreo había perdido presión y se había se cado, lo que hacia que parecieran más muertos que el resto de su cuerpo. Se los cerró rápidamente e hizo peso colocando una moneda sobre cada párpado, pero tenia la impresión de que ella seguía mirándolo. Ahora que estaba muerta, su nariz se veía más pronunciada, más fea. No habría sido una mujer bonita cuando hubiera envejecido, pero su rostro ya mostraba una gran dignidad. Rob se estremeció y juntó las manos como un niño en actitud de rezar.
—Lo siento muchísimo, Makwa-ikwa.
No se hacía ilusiones de que ella lo oyera, pero hablarle le produjo cierto alivio. Cogió pluma, tinta y papel y copió los signos de sus pechos porque tenía la impresión de que eran importantes. No sabia si alguien los entendería, porque ella no había preparado a nadie para que la sucediera como guardiana de los espíritus de los sauk ya que creía que aún le quedaban muchos años. Rob J. suponía que ella había pensado que uno de los hijos de Luna y Viene Cantando llegaría a ser un buen aprendiz.
Hizo un rápido bosquejo de su rostro, tal como había sido.
Algo terrible le había ocurrido a él, como a ella. Soñaría con esta muerte como soñaba siempre con el estudiante—de—medicina—y—verdugo que sostenía en alto la cabeza cortada de su amigo Andrew Gerould de Lanark. No comprendía qué era lo que conducía a la amistad más que al amor, pero en cierta manera esta india y él se habían convertido en auténticos amigos, y la muerte de ella significaba una pérdida para él.
Por un instante olvidó su voto de no violencia: si hubiera tenido a su alcance a los que habían hecho esto posiblemente los habría aplastado como a insectos.
El momento quedó superado. Se ató un pañuelo para taparse la nariz y la boca y así protegerse del olor. Cogió el escalpelo e hizo unos cortes rápidos, abriendo el cuerpo de Makwa en forma de una gran U, de un hombro a otro, y luego un corte entre los pechos, en una línea recta que descendía hasta el ombligo, formando así una Y exangüe. Sus de dos carecían de sensibilidad y obedecían a su mente con torpeza; era una suerte que no se tratara de un paciente vivo. Hasta el momento de retirar las tres alas que habían quedado formadas, el cuerpo espeluznante era Makwa. Pero cuando cogió el escoplo para liberar el esternón, se obligó a entrar en un nivel de conciencia diferente que apartó de su mente todo salvo las tareas especificas, y se sumergió en la rutina que le era familiar y empezó a hacer lo que había que hacer.
INFORME DE MUERTE VIOLENTA
Sujeto: Makwa-ikwa.
Domicilio: Granja Cole, Holden’s Crossing, Illinois.
Ocupación: Ayudante en el dispensario del Dr. Robert J. Cole.