Authors: Noah Gordon
Edad: 29 años, aproximadamente.
Estatura: 1,75 m.
Peso: 63 kg, aproximadamente.
Circunstancias:El cuerpo de la victima, una mujer de la tribu sauk, fue descubierto en una zona arbolada de la granja de ovejas Cole por alguien que pasaba, a medía tarde del 3 de septiembre de I85I. Presenta once puñaladas que se extienden en una línea irregular desde el corte de la yugular bajando por el esternón hasta un punto aproximadamente dos centímetros por debajo del xifoides. Las heridas tienen de 0,947 a 0,952 cm de ancho. Fue ron hechas con un instrumento puntiagudo, tal vez una hoja metálica, de forma triangular, cuyos tres bordes estaban perfecta mente afilados.
La víctima, que era virgen, fue violada. Los restos de himen indican que se encontraba imperforatus, que la membrana era gruesa y se había vuelto inflexible. Probablemente el violador (o violadores) no pudo llevar a cabo la penetración con el pene; la desfloración se completó mediante un instrumento despuntado, con pequeñas protuberancias ásperas o melladas que produjeron un daño absoluto a la vulva, incluyendo rasguños profundos en el perineo y en los labios mayores y desgarrando y arrancando los labios menores y el vestíbulo de la vagina. Antes o después de esta sangrienta desfloración, la víctima fue colocada boca abajo.
Las magulladuras de sus muslos sugieren que la sujetaron en esa posición mientras era sodomizada, indicando que los agresores eran al menos dos individuos, y probablemente más. El daño causado por la sodomía incluye el estiramiento y desgarramiento del conducto anal. En el recto se encontró esperma, y en el colon descendente se apreció una hemorragia pronunciada. Otras contusiones en otras partes del cuerpo y en la cara sugieren que la victima fue golpeada extensamente, con toda probabilidad por los puños de unos hombres.
Existen pruebas de que la víctima se resistió al ataque. Debajo de las uñas del segundo, tercer y cuarto dedos de la mano derecha hay fragmentos de piel y dos pelos negros, tal vez de barba.
Las puñaladas fueron dadas con fuerza suficiente para astillar la tercera costilla y penetrar en el esternón varias veces. El pulmón izquierdo fue penetrado dos veces y el derecho tres, des garrando la pleura y lesionando el tejido interno del pulmón; ambos pulmones debieron de quedar destruidos inmediatamente.
Tres de las puñaladas alcanzaron el corazón, y dos de ellas deja ron heridas en la región de la aurícula derecha; estas heridas tienen 0,887 y 0,799 cm de ancho, respectivamente. La tercera herida, la del ventrículo derecho, tiene o,803 cm de ancho. La sangre del corazón lesionado se acumuló completamente en la cavidad abdominal.
Los órganos no presentan nada extraordinario salvo los golpes. Una vez pesados se obtienen los siguientes datos: corazón, 203 g; cerebro, 1,43 kg, hígado, 1,62 kg; bazo, 199 g.
Conclusiones: Violación seguida de homicidio por parte de un individuo o individuos desconocidos.
(Firmado) Robert Judson Cole,
(doctor en medicina
(Médico forense Distrito de Rock Island
Estado de Illinois
Esa noche Rob J. se quedó levantado hasta tarde, copiando el in forme para presentarlo al funcionario del distrito y haciendo otra copia para entregársela a Mort London. Por la mañana, los sauk fueron a la granja y enterraron a Makwa-ikwa en el acantilado cercano al hedonoso—te, que daba al río. Rob les había ofrecido el lugar para el entierro sin consultar a Sarah.
Cuando ella se enteró, se puso furiosa.
—¿En nuestra tierra? ¿En qué estabas pensando? Una tumba es para siempre, estará allí eternamente. ¡Jamás nos libraremos de ella! —dijo en tono frenético.
—¡Cállate! —dijo Rob J. serenamente, y ella dio medía vuelta y se alejó.
Luna lavó a Makwa y la vistió con su vestido de gamuza de chamán de la tribu. Alden ofreció hacerle un ataúd de madera de pino, pero Luna dijo que la costumbre de ellos era enterrar a sus muertos simple mente envueltos en su mejor manta. Así que Alden ayudó a Viene Cantando a cavar la fosa. Luna les hizo cavar a primera hora de la mañana. Así era como se hacia, dijo: se cavaba la fosa a primera hora de la mañana y se hacia el entierro a primera hora de la tarde. Luna dijo que los pies de Makwa tenían que apuntar hacia el oeste, y envió a buscar al campamento sauk el rabo de una hembra de búfalo para colocarlo en la tumba. Eso ayudaría a Makwa-ikwa a llegar segura al otro lado del río de espuma que separaba la tierra de los vivos de la Tierra del Oeste, le explicó a Rob J.
El funeral fue un rito pobre. Los indios, los Cole y Jay Geiger se reunieron alrededor de la tumba y Rob J. esperó a que alguien dijera algo, pero nadie lo hizo. Ya no tenían a su chamán. Para su desesperación, vio que los sauk lo miraban a él. Si Makwa hubiera sido cristiana, él podría haber sido lo suficientemente débil para decir cosas que no creía. Dadas las circunstancias, se sentía totalmente incapaz. Desde algún sitio llegaron a su mente las palabras.
La barcaza en la que ella se sentó, como un trono
bruñido,
ardía sobre el agua; la popa de oro batido,
moradas las velas y tan perfumadas que los vientos
languidecían de amor por ellas; los remos de plata,
que llegaban el compás al sonar de las flautas, y
hacían
que el agua que golpeabann los siguiera con presteza.
Tan enamorada estaba de sus paladas. En cuanto a
su persona,
superaba toda descripción.
Jay Geiger lo miró como si estuviera loco. ¿Cleopatra? Pero se dio cuenta de que para él, ella había poseído una especie de oscura majestad, un brillo regio y sagrado, un tipo especial de belleza. Ella era mejor que Cleopatra; Cleopatra no había sabido lo que era el sacrificio personal, la lealtad, ni las hierbas. Nunca encontraría a ninguna igual a ella, y John Donne le prestó otras palabras para lanzarlas a la muerte.
Muerte no seas orgullosa, aunque alguien te haya
llamado
poderosa y espantosa, porque no lo eres,
porque aquellos en los que piensas queden derrotados,
no mueres, pobre Muerte, y sin embargo
no puedes matarme.
Cuando fue evidente que eso era todo lo que iba a decir, Jay se aclaró la garganta y pronunció unas pocas frases en lo que Rob J. supuso que era hebreo. Durante un instante temió que Sarah mencionara a Jesús, pero ella era demasiado tímida. Makwa había enseñado a los sauk algunos cánticos, y entonaron uno de ellos de manera discordante, pero todos juntos.
Tti-la-ye kei-ta-fno-ne i-no-ki,
tti-la-ye ke-ui-ta-mo-ne i-no-ki-i.
Me-na-ko-te-si-ta
ke-te-tna-ga-yo-se.
Era una canción que Makwa le había cantado muchas veces a Chamán, y Rob J. vio que aunque el niño no cantaba, sus labios se movían articulando las palabras. Al terminar la canción, concluyó también el funeral; y eso fue todo.
Más tarde, Rob J. fue al claro del bosque en el que se habían producido los hechos. Había gran cantidad de huellas de cascos de caballo. Le preguntó a Luna si alguno de los sauk era rastreador, pero ella dijo que los buenos rastreadores estaban muertos. De todas formas, para entonces ya habían pasado por allí varios hombres de London, y el suelo estaba pisoteado por caballos y hombres. Rob J. sabia qué estaba bus cando. Encontró el palo entre la maleza, donde había sido arrojado. Parecía un palo cualquiera, salvo por el color herrumbroso de un extremo. El otro zapato de Makwa había sido lanzado al bosque, al otro extremo del claro, por alguien que tenia un brazo fuerte. No vio nada más, y envolvió los dos objetos en un trozo de tela y se dirigió a la oficina del sheriff.
Mort London aceptó el papel y las pruebas sin hacer comentarios. Se mostró frío y un poco brusco, tal vez porque sus hombres habían pasado por alto el palo y el zapato al inspeccionar el lugar. Rob J. no se entretuvo.
Julian Howard lo saludó desde la puerta contigua a la oficina del sheriff, en el porche de la tienda del almacén.
—Tengo algo para usted —anunció Howard.
Buscó en su bolsillo, y Rob J. oyó el pesado tintineo de monedas grandes. Howard le extendió un dólar de plata.
—No hay prisa, señor Howard.
Pero Howard hizo un ademán en dirección a él con la moneda.
—Yo pago mis deudas —afirmó en tono siniestro, y Rob cogió la moneda sin mencionar que le pagaba cincuenta centavos de menos, contando la medicina que le había dejado.
Howard ya había dado media vuelta con un movimiento brusco.
—¿Cómo está su esposa? —le preguntó Rob.
—Mucho mejor. Ya no lo necesita.
Esa era una buena noticia y le ahorraba a Rob un viaje largo y difícil.
De modo que fue a la granja de los Schroeder, donde Alma empezaba prematuramente la limpieza general del otoño; era evidente que no tenía ninguna costilla rota. Después fue a visitar a Donny Baker, éste seguía con fiebre y su pie inflamado podía experimentar cualquier reacción. A Rob no le fue posible hacer nada más que cambiar el vendaje y darle un poco de láudano para el dolor.
El resto del día resultó siniestro y desdichado. La última visita que hizo fue a la granja de Gilbert, donde encontró a Fletcher White en un estado preocupante, medio ciego, con su delgado cuerpo convulsionado por la tos y respirando dolorosa y laboriosamente.
—Estaba mejor—musitó Su2y Gilbert.
Rob J. sabía que Suzy tenia unos niños que atender e infinidad de cosas que hacer; había dejado de hervir agua y de darle a beber cosas calientes demasiado pronto, y Rob sintió deseos de gritarle y sacudirla.
Pero cuando cogió las manos de Fletcher supo que al anciano le que daba poco tiempo de vida, y lo que él menos quería era sugerir a Suzy la idea de que su descuido había matado a su padre. Le dejó un poco del fuerte tónico de Makwa para aliviar a Fletcher. Se dio cuenta de que le quedaba poca cantidad. La había visto prepararlo infinidad de veces y creía conocer sus sencillos ingredientes. Tendría que empezar a prepararlo él mismo.
Había pensado pasar las horas de la tarde en el dispensario, pero cuando regresó a la granja se encontró con una situación caótica. Sarah estaba pálida. Luna, que no había llorado por la muerte de Makwa, sollozaba amargamente, y todos los chicos estaban aterrorizados. Mientras Rob J. estaba ausente, habían llegado Mort London y Fritz Graham, su ayudante regular, y Otto Pfersick, ayudante sólo para esa ocasión. Habían apuntado a Viene Cantando con sus rifles. Mort lo había arrestado. Luego le habían atado las manos a la espalda, le habían rodeado el cuerpo con una cuerda y se lo habían llevado arrastrado por los caballos, como si fuera un buey.
Los último indios en Illinois
—Ha cometido un error, Mort—afirmó Rob J.
Mort London pareció incómodo, pero sacudió la cabeza.
—No. Pensamos que lo más probable es que la haya matado este hijo de puta.
Sólo unas horas antes, cuando Rob J. había estado en la oficina, London no le había mencionado que pensara ir a su granja y arrestar a uno de sus trabajadores. Algo no encajaba; el problema de Viene Cantando era como una enfermedad sin etiología manifiesta. Rob tomó nota del “pensamos” que había pronunciado London. Sabia quiénes eran los que pensaban, y suponía que en cierto modo Nick Holden pretendía capitalizar políticamente la muerte de Makwa. Pero Rob controló su ira con cautela.
—Un terrible error, Mort.
—Hay un testigo que vio a ese enorme indio en el mismo claro en que la encontraron a ella, poco antes de que ocurriera el asesinato.
“Lo cual no era sorprendente —pensó Rob J.—, teniendo en cuenta que Viene Cantando era uno de sus jornaleros y que el bosque del río era parte de su granja.”
—Quiero pagar la fianza.
—No lo puedo poner en libertad bajo fianza. Tenemos que esperar a que el juez de distrito salga de Rock Island.
—¿Cuánto tiempo llevará eso?
London se encogió de hombros.
—Una de las cosas buenas de los ingleses es el debido proceso legal.
Se supone que aquí también lo tenemos.
—No se puede pedir a un juez de distrito que se dé prisa por un indio.
Cinco, seis días. Puede que una semana.
—Quiero ver a Viene Cantando.
London se levantó y lo condujo hasta el calabozo de dos celdas que se encontraba junto a la oficina del sheriff. Los ayudantes estaban en el oscuro pasillo que había entre ambas celdas, con los rifles sobre las rodillas. Fritz Graham parecía pasárselo bien. Otto Pfersick daba la impresión de que deseaba regresar a su molino para seguir trabajando.
Una de las celdas estaba vacía. La otra estaba llena de la humanidad de Viene Cantando.
—Desátelo —dijo Rob J. débilmente.
London vaciló. Rob J. se dio cuenta de que tenían miedo de acercarse al prisionero. Viene Cantando tenia una contusión en el ojo derecho (¿el golpe del cañón de un arma?). La corpulencia del indio era imponente.
—Déjeme entrar. Yo mismo lo desataré.
London abrió la celda y Rob J. entró solo.
—Pyawanegawa —dijo, colocando su mano sobre el hombro de Viene Cantando y llamándolo por su nombre indio.
Se colocó detrás de Viene Cantando y empezó a tirar de la cuerda que lo ataba; pero el nudo estaba muy apretado.
—Es necesario cortarlo—le dijo a London—. Páseme un cuchillo.
—Ni hablar.
—En mi maletín hay una tijera.
—Eso también puede ser un arma —gruñó London, pero permitió a Graham coger la tijera.
Rob J. logró cortar la cuerda. Frotó las muñecas de Viene Cantando con ambas manos; lo miró a los ojos y le habló como a su hijo sordo.
—Cawso wobeskiou ayudará a Pyawanegawa. Somos hermanos de la misma Mitad, los Pelos Largos, los Keeso-qui.
Pasó por alto la expresión de sorpresa y desdén de los blancos que es cuchaban al otro lado de las rejas. No sabía hasta qué punto Viene Cantando había comprendido sus palabras. Los ojos del sauk eran oscuros y tristes, pero cuando Rob J. los miró atentamente vio en ellos un cambio, algo de lo que no podía estar seguro, algo que podría haber sido furia o simplemente el débil renacer de la esperanza.