Authors: Noah Gordon
El 131 de Indiana bajó del tren en un lugar llamado Winchester, y ocuparon la ciudad, llenándola de uniformes azules. Mientras eran descargados los caballos y los equipos, el coronel Symonds desapareció en el interior de un edificio que servía como cuartel general, cerca de la estación de ferrocarril, y cuando salió, las tropas y los carros estaban formados en orden de marcha, y se pusieron en camino hacía el sur.
Al firmar el contrato, a Rob J. le habían dicho que el caballo corría de su cuenta, pero en Cairo no había tenido necesidad urgente de disponer de un caballo porque no usaba uniforme ni tomaba parte en los desfiles Además, allí donde llegaba el ejército, los caballos empezaban a escasear porque la caballería reclamaba todos los que tenía al alcance de la vista, ya fueran animales de carrera o para tirar de un arado. Así que ahora, sin caballo, viajó en la ambulancia, sentado junto al cabo Ordway, que llevaba el tiro. Rob J. aún se sentía tenso en presencia de Lanning Ordway, pero la única pregunta que éste había planteado con cautela era por qué un miembro hablaba “con acento extranjero”, refiriéndose a la pronunciación gutural escocesa que en alguna ocasión se deslizaba en el habla de Rob J. Este le explicó que había nacido en Boston y que de muy joven lo habían llevado a Edimburgo para que estudiara allí, y Ordway pareció satisfecho. Ahora se mostraba alegre y amistoso, evidentemente complacido de trabajar para un hombre que tenía motivos políticos para cuidarlo.
Por un camino de tierra pasaron junto a un mojón que señalaba hacía Fredericksburg.
—¡Dios Todopoderoso! -exclamó Ordway-. Espero que a nadie se le ocurra enviar un segundo grupo de yanquis contra esos artilleros rebeldes que están en las colinas de Fredericksburg.
Rob J. no pudo menos que coincidir.
Varias horas antes del anochecer, el 131 llegó a la orilla del rio Tappahannock, y Symonds les indicó que se detuvieran y acamparan. Convocó una reunión de todos los oficiales delante de su tienda, y Rob J. se quedó a un lado del grupo de uniformados y escuchó.
—Caballeros, durante medio día hemos sido miembros del ejército federal del Potomac, que está a las órdenes del general Joseph Hooker -les dijo Symonds.
Añadió que Hooker había reunido una fuerza de unos ciento veintidós mil hombres, esparcidos en una amplía zona. Robert E. Lee tenía aproximadamente noventa mil confederados en Fredericksburg La caballería de Hooker había rechazado al ejército de Lee durante mucho tiempo, y estaban convencidos de que Lee se estaba preparando para invadir el Norte en un intento por apartar a las fuerzas de la Unión del sitio de Vicksburg, pero nadie sabía dónde ni cuándo se produciría la invasión.
—En Washington la gente está lógicamente nerviosa -añadió-, por que el ejército confederado está a sólo un par de horas de la Casa Blanca. El 131 viaja para sumarse a otras unidades cerca de Fredericksburg.
Los oficiales consideraron la noticia con seriedad. Distribuyeron retenes en diferentes lugares, y el resto del campamento se retiró a pasar la noche. Después de comer su ración de cerdo y judías, Rob J. se echó hacía atrás y contempló las estrellas de la noche estival. Le resultaba difícil pensar en unas fuerzas tan numerosas. ¡Noventa mil confederados!
¡Ciento veintidós mil soldados de la Unión! Y unos haciendo todo lo posible por matar a los otros.
Era una noche despejada. Los seiscientos catorce soldados del 131 de Indiana durmieron al raso, sin molestarse en levantar las tiendas. La mayor parte de ellos aún arrastraban el constipado del norte, y el sonido de la tos era suficiente para advertir de su presencia a cualquier enemigo cercano. Rob J. tuvo una pesadilla: se preguntaba qué ruido harían ciento veintidós mil hombres tosiendo al mismo tiempo. El médico auxiliar interino se rodeó el cuerpo con los brazos, estremecido. Sabía que si dos ejércitos tan numerosos iban a enfrentarse y luchar, harían falta más hombres que los de toda la banda para trasladar a los heridos.
Les llevó dos días y medio llegar a Fredericksburg. En el camino estuvieron a punto de sucumbir al arma secreta de Virginia: la nigua.
El diminuto acárido rojo caía sobre ellos cuando pasaban bajo los árboles, y se pegaba a su piel cuando caminaban entre la hierba. Si se pegaba a sus ropas emigraba hasta llegar a la piel, donde introducía todo su cuerpo para alimentarse de la carne. Pronto los hombres se llenaron de sarpullido entre los dedos de las manos y de los pies, en las nalgas y en el pene. El acárido tenía el cuerpo formado por dos partes: si un soldado veía una de ellas introducirse en su piel e intentaba quitársela, la nigua se partía a la altura de la estrecha cintura, y la porción que ya se había introducido hacía tanto daño como el que habría hecho toda la nigua. Al tercer día, la mayor parte de los soldados se rascaban y lanzaban maldiciones, y algunas heridas ya habían empezado a supurar a causa del calor húmedo.
Rob J. no podía hacer nada más que rociar azufre sobre los insectos introducidos en la piel, pero algunos hombres ya habían tenido experiencia con las niguas y les enseñaron a los demás que el único remedio consistía en sujetar el extremo encendido de un trozo de madera o de un cigarrillo junto a la piel, hasta que la nigua empezara a retroceder, atraída por el calor. Entonces se la podía coger y quitar lenta y cuidadosamente, para que no se rompiera. En todo el campamento se veían hombres quitándose mutuamente las niguas, y a Rob J. le recordaron los monos del zoológico de Edimburgo cuando se quitaban los piojos unos a otros.
La epidemia de niguas no anuló el terror. La aprensión de los soldados aumentaba a medida que se acercaban a Fredericksburg, que había sido el escenario de la matanza yanqui en la primera batalla.
Pero cuando llegaron sólo vieron uniformes azules de la Unión, por que Robert E. Lee había retirado hábil y silenciosamente sus tropas varios días antes, al amparo de la noche, y su ejército del norte de Virginía se encaminaba hacía el norte. La caballería federal estaba rechazando el avance de Lee, pero el ejército del Potomac no lo perseguía, por razones que sólo el general Hooker conocía.
Acamparon en Fredericksburg durante seis días; descansaron, se curaron las ampollas de los pies, se quitaron las niguas, limpiaron y engrasaron las armas. Cuando estaban fuera de servicio, subían en pequeños grupos las colinas en las que sólo seis meses atrás casi trece mil soldados de la Unión habían resultado muertos o heridos.
Al mirar hacía abajo y ver que sus camaradas constituían un blanco muy fácil mientras subían detrás de ellos, se alegraron de que Lee se hubiese marchado antes de que ellos llegaran.
Cuando Symonds recibió nuevas órdenes, tuvieron que ir otra vez hacía el norte. Mientras avanzaban por un camino de tierra recibieron la noticia de que Winchester, donde habían abandonado el tren había sido duramente atacada por los confederados, a las órdenes del general Richard S. Ewell. Había sido otra victoria rebelde: noventa y cinco soldados de la Unión muertos, trescientos cuarenta y ocho heridos y más de cuatro mil desaparecidos o hechos prisioneros.
Mientras viajaba incómodo en la ambulancia por ese pacífico camino rural, Rob J. no se permitió creer en el combate, del mismo modo que, siendo niño, no se había permitido creer en la muerte.
¿Por qué iba a morir la gente? No tenía sentido puesto que era más agradable vivir. ¿Y por qué la gente iba a luchar en una guerra? Era más agradable avanzar adormilado por ese camino sinuoso y soleado que enredarse en aquel asunto de matar.
Pero así como su incredulidad infantil con respecto a la muerte había concluido con la muerte de su padre, la realidad del presente lo sacudió cuando llegaron a Fairfax Courthouse y vio lo que quería decir la Biblia cuando describía un enorme ejército como una multitud.
Acamparon en una granja, en seis campos, en medio de la artillería, la caballería y otros soldados de infantería. Mirara donde mirase, Rob J. veía soldados de la Unión. El ejército cambiaba constantemente porque las tropas llegaban y se marchaban. El día anterior a la llegada del 131 se enteraron de que el ejército del norte de Virginia a las órdenes de Lee ya había invadido el Norte, cruzando el río Potomac y entrando en Maryland. Una vez que Lee se había comprometido, Hooker hizo lo mismo, enviando tardíamente las primeras unidades de su ejército hacía el norte, intentando permanecer entre Lee y Washington. Pasaron cuarenta horas más antes de que el 131 formara filas y reanudara la marcha con rumbo al norte.
Cada ejército era demasiado grande y difuso para ser reinstalado rápida y totalmente. Parte de las fuerzas de Lee estaban aún en Virginia, avanzando para cruzar el río y unirse a su comandante. Los dos ejércitos eran monstruos deformes y palpitantes que se dispersaban y se contraían, siempre en movimiento, a veces uno al lado del otro.
Cuando sus bordes se tocaban por casualidad, se producían escaramuzas que parecían ráfagas de chispas: en Upperville, en Haymarket, en Aldie, y en varios lugares más. El l31 de Indiana no tuvo más pruebas concretas de lucha que en una ocasión, en plena noche, cuando la linea exterior de retenes intercambió algunos disparos inútiles con unos jinetes que huyeron a toda prisa.
La noche del 27 de junio, los hombres del 13l cruzaron el Potomac en pequeñas barcas. A la mañana siguiente reanudaron la marcha hacía el norte, y la banda de Fitts atacó Maryland. A veces, cuando se cruzaban con la gente, alguien los saludaba, pero los habitantes de Maryland junto a los que pasaban no parecían impresionados porque llevaban varios días viendo desfilar a las tropas. Rob J. y los soldados pronto quedaron absolutamente hartos del himno del Estado de Maryland, pero a la mañana siguiente, cuando avanzaban por onduladas tierras de labrantío y entraban en una elegante población, la banda aún lo seguía tocando.
—¿Qué parte de Maryland es esto? -le preguntó Ordway a Rob J.
—No lo sé. -Pasaban junto a un banco en el que estaba sentado un anciano que miraba pasar a los militares-. Señor -lo llamó Rob J.-, ¿cómo se llama este lugar tan bonito?
El cumplido pareció desconcertar al anciano.
—¿Nuestra ciudad? Esta bonita ciudad es Gettysburg, Pensilvanía -respondió.
Aunque los hombres del 131 de Indiana no lo sabían, el día que entraron en Pensilvanía habían estado al mando de otro general durante veinticuatro horas. El general George Meade había sido nombrado para reemplazar al general Joe Hooker, que pagó el precio de su persecución tardía de los confederados.
Atravesaron la pequeña ciudad y marcharon a lo largo de Taneytown Road. El ejército de la Unión estaba concentrado al sur de Gettysburg, y Symonds los hizo detenerse en un enorme prado ondulado en el que podían acampar. El aire era pesado y caliente y estaba cargado de humedad y desafio. Los hombres del 13l hablaban del grito rebelde. No lo habían oído mientras estaban en Tennessee, pero si habían oído hablar mucho de él, y escuchado muchísimas imitaciones. Se preguntaban si en los días siguientes llegarían a oir el auténtico.
El coronel Symonds sabía que la actividad era el mejor remedio para los nervios, de modo que formó grupos de trabajo y les hizo cavar posiciones de ataque no muy profundas detrás de pilas de cantos rodados que podían utilizarse como parapetos. Esa noche se fueron a dormir con el canto de los pájaros y de los saltamontes, y a la mañana siguiente despertaron con más calor y el sonido de frecuentes disparos a varios kilómetros al norte, en dirección a Chambersburg Pike.
Alrededor de las once de la mañana, el coronel Symonds recibió nuevas órdenes, y el 131 avanzó casi un kilómetro por una colina arbolada hasta un prado en un terreno alto, al este de Emmitsburg Road. La prueba de que la nueva posición estaba más cerca del enemigo fue el siniestro descubrimiento de seis soldados de la Unión que parecían dormidos sobre la hierba. Los seis retenes muertos estaban descalzos por que los sudistas -que iban mal calzados- les habían robado los zapatos.
Symonds ordenó que cavaran más parapetos y colocó nuevos retenes. A petición de Rob J. se colocó una estructura larga y estrecha de troncos, como un emparrado, en el limite del bosque; luego se cubrió con un techo de ramas con hojas para proporcionar sombra a los heridos, y fuera de este cobertizo Rob J. instaló la mesa de operaciones.
A través de los jinetes que llevaban los partes, pudieron enterarse de que los primeros disparos se habían producido en un choque entre las caballerías. A medida que pasaba el día, los ruidos de la batalla crecían en el norte: un sonido ronco y regular de mosquetes, como el ladrido de miles de perros feroces, y el fragor discordante e interminable de los cañones. Cada movimiento del aire pesado parecía transfigurar el rostro de los soldados.
A primeras horas de la tarde el l31 se trasladó por tercera vez en el día; marchó en dirección a la ciudad y al ruido del combate, hacía los destellos del fuego de los cañones y las nubes de humo blanco grisáceo.
Rob J. había llegado a conocer a los soldados y era consciente de que la mayoría de ellos ansiaba tener una herida poco importante, tan sólo un rasguño, un rasguño que dejara una marca que cicatrizara rápidamente, para que al volver a casa la familia viera cómo habían sufrido para lograr una valerosa victoria. Pero ahora avanzaban hacía donde los hombres morían. Marcharon sobre la ciudad, y poco después, mientras subían la colina, quedaron rodeados por los sonidos que hasta entonces habían oído de lejos. En varias ocasiones las descargas de la artillería silbaron por encima de sus cabezas, mientras pasaban junto a la infante ría y se disparaban cuatro baterías de cañones. Al llegar a la cumbre, cuando les ordenaron que se instalaran, descubrieron que habían sido colocados en medio del Cemetery Hill, el cementerio que daba nombre al lugar.
Rob J. estaba instalando su puesto de socorro detrás de un mausoleo imponente que ofrecía protección y un poco de sombra cuando un agitado coronel subió por la colina y preguntó por el médico militar. Se identificó como el coronel Martin Nichols, del departamento médico, y dijo que era el encargado de organizar los servicios médicos.
—¿Tiene usted experiencia como cirujano? -le preguntó a Rob J.
No era el momento adecuado para la modestia.
—Si. Tengo mucha experiencia -respondió Rob J.
—Entonces lo necesito en un hospital al que están enviando los casos graves de cirugía.
—Si no le importa, coronel, quiero quedarme en este regimiento.