Authors: Noah Gordon
—No creo que me necesite de nuevo—le informó—. Pero quiero que me envíe a buscar de inmediato si se produce una infección de oídos.
La mujer bajó la escalera antes que él y debió de decir unas palabras tranquilizadoras a los que estaban en la sala porque cuando Rob J.
se acercó a la puerta todos lo esperaban con regalos: un frasco de miel, tres frascos de confitura, una botella de vino. Y un montón de palabras de agradecimiento. Una vez fuera de la casa, Rob se quedó mirando desconcertadamente a Alden, con las manos llenas de cosas.
—Le están agradecidos por haber atendido al muchacho —le explicó Alden—. La señora Bidamon es la viuda de Joseph Smith, el profeta de los santos del último día, el hombre que fundó la religión. El chico es hijo de él y también se llama Joseph Smith. Ellos creen que el chico también es profeta.
Mientras se alejaban, Alden contempló la ciudad de Nauvoo y lanzó un suspiro.
—Este era un sitio fantástico para vivir, pero todo se echó a perder porque Joseph Smith no podía dominar su polla. El y su poligamia. Las llamaba esposas espirituales. No había nada espiritual en ello; simple mente le gustaba follar.
Rob J. sabía que los santos habían sido obligados a marcharse de Ohio, de Missouri y finalmente de Illinois porque los rumores de sus matrimonios múltiples habían indignado a las gentes del lugar. Nunca le había hecho preguntas a Alden sobre su vida anterior, pero esta vez no pudo resistir la tentación.
—¿Tú también tenías más de una esposa?
—Tres. Cuando rompí con la iglesia, ellas fueron repartidas entre otros santos, junto con sus niños.
Rob no se atrevió a preguntar cuántos niños. Pero el demonio lo empujó a hacer una pregunta más:
—¿Eso te molestó?
Alden reflexionó y lanzó un escupitajo.
—La variedad era interesante, sin duda, no voy a negarlo. Pero sin ellas la paz es maravillosa—concluyó.
Esa semana Rob pasó de visitar a un joven profeta a atender a un anciano miembro del Congreso. Fue citado a Rock Island para atender al diputado de Estados Unidos Samuel T. Singleton, que había sufrido un ataque mientras regresaba de Washington a Illinois.
Cuando Rob entraba en casa de Singleton, Thomas Beckermann se marchaba; Beckermann le contó que Tobías Barr también había examinado al diputado Singleton.
—Pide demasiadas opiniones médicas, ¿no le parece? —comentó Beckermann con acritud.
Eso indicaba el alcance de los temores de Sammil Singleton, y cuando Rob J. examinó al diputado se dio cuenta de que sus temores estaban bien fundados. Singleton era un hombre de setenta y nueve años, bajo, casi calvo, de constitución débil y estómago gigantesco.
Rob J. oyó que su corazón jadeaba y gorjeaba en un esfuerzo por latir.
Cogió las manos del anciano entre las suyas y miró la muerte a los ojos.
Stephen Hume, el ayudante de Singleton, y Billy Rogers, su secreta río, estaban sentados al pie de la cama.
—Hemos estado en Washington todo el año. Tiene que pronunciar discursos. Y arreglar asuntos pendientes. Tiene que hacer montones de cosas, doctor —dijo Hume en tono acusador, como si la indisposición de Singleton fuera culpa de Rob J.
Hume era un apellido escocés, pero a Rob J. no le caía nada bien.
—Debe quedarse en la cama —le dijo a Singleton francamente—. Olvídese de los discursos y de los asuntos pendientes. Siga una dieta ligera.
Beba alcohol en pequeñas cantidades.
Rogers lo miró con expresión airada.
—Eso no es lo que nos dijeron los otros dos médicos. El doctor Barr dijo que cualquiera quedaría agotado después de hacer un viaje desde Washington. Ese otro colega de su pueblo, el doctor Beckermann, coincidió con Barr, y dijo que todo lo que el diputado necesita es comida casera y aire de la pradera.
—Pensamos que seria una buena idea llamar a varios colegas por si había una diferencia de opinión —comentó Hume—. Y eso es lo que tenemos. Los otros médicos no están de acuerdo con usted, son dos contra uno.
—Muy democrático. Pero no se trata de unas elecciones. —Rob J. se volvió hacia Singleton—. Por su propia supervivencia, espero que haga lo que le sugiero.
Los ojos fríos del anciano mostraron una expresión divertida.
—Usted es amigo de Holden, el senador del Estado. Y su socio en varias aventuras comerciales, según tengo entendido.
Hume se echó a reír entre dientes.
—Nick espera con impaciencia que el diputado se retire.
—Soy médico. Y me importa un bledo la política. Usted me mandó llamar a mi, diputado.
Singleton asintió y lanzó una mirada significativa a los dos hombres.
Billy Rogers condujo a Rob fuera de la habitación. Cuando intentó subrayar la gravedad del estado de Singleton, recibió una inclinación de cabeza del secretario, una zalamera frase de agradecimiento típica de un político. Rogers le pagó sus honorarios como si estuviera dando una propina a un mozo de cuadra, y lo hizo marcharse rápidamente por la puerta principal.
Un par de horas más tarde, mientras conducía a Vicky por la calle Main de Holden’s Crossing, vio que la red de información de Nick Holden ya estaba en marcha. Nick esperaba en el porche de la tienda de Haskins, con la silla inclinada hacia atrás contra la pared y una bota sobre la barandilla. Cuando divisó a Rob J. le hizo una señal para que se acercara al palo de atar los caballos.
Nick lo llevó enseguida a la habitación posterior de la tienda y no hizo el menor intento por ocultar su excitación.
—¿Y bien?
—¿Y bien, qué?
—Sé que vienes de ver a Sammil Singleton.
—Sólo hablo de mis pacientes con mis pacientes. Y a veces con sus seres queridos. ¿Tú eres uno de los seres queridos de Singleton?
Holden sonrió.
—Lo aprecio muchísimo.
—Que lo aprecies no sirve, Nick.
—Bueno, Rob J. Sólo quiero saber una cosa. ¿Tendrá que retirarse?
—Si quieres saberlo, pregúntaselo a él.
Holden protestó en tono amargo.
Al salir de la tienda, Rob J. rodeó cuidadosamente una trampa para ratones. La ira de Nick lo siguió junto con el olor a arreos de cuero y a simiente de patata podrida.
—Tu problema, Cole, es que eres demasiado estúpido para saber quiénes son tus amigos de verdad!
Probablemente Haskins tenia que ocuparse todas las noches de guardar el queso, de tapar la caja de las galletas y esas cosas. “Los ratones podían hacer estragos con los alimentos por la noche”, pensó Rob mientras atravesaba la parte delantera de la tienda; y viviendo tan cerca de la pradera, no había forma de evitar la presencia de los ratones.
Cuatro días más tarde, Samuel T. Singleton estaba sentado a una mesa con dos concejales de Rock Island y tres de Davenport, Iowa, explicando la situación fiscal del Ferrocarril de Chicago y Rock Island, que proponía construir un puente ferroviario sobre el Mississippi para unir ambas ciudades. Estaba hablando de la servidumbre de paso cuando lanzó un débil suspiro, como si estuviera exasperado, y se desplomó en su asiento. Mientras iban a buscar al doctor Tobías y éste llegaba a la taberna, todos los vecinos se enteraron de que Sammil Singleton había muerto.
Al gobernador le llevó una semana designar al sucesor. Inmediatamente después del funeral, Nick Holden partió rumbo a Springfield para intentar algún apaño en la designación. Rob imaginó el tira y afloja en el que se habría metido, y sin duda hubo un esfuerzo por parte del otrora compañero de copas de Nick, el vicegobernador nacido en Kentucky. Pero evidentemente la organización de Singleton tenia a sus propios compañeros de copas, y el gobernador designó al ayudante de Singleton, Stephen Hume, para que cumpliera el mandato de año y medio que aún no había concluido.
—A Nick le han fastidiado—comentó Jay Geiger—. Entre este momento y el final del mandato, Hume se hará fuerte. La próxima vez se presentará como el titular, y a Nick le será casi imposible vencerlo.
A Rob J. le tenia sin cuidado. Estaba absorto en lo que ocurría dentro de las paredes de su hogar.
Al cabo de dos semanas dejó de atarle las manos a su hijo. Chamán ya no intentaba hacer señas, pero tampoco hablaba. Había algo muerto y triste en los ojos del pequeño. Le daban mucho cariño, pero él sólo quedaba momentáneamente aliviado. Cada vez que Rob miraba a su hijo se sentía inseguro e impotente.
Entretanto, todos los que lo rodeaban seguían sus instrucciones como si él fuera infalible en el tratamiento de la sordera. Cuando le hablaban a Chamán lo hacían lentamente y pronunciando con claridad, señalándose la boca después de haber captado la atención del niño y animándolo a que leyera el movimiento de los labios.
Fue Makwa-ikwa quien pensó en un nuevo enfoque del problema.
Le contó a Rob cómo ella y las otras chicas sauk habían aprendido a hablar inglés rápida y eficazmente en la escuela evangélica para niñas Indias: durante las comidas no les daban nada salvo que lo pidieran en inglés.
Sarah se puso furiosa cuando Rob le planteó la cuestión.
—Por lo visto no te ha bastado con atarlo como si fuera un esclavo, y ahora quieres matarlo de hambre.
Pero a Rob J. no le quedaban muchas alternativas, y empezaba a desesperarse. Tuvo una conversación prolongada y sincera con Alex, que estuvo de acuerdo en cooperar, y le pidió a su esposa que hiciera una comida especial. Chamán sentía verdadera pasión por los sabores agridulces, y Sarah preparó pollo guisado con budín relleno de carne y frutas, y pastel caliente de ruibarbo como postre.
Esa noche, cuando la familia se sentó alrededor de la mesa y Sarah llevó el primer plato, ocurrió lo mismo que había sucedido durante varias semanas. Rob levantó la tapa de una humeante fuente y dejó que el olor del pollo, el budín y las verduras se extendiera por la mesa.
Sirvió primero a Sarah y luego a Alex. Agitó la mano hasta captar la atención de Chamán, y luego se señaló los labios.
—Pollo —dijo mientras levantaba la fuente—. Budín.
Chamán lo miró en silencio.
Rob J. se sirvió un trozo de pollo y se sentó.
Chamán observó a sus padres y a su hermano, que comían afanosamente. Levantó su plato vacío y lanzó un gruñido de irritación.
Rob se señaló los labios y levantó la fuente.
—Pollo.
Chamán acercó el plato.
—Pollo—repitió Rob J.
Como su hijo seguía guardando silencio, dejó la fuente en la mesa y siguió comiendo.
Chamán empezó a lloriquear. Miró a su madre, que había hecho un esfuerzo por terminar su ración. Ella se señaló los labios y le extendió su plato a Rob.
—Pollo, por favor —dijo, y él le sirvió.
Alex también pidió una segunda ración y se la dieron. Chamán se quedó sentado y movió irritado la cabeza; tenia el rostro contorsionado ante este nuevo ultraje, este nuevo terror, esta privación de comida.
Cuando terminaron el pollo y el budín retiraron los platos, y entonces Sarah llevó a la mesa el postre recién salido del horno y una jarra de leche. Sarah se enorgullecía de su pastel de ruibarbo, preparado según una antigua receta de Virginia, con mucho de jarabe de arce que burbujeaba con los jugos ácidos del ruibarbo hasta convertirse en caramelo en la parte superior como una insinuación del placer contenido debajo de la masa.
—Pastel —dijo Rob, y la palabra fue repetida por Sarah y por Alex.
—Pastel—le dijo a Chamán.
No había funcionado. Tenia el corazón destrozado. Pensó que, después de todo, no podía permitir que su hijo muriera de hambre; es mejor un niño mudo que un niño muerto.
Se cortó un trozo de pastel, con aire taciturno.
—¡Pastel!
Fue un aullido de ira, un estallido ante todas las injusticias del mundo. Era una voz conocida y amada, una voz que llevaba tiempo sin oír. Sin embargo, Rob J. se quedó sentado un momento con expresión estúpida, intentando asegurarse de que no había sido Alex el que había gritado.
—¡Pastel!!Pastel! ¡Pastel!—gritó Chamán—. ¡Pastel!
Su cuerpecito se sacudió de rabia y frustración. Tenia la cara empapada de lágrimas. Rechazó el intento de su madre de limpiarle la nariz.
“La delicadeza no importa en este momento —pensó Rob J.—; el por favor y el gracias también vendrán después.” Se señaló los labios.
—Si —le dijo a su hijo al tiempo que asentía y cortaba un trozo enorme de pastel—. Si, Chamán! Pastel.
La política
El trozo de tierra plano y lleno de hierbas que se encontraba al sur de la granja de Jay Geiger había sido comprado al gobierno por un inmigrante sueco llamado August Lund. Lund se pasó tres años rompiendo el grueso tepe, pero en la primavera del cuarto año su joven esposa enfermó y murió repentinamente de cólera, y su pérdida envenenó el lugar para Lund, y ensombreció su ánimo. Jay le compró la vaca y Rob J.
Los arreos y algunas herramientas, y ambos le pagaron más de lo que correspondía porque sabían lo desesperado que estaba Lund por marcharse de allí. El hombre regresó a Suecia y durante dos temporadas sus campos recién labrados quedaron desolados como una mujer abandonada, luchando por volver a ser lo que alguna vez habían sido. Luego la propiedad fue vendida por un agente de fincas de Springfield, y va ríos meses más tarde llegó una caravana de dos carros con un hombre y cinco mujeres que vivirían en esas tierras.
Un rufián acompañado por sus putas habría causado menos revuelo en Holden’s Crossing que el que produjo el sacerdote y las cinco monjas de la orden católica romana de San Francisco de Asís. En todo el distrito de Rock Island se había corrido la voz de que habían venido a abrir una escuela parroquial y a atraer a los niños al papismo. Holden’s Crossing necesitaba una escuela y también una iglesia. Lo más probable era que ambos proyectos hubieran quedado en agua de cerrajas durante años, pero la llegada de los franciscanos provocó revuelo. Después de una serie de “veladas sociales” en algunas granjas, se nombró un comité con el fin de recaudar fondos para la construcción de una iglesia, pero Sarah estaba molesta.
—No se ponen de acuerdo. Son como niños que no hacen más que discutir. Algunos sólo quieren una cabaña de troncos, para que resulte económico. Otros quieren una construcción de madera, de ladrillo o de piedra.
Ella prefería un edificio de piedra, con campanario, aguja y vidrie ras: una iglesia de verdad. Las discusiones se prolongaron a lo largo del verano, el otoño y el invierno, pero en marzo, enfrentados al hecho de que los habitantes del lugar también tenían que pagar el edificio de la escuela, el comité de construcción se decidió por una sencilla iglesia de madera con paredes de tablones en lugar de tablillas, y pintada de blanco. La polémica con respecto a la arquitectura fue disminuyendo hasta convertirse en un debate sobre la relación con una u otra confesión, pero en Holden’s Crossing había más baptistas que miembros de otras sectas, y venció la mayoría. El comité se puso en contacto con la congregación de la Primera Iglesia Baptista de Rock Island, que colaboró con consejos y con algo de dinero para conseguir que la nueva iglesia gemela se pusiera en marcha.