Si la frontera del Rin apenas contó con problemas dignos de mención, en Britania, en cambio, estalló una violenta revuelta. La pésima gestión de la administración romana, caracterizada por la avidez y la falta de escrúpulos con respecto a los indígenas, que habían de sufrir la confiscación de sus tierras en favor de colonos romanos y soportar las gravosas especulaciones de los usureros —uno de ellos, y no de los menos importantes, el filósofo Séneca—, y la decisión del gobierno central de sustituir los reinos clientes por una administración directa fueron los desencadenantes de este levantamiento, que dirigió la reina de los icenos, Búdica, con la participación de otras tribus hostiles a la dominación romana. Setenta mil ciudadanos romanos e indígenas romanizados fueron masacrados, antes de que Suetonio Paulino pusiera fin a la rebelión. La reina Búdica se suicidó y el gobernador romano se abandonó a una feroz represión, a la que puso fin su sustitución por otros responsables de la política en Britania, que, con medidas de apaciguamiento, probablemente dictadas por el gobierno central, lograron reconducir la situación en la isla hacia un normal desarrollo de la administración.
Con todo, el peso de la política exterior durante el reinado de Nerón hubo de inclinarse hacia Oriente, donde el problema de Armenia, la vieja manzana de la discordia entre Roma y el reino parto, se había reavivado en los últimos años del reinado de Claudio, con la entronización de Tirídates, el hermano del rey parto Vologeses.
Aunque poco después de la subida al trono de Nerón se decidió la ofensiva contra Armenia y se escogió al experimentado Cneo Domicio Corbulón para dirigirla, las operaciones no comenzaron hasta el año 58. Corbulón logró llevar las armas hasta la capital, Artaxata, mientras Tirídates huía, allanando el camino para transformar Armenia en provincia romana. Pero Nerón decidió entonces volver al sistema de Augusto de los protectorados y dejó el reino en manos de un príncipe vasallo. Vologeses se decidió a intervenir y, mientras atacaba la provincia de Siria, envió contra Armenia a Tirídates.
La sustitución de Corbulón por un inexperto comandante significó la derrota de las fuerzas romanas en Rhandeia. PeroVologeses, sin apu rar la victoria, prefirió un arreglo diplomático de la cuestión armenia:Tirídates sería entronizado, pero recibiría la corona de manos de Nerón, en Roma. La teatral ceremonia se celebró, como sabemos, en el año 66 d.C. y, a cambio de una jornada triunfal, hubo que pagar como precio, sin contar los exorbitantes gastos de la puesta en escena, el virtual abandono de Armenia a la influencia parta. Pero, en todo caso, inició un largo período de paz entre los dos imperios vecinos.
La solución del problema armenio en 63 d.C. se encuadraba en una política oriental de ambiciosos proyectos, que sólo en parte pudieron ser materializados y que aspiraban a convertir el mar Negro en un lago interior: en una fecha imprecisa, se llevó a cabo el sometimiento del reino del Bósforo, extendido al oriente de la península de Crimea, a la administración directa romana. Una flota, la classis Pontica, compuesta de cuarenta naves, tomó en sus manos la responsabilidad de vigilar las aguas del mar Negro y poner freno a la proliferación de la piratería. No se fue más allá: los planes que miraban a desencadenar una poderosa ofensiva contra los sármatas y llevar las fronteras romanas hasta el Caspio hubieron de ser abandonados ante el estallido, en 66 d.C., de la revuelta judaica.
La administración romana en Palestina nunca había sido tarea fácil: las tensiones sociales, el bandolerismo, las luchas religiosas y las sectas de fanáticos eran ya suficientes elementos de crispación y desorden, que la rapacidad, falta de escrúpulos y de tacto, esterilidad e inercia en su gestión de los procuradores romanos vinieron a agudizar. La elemental tensión entre ricos y pobres se mezclaba en Palestina con los odios religiosos que enfrentaban a los judíos entre sí (saduceos y fariseos, judíos y cristianos) y con los gentiles, ante todo los griegos, sobre un fondo general de profundo rencor hacia Roma.
Antonio Félix, el procurador romano de Judea a la subida al trono de Nerón, hubo de enfrentarse a un violento movimiento de sectarios fanáticos, los zelotas, que provocó violentos disturbios en el país. No obstante, durante ocho años, con la pequeña guarnición romana a su disposición, consiguió mantener la paz, si no la tranquilidad de la población, exasperada por la rapacidad romana y por la protección de las clases altas, en un estado de miseria general.
La tensa calma, no obstante, se convertiría en abierta rebelión con la pésima gestión de Gesio Floro, procurador desde el año 64, que añadió a la avaricia de sus predecesores una desmedida dureza de métodos. Gesio proporcionó una causa inmediata para la revuelta, con la confiscación de parte de los tesoros del Templo. A la sacrílega medida siguieron graves disturbios en Jerusalén, en mayo del año 66 d.C., desencadenados como consecuencia de la negativa del Sumo Sacerdote a sacrificar a Jehová por mandato del emperador, que culminaron con la masacre de la guarnición romana por parte de la enfurecida población. Gesio Floro hubo de pedir ayuda al ejército de Siria, que fracasó, por la inminencia del invierno, en su intento de asaltar Jerusalén, y hubo de retirarse a su provincia de estacionamiento, hostigado por las guerrillas palestinas.
Nerón, alarmado, decidió encargar la represión de la revuelta, ya convertida en guerra abierta, a un soldado experimentado, el futuro emperadorTito FlavioVespasiano, que, desde febrero de 67 d.C., con un ejército cuyo núcleo lo componían tres legiones, puso en marcha sistemáticamente su plan de someter el país palmo a palmo, antes del asalto final a Jerusalén. La rápida sucesión de los acontecimientos que habían de precipitar el final de Nerón llevaron a Vespasiano fuera de Palestina antes de completar su obra, a la que pondría fin en el año 70 d. C. su hijo Tito con la destrucción de la Ciudad Santa.
La política exterior de Nerón estuvo marcada por la falta de coherencia en la consideración del imperio como una unidad global, que necesitaba una acción equilibrada. De una parte, las tendencias filohelenas del emperador; de otra, la existencia real de problemas en la frontera oriental, se mezclaron para trasladar el peso de la política exterior a Oriente cuando todavía las raíces del imperio se encontraban en las provincias occidentales. La negligencia en la dedicación a los problemas provinciales, en un momento de crisis general, y todavía más, de crispación en la propia Roma, habrían de ampliar fatalmente el círculo de los descontentos hasta degenerar en rebelión abierta contra el trono. Parece necesario entrar en el análisis del mecanismo que daría al traste con el reinado de Nerón para comprender, por encima de los acontecimientos que desde el regreso del viaje a Grecia se precipitaron en rápida sucesión, las causas de esa extensa confabulación. Más allá de una simple conjura de palacio, como la que acabó con Calígula, el malestar general terminó convulsionando todas las fuerzas operantes del imperio —Senado, ejército, provincias— para producir una catástrofe que ya no quedó circunscrita sólo al cambio de dinasta, sino al cuestionamiento de la propia esencia del principado, sus funciones y su organización.
E
n el largo pulso mantenido entre Nerón y la aristocracia senatorial como consecuencia de un conflicto plurivalente, donde, frente a las tradiciones romanas, se trataba de imponer una ideología helenizante y autocrática, el
princeps
sólo encontró la solución a corto plazo de aniquilar a los exponentes de una oposición que, en sí misma, no era producto de un frente común y coherente en sus principios y metas. Pero si la ideología no había podido aunar a las fuerzas hostiles a Nerón, la represión consiguió crear una coalición que, por encima de su heterogeneidad social e ideológica, se manifestó concorde y firmemente convencida de la necesidad de derrocar al emperador. Es cierto que este aglutinante, incluso aunando todas las fuerzas de la aristocracia, no habría pasado de una conjura más, circunscrita al entorno de palacio, si la coyuntura económica, social, moral y política no hubiera proporcionado a los miembros de la oposición las armas ideológicas para extender el descontento a círculos más amplios.
El descubrimiento de la conjura deViniciano había suscitado la última ola de acciones represivas, que, sobre todo, se descargaron sobre la mitad occidental del imperio: las numerosas exacciones y confiscaciones, el exilio y supresión de un buen número de senadores y caballeros ricos, no quedaron circunscritos a la Urbe, sino que alcanzaron a las provincias, pero sobre todo a un ámbito especialmente delicado: el del ejército. El trágico destino de Corbulón y de los dos legados de Germanía tenía que suscitar la alarma entre los comandantes de los ejércitos, estacionados precisamente en las provincias occidentales, donde la subida de impuestos y la presión fiscal, generadas por la necesidad de hacer frente a las prodigalidades del emperador, habían aumentado el malestar general. El error de Nerón consistió en ignorar la importancia de las provincias, y sobre todo de los ejércitos provinciales, en la estabilidad política, centrando toda su preocupación en el entorno inmediato de la Urbe.
Pero, además, no supo comprender la capacidad de influencia de los senadores de Roma sobre sus colegas que estaban al mando de las legiones. El régimen imperial había nacido como consecuencia del acatamiento de todas las fuerzas militares a la autoridad de un
princeps
,Augusto, por encima de los intereses personales de los comandantes de las distintas unidades o, más aún, del acatamiento abstracto y general al Estado. La actitud de Nerón, descuidando las relaciones con el ejército y su interés por acciones militares personales, volvió a crear los presupuestos que, en los últimos tiempos de la república, habían hecho posible la guerra civil, esto es, la disposición de soldados y oficiales a seguir más a su comandante, inmediato árbitro de la concesión de ventajas materiales, que al emperador, convertido ahora en un ente abstracto, lejano e indiferente a sus problemas y aspiraciones.
Si es cierto que la conspiración que acabó con Nerón fue urdida en la oposición senatorial de Roma, un papel decisivo en su caída correspondió a las provincias, cuya situación económica generó la aparición y desarrollo de una oposición con respecto a la política de Nerón en los ejércitos provinciales, hostiles al poder central, que parecía desconocer sus problemas e inquietudes. Estos ejércitos estaban dirigidos por comandantes a los que las nuevas formas de la
severitas
impuestas por Nerón les hacían temer por sus propias vidas. Si añadimos el descontento en Italia, especialmente entre el grupo socialmente importante de los caballeros, que constituían la elite de los municipios, y la propia efervescencia de la plebe urbana, exasperada durante la estancia del emperador en Grecia por la falta de abastecimiento de trigo, tenemos los elementos suficientes para comprender el alcance de la conjuración, cuyo último envite fue dado precisamente por elementos pertenecientes a la élite del grupo
Neronia
no, impulsados por razones personales y, entre ellas, por el elemental intento de salvarse sacrificando al emperador.
El movimiento desencadenante partió de la Galia, y no fue tanto una revuelta militar como una sublevación civil, acaudillada por el propio legado de una de las tres provincias, la Lugdunense, Cayo Julio Víndex, descendiente de una distinguida familia celta de la Aquitania. Pertenecía al grupo de provinciales romanizados que, sobre todo gracias a Claudio, habían logrado introducirse en los círculos aristocráticos senatoriales y, en sintonía con ellos, participaba de sus preocupaciones por la dirección política, día a día más errática, del gobierno
Neronia
no. Con el apoyo de notables de la provincia y de las tribus de la Galia central y meridional —eduos, secuanos y arvernos—, Víndex logró reunir un ejército de cien mil hombres y se levantó abiertamente al grito de «libertad contra el tirano», en la primavera del 68 d.C. Realmente, no se conocen sus propósitos secretos y sus intenciones reales, entre las que se ha especulado con veleidades nacionalistas, proyectos de federalización, descontento por la política tributaria, nostalgias republicanas o simplemente el deseo de encontrar un sustituto más digno para regir los destinos del imperio. Víndex estaba en contacto con otros comandantes de ejércitos occidentales, y concretamente con Servio Sulpicio Galba, un anciano de setenta y dos años, de rancio abolengo republicano. Tan rico como avaro, después de haberse permitido rechazar en el año 41 a Agripina como esposa, había vivido apartado de la vida pública, hasta que Nerón, en el 60, lo envió como gobernador a la mayor de las provincias hispanas, la Tarraconense, única provista de un ejército regular, por su reputación de administrador capaz y enérgico
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Pero las legiones del Rin, que desde el norte atendían a la vigilancia de la Galia, permanecían fieles a Nerón, y fue el propio legado de Germanía Superior, Verginio Rufo, quien acudió de inmediato a sofocar la revuelta. Con tres legiones y numerosas tropas auxiliares, Rufo venció en Vesontio (Besancon) a las fuerzas de Víndex, que, tras la batalla, se suicidó. Entonces, las tropas enardecidas ofrecieron el principado a su comandante, que, no obstante, lo rechazó. Por su parte, Galba ya había tomado la decisión de rebelarse y el 2 de abril se pronunció en el foro de Cartago Nova (Cartagena), pero no en calidad de pretendiente al trono, sino como «legado del Senado y del pueblo romano». Previamente había reforzado las tropas de las que disponía —una legión, la VI Victrix— con nuevos reclutamientos en la provincia, con los que formó una segunda unidad (la VII Galbiana) y nuevos cuerpos auxiliares, entre ellos varias cohortes de vascones. También el gobernador de la vecina Lusitania, Salvio Otón
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, enemistado con Nerón por cuestiones personales —después de haberle sustraído su mujer, Popea, se lo quitó de en medio enviándolo a esta lejana provincia—, y el cuestor de la Bética, Aulo Cecina Alieno, se adhirieron a su causa. En cambio, fueron infructuosos sus intentos por conseguir la colaboración de Rufo, que siguió manteniéndose al margen, y la del legado de la legión de África, Clodio Macro, quien, si bien decidió también rebelarse contra Nerón, prefirió obrar por su cuenta «en nombre de la república». A la resolución de levantarse, tomada por Macro, al parecer no habían sido ajenos los deseos de venganza de la ex alcahueta de Nerón, Calvia Crispinila, que, desterrada de Italia a raíz de la muerte de Petronio, trabajó para convencer al legado.