E
l desmantelamiento de una conjura de tan vastas proporciones no significó para Nerón un toque de atención sobre la conveniencia de reflexionar en sus causas y, eventualmente, corregir el rumbo de su trayectoria personal y política. Por el contrario, aún se afirmó más tenazmente en la vieja aspiración a ser considerado, ante todo, por sus cualidades artísticas. En el año 65 volvieron a celebrarse los
Neronia
, los juegos instituidos el año 60, que debían tener lugar cada cinco años, pero, en esta ocasión, con la participación personal del emperador, que, a pesar de la resistencia del Senado —para evitar el escándalo propuso concederle el premio a la elocuencia y el canto antes de comenzar el concurso—, decidió inscribirse como uno más de los competidores. Tras los tímidos ensayos de los años anteriores ante un público escogido, había llegado la hora de exhibirse en Roma y públicamente. Bien es cierto que, unos años antes, en 63, tras la muerte de la pequeña Claudia, Nerón había hecho un ensayo general en Nápoles, la ciudad más griega de Italia, ante un público que creía con mayor comprensión para el arte lírico que el rudo romano. La entusiasta y, sin duda, interesada respuesta de la población napolitana —ni siquiera enturbiada por las violentas sacudidas sísmicas, preludio de la gran catástrofe que engulliría Pompeya y otras localidades de la bahía dieciséis años más tarde— reafirmaron en el emperador su decisión de regalar los oídos de los romanos con su arte.
En el teatro de Pompeyo, donde debía celebrarse la competición de canto, se presentó Nerón, con su traje de citarista, escoltado por los dos prefectos del pretorio, Tigelino y Ninfidio, rodeado de su corte de guardias y aduladores y arropado por el aplauso de los miles de
Augustani
mezclados entre el público. Cuando acabó su actuación, según Tácito, «rodilla en tierra y haciendo a aquella concurrencia un respetuoso saludo con la mano, se quedó esperando el fallo de los jueces con fingida inquietud». Y prosigue, con amargura: «Y la verdad es que la plebe de la Ciudad, acostumbrada a jalear también las piruetas de los histriones, lo aclamaba a ritmo acompasado y con amañado aplauso. Se creería que estaba disfrutando, y tal vez disfrutaban porque no les importaba la pública infamia». También es cierto que las aclamaciones y el público reconocimiento no eran del todo espontáneos. Según Tácito, los asistentes «mu chas veces recibían golpes de los soldados, apostados en los graderíos a fin de que no se produjera ni por un momento un clamor desacompasado o un silencio falto de entusiasmo». Y, para asegurar el éxito del artista, «había dispuestas muchas personas, unas abiertamente y más en secreto, para controlar los nombres y las caras, la alegría o la tristeza de los asistentes. Con tal motivo se dictaron de manera inmediata penas de muerte contra gentes de inferior condición; con relación a personas ilustres, se disimuló por el momento el odio para pasarles poco después la cuenta».
Apenas habían acabado los juegos, cuando una nueva tragedia personal se abatió sobre el emperador, aunque en este caso, si hemos de creer a las fuentes, causada por él mismo. Fue la muerte de Popea, que se hallaba en avanzado estado de gestación, provocada por un puntapié en el vientre, propinado por Nerón en un arrebato de cólera. Ésa era, al menos, la versión más autorizada que circulaba por Roma, que piadosos historiadores han tratado de dulcificar achacándola a un parto prematuro. En cualquier caso, la infortunada Popea recibió del desconsolado marido unas grandiosas honras fúnebres.Ante su cuerpo embalsamado, luego llevado al mausoleo de Augusto, Nerón pronunció la
laudatio
, el elogio público en su honor, en el que alababa su belleza y su condición de madre de una niña que se contaba entre las divinidades.
No mucho tiempo después, en mayo del año 66, una nueva esposa, la tercera, sustituyó a Popea en el papel de emperatriz. Se trataba de Estatilia Mesalina, tataranieta de Estatilio Tauro, uno de los más eficientes colaboradores de Augusto. Casada ya cuatro veces, si no con el
glamour
de su antecesora, su gran erudición, pero, sobre todo, su natural inteligencia le permitieron sobrevivir a los excesos del régimen, que se dispararon tras la muerte de Popea. Abandonado a un entorno degenerado y perverso, que contaba como maestra de ceremonias con una amiga de Petronio, Calvia Crispinila, Nerón se dejó arrastrar a nuevas experiencias de placer, que incluían las más perversas aberraciones sexuales. Podemos pasar de puntillas sobre el tema con el testimonio —¿exagerado?— de Suetonio:
Hizo castrar a un joven llamado Esporo y hasta intentó cambiarlo en mujer; lo adornó un día con velo nupcial, le señaló una dote y, haciéndoselo llevar con toda la pompa del matrimonio y numeroso cortejo, le tomó como esposa; con esta ocasión se dijo él satíricamente «que hubiese sido gran fortu na para el género humano que su padre Domicio se hubiese casado con una mujer como aquélla». Vistió a Esporo con el traje de las emperatrices; se hizo llevar con él en litera a las reuniones y mercados de Grecia y durante las fiestas Sigilarias de Roma, besándole continuamente… Tras haber prostituido todas las partes de su cuerpo, ideó como supremo placer cubrirse con una piel de fiera y lanzarse así desde un sitio alto sobre los órganos sexuales de hombres y mujeres atados a postes; una vez satisfechos sus deseos, se entregaba a su liberto Doríforo, a quien servía de mujer, del mismo modo que Esporo le servía a su vez a él, imitando en estos casos la voz y los gemidos de una doncella a la que están violando…
Pero, aunque esclavo de su sensualidad, el emperador seguía atento a cualquier amenaza, por débil que fuera, a su posición de autócrata. Los ecos de la conjura de Pisón no se apagaron con la despiadada purga que siguió a su descubrimiento, que, en última instancia, marcó la ruptura definitiva entre Nerón y la aristocracia. El emperador se convenció de la necesidad de suprimir sistemáticamente a cualquier elemento que pudiese significar una oposición o un estorbo. Para ello se amplió el siniestro cuerpo de servicio secreto y Tigelino contó con total impunidad para eliminar a los sospechosos.
Tácito anota como primeras víctimas de esta nueva oleada, tras la muerte de Popea, al jurisconsulto Casio Longino y al sobrino de su mujer, Lucio junio Silano, un lejano pariente de Augusto, que iba a seguir el trágico destino de su padre, su tío y su abuelo
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. La excusa para acabar con Casio estaba traída por los pelos: al parecer conservaba entre las imágenes de sus antepasados, timbre de gloria de todo noble romano, la del asesino de César, cuyo nombre llevaba.Tigelino, en cambio, urdió para su sobrino una acusación más vejatoria: la de incesto con su tía Lépida, la es posa de Casio. El Senado, dócilmente, se prestó a arropar la doble tropelía decretando el destierro de ambos. Casio acabó sus días en la inhóspita Cerdeña; Silano, enviado a Bari, fue poco después asesinado por un destacamento enviado desde Roma, al que el animoso joven tuvo el valor de enfrentarse aun sin armas.
El afán por arrancar incluso las ramificaciones de los enemigos reales o supuestos del príncipe arrastró a la muerte a Lucio Antistio Veto, a su suegra Sextia y a Polita, su hija, viuda del desgraciado nieto de Tiberio, Rubelio Plauto. Nerón tenía pendiente una vieja cuenta con Veto, que había conspirado para elevar al trono a su yerno, con las trágicas consecuencias que ya conocemos. Y tampoco escaparon a la venganza otros implicados directos o indirectos en la fallida conspiración del año 65. Antes de citar sus nombres, Tácito se cree en la obligación de disculparse ante el lector:
Aun cuando yo estuviera narrando guerras exteriores y muertes sufridas por el Estado, al ser tan similares en sus circunstancias, se hubiera apoderado de mí la saciedad, y debería esperarme el tedio de los demás, quienes ya no querrían saber de muertes de ciudadanos, aunque gloriosas, tristes y continuas. Pero es que en estas circunstancias la servil sumisión y la cantidad de sangre desperdiciada en plena paz agobian mi ánimo y lo hacen encogerse de tristeza.
Mela, el hermano de Séneca, es el primero de la lista. Su astucia de comerciante sólo le permitió sustraerse un poco tiempo más a las pesquisas del sabueso Tigelino. Antes de morir, Mela denunciaría a otros dos cortesanos del
aula Neroniana
: Rufrio Crispino, el primer marido de Popea, que, enviado al exilio como implicado en la conjura de Pisón, ya había puesto fin a su vida, y Anicio Cerial, el rastrero adulador que, descubierto el complot, había propuesto levantar un templo a Nerón divinizado. Pero el punto de mira de Tigelino iba a dirigirse sorprendentemente también contra un personaje, en principio, fuera de toda sospecha: el elegante y refinado Petronio Árbitro. Nunca se sabrá si en la retorcida mente del sayón anidaban los celos por la predilección con la que Nerón distinguía a su amigo o estaba firmemente convencido de la connivencia, o cuanto menos simpatía, aunque no probada, de Petronio con los cons piradores. La acusación de Tigelino, con el testimonio de un esclavo, hizo mella en Nerón, que, enfurecido, se negó a volver a verlo. La muerte del refinado epicúreo estuvo en consonancia con su trayectoria vital. Tras romper un preciado vaso que Nerón codiciaba, se abrió las venas en medio de un banquete, entre alegres cantos y conversaciones intrascendentes. Su venganza fue digna de su ingenio: «Relató con detalle las infamias del príncipe con los nombres de los degenerados y de las mujeres que en ellas habían participado, así como la originalidad de cada uno de sus escándalos; los selló y se los envió a Nerón». ¿Quién no recuerda la reacción de Nerón ante la carta en la magistral interpretación de Peter Ustinov? No sabemos si derramó alguna lágrima, pero la carta obligó a la corrompida Calvia Crispinila a tomar el camino del exilio, acusada de haber revelado los secretos de alcoba del emperador.
También otra forma de oposición, más pacífica pero no menos peligrosa, atrajo la atención de los espías de Tigelino. No era nueva, pero ahora pareció que había llegado el momento de yugularla. Se trataba de los partidarios del estoicismo, una corriente filosófica nacida en el siglo IV a. C. en Atenas, que tomaba su nombre del pórtico (stoa) donde su creador, Zenón de Citio, había impartido sus enseñanzas. El estoicismo se había extendido entre las altas esferas de la sociedad romana y, aunque en principio compatible con el régimen de autoridad del principado, ahora se utilizaba para, desde sus posiciones de pensamiento, criticar abiertamente el despotismo
Neronia
no. Su más conspicuo representante, desaparecido Séneca, era Trasca Peto, que, con sus abiertas demostraciones de disgusto por el modo en que Nerón ejercía el principado —había dejado de asistir a las reuniones del Senado—, más que un enemigo peligroso era, sobre todo, un molesto testigo. Fue acusado con otro destacado personaje, Barca Sorano, de alta traición, en un repugnante remedo de juicio ante un Senado intimidado por las espadas desenvainadas de dos cohortes de pretorianos. Antes de terminar el juicio, ya estaba decidida la condena.Trasea, que había renunciado a defenderse ante la cámara, esperó serenamente en su casa el veredicto, rodeado de sus deudos y amigos, conversando, al ejemplo de Sócrates, sobre la inmortalidad del alma. En este punto se interrumpen los
Anales
de Tácito, como si la muerte del filósofo hubiera servido también de epitafio al reinado de Nerón.
La sanguinaria represión sólo sirvió para que los distintos grupos de descontentos cerraran filas, mientras Nerón, cada vez más aislado, contestaba su creciente impopularidad con la exaltación de un absolutismo despótico, cuyos actos megalómanos no harían sino aumentar la oposición y, lo que es más grave, extenderla fuera de Roma a las filas del ejército y a la población de Italia y de las provincias.
Sin embargo, el camino hacia la monarquía de tipo helenístico, centrada en la figura de Nerón como soberano absoluto de caracteres cuasi divinos, no hizo sino acentuarse y se concretó en el año 66 d.C en dos actos que traducían, respectivamente, la exaltación de la majestad imperial y la materialización del ideal de soberano absoluto en su ambiente originario oriental: la coronación de Tirídates y el viaje del emperador a Grecia.
El recibimiento de Tirídates en Roma y su coronación como rey de Armenia de manos de Nerón fue considerado en la propaganda imperial un acontecimiento que culminaba la glorificación del emperador como dispensador de la paz. Aunque, en el fondo, apenas se trataba de algo más que de un compromiso, tras largos años de duras guerras contra los partos (véase
infra
), Nerón lo utilizó como símbolo de afirmación del totalitarismo y del orientalismo que pretendía extender en las costumbres romanas, pero también como espectáculo teatral, que debía manifestar la majestad del «señor y salvador del mundo», ya identificado con las grandes divinidades del Olimpo: Júpiter,Apolo, Hércules o el Sol.Así narra Suetonio los detalles de la coronación:
Ordenó colocar cohortes armadas alrededor de los templos próximos al foro y fue a sentarse al lado de los Rostros
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en una silla curul con traje de triunfador, en medio de banderas militares y de las águilas romanas. Tirídates ascendió las gradas del estrado y se arrodilló ante Nerón, el cual, levantándole y abrazándole, acogió su petición; le quitó la tiara y le colocó la corona en la cabeza, y al mismo tiempo un pretor antiguo explicaba al pueblo, traduciéndolos, los ruegos del extranjero. Desde allí le llevaron al teatro, donde el emperador, después de recibir otra vez su homenaje, le colocó a su derecha. La asamblea saludó entonces a Nerón con el título de
imperator
; él mismo llevó una corona de laurel al Capitolio y cerró el templo de Jano
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, como si no quedase guerra alguna por terminar.
Más allá de la megalomanía del emperador, el recibimiento del príncipe parto costó al erario ingentes cantidades, que incidirían negativamente sobre las maltrechas arcas del Estado.
S
e ha hecho mención de las dificultades financieras de Nerón, ocasionadas por los enormes gastos a los que tenían que hacer frente el erario y el fisco, como consecuencia de la política imperial y que contribuyeron a aumentar la referida reconstrucción de Roma y la erección de la
Domus Aurea
. En política financiera, el gobierno de Nerón, frente a un primer período de prudencia general, que se suele poner en relación con la influencia de Séneca y Burro, acentuó a partir del año 62 d.C. la política de grandes gastos, que, unida a una combinación de diferentes factores, condujo al deterioro de las finanzas. Se ha señalado que esta política era necesaria para justificar la permanencia de Nerón en el poder y para afirmar su propia popularidad y prestigio, dada la ausencia de éxitos en aquellos ámbitos en los que se esperaba la acción positiva y directa del
princeps
, la ampliación de los dominios del pueblo romano, a través de las conquistas, y la apertura de nuevas vías de tráfico y de comunicación.