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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (32 page)

BOOK: Césares
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No ignoro que la mayor parte de los sucesos que he referido y he de referir pueden parecer insignificantes y poco dignos de memoria; pero es que nadie debe comparar nuestros
Anales
con la obra de quienes relataron la antigua historia del pueblo romano… Mi tarea es angosta y sin gloria, porque la paz se mantuvo inalterada o conoció leves perturbaciones, la vida política de la Ciudad languidecía y el príncipe no tenía interés en dilatar el imperio.

La acumulación de procesos a partir de esta fecha —Lucio Calpurnio Pisón,Vibio Sereno, Cecilio Cornuto, Publio Suilio, Fonteyo Capitón, Claudia Pulcra, y tantos otros—, tras los que podían adivinarse los manejos de Sejano, era sólo uno de los aspectos de la sorda lucha por el poder a la que el poderoso prefecto iba a dedicar todas sus energías, al margen de cualquier escrúpulo o freno, por sagrado que fuera. Pero, al tiempo que iba haciendo desaparecer a los personajes que podían estorbarle en sus ambiciosos propósitos, Sejano trataba de arrancar de Tiberio su conformidad para el matrimonio con su amante, Livila, una jugada maestra de la que esperaba conseguir pingües beneficios: un fortalecimiento frente a su rival, Agripina, su propia inclusión en la familia imperial y el control del hijo de Livila, Tiberio Gemelo. Si Tiberio pudo sospechar las intenciones de su valido no es seguro; en todo caso, su respuesta fue negativa, aunque adobada con amables palabras.

Es evidente que, para Sejano, la cercanía del
princeps
resultaba un engorro en sus retorcidos planes. Y vino en su ayuda el propio carácter de Tiberio, cuya reacción más inmediata ante la perplejidad producida en su interior por circunstancias adversas había sido siempre replegarse sobre sí mismo, aislándose del mundo exterior. Razones no le faltaban. Había fracasado en su política de consenso con el Senado: si había creído poder ser el
princeps
de una cámara de respetables representantes de la aristocracia, se encontraba de hecho con un colectivo rastrero y servil, al que sólo cabía despreciar. El emperador, ya de sesenta y siete años, se hallaba hastiado de un entorno que repelía sus inclinaciones de misántropo. Además de amargado por la reciente pérdida de su único hijo, Druso, en su círculo íntimo se veía obligado a soportar la constante presencia de cuatro viudas: su madre y las esposas del hermano, del hijo y del sobrino, Livia,Antonia, Livila y Agripina. A excepción de Antonia, con quien mejor se entendía, las otras tres mujeres, ávidas de poder, amenazaban con convertir en un infierno el palacio imperial, con sus rencillas e intrigas en perpetua emulación. Eran razones más que suficientes para escapar del asfixiante entorno, a las que Tácito añade un buen puñado más: el deseo de quietud; la posibilidad de protegerse mejor de conjuras contra su vida; la creciente intromisión de la madre, a la que quería evitar sin ofenderla; la esperanza de que, en su ausencia, Agripina cediese en su odio, e incluso el deseo de esconder a los demás su rostro, desfigurado por erupciones herpéticas. Así fue madurando en el ya viejo Tiberio el proyecto de retirarse a la isla de Capri para tratar de obtener la paz interior. El retiro lo hacía aún más fácil la plena confianza de Tiberio en Sejano, al que convertía en su brazo ejecutor en Roma. Naturalmente, ello significaba para el valido acceder al control de todos los actos de gobierno del
princeps
, cuya voluntad podía manipular a través de sus exclusivas —y naturalmente interesadas y sesgadas, cuando no falsas— informaciones.

No es fácil, a pesar de todo, explicar la ceguera de Tiberio —una personalidad recelosa y suspicaz por naturaleza— por Sejano, si no se considera el absoluto convencimiento del
princeps
de su fidelidad, tanto más apreciada por quien, como él, siempre había adolecido de dificultades en la comunicación con los demás, y a quien el ejercicio del poder, especialmente en el entorno del Senado, había hecho especialmente sensible a las adulaciones y al feroz afán de emulación de su entorno. Recientemente, un accidente había venido a reforzar en Tiberio esta opinión. En un viaje por Campana, mientras comía dentro de una gruta natural, la cueva de Sperlonga, cerca de Nápoles, en compañía de un grupo de invitados, un desprendimiento de tierra hizo caer una lluvia de piedras sobre los comensales, que huyeron despavoridos. Sejano se abalanzó para proteger con su cuerpo el del emperador, salvándole la vida.

En consecuencia, con un exiguo acompañamiento de amigos —filósofos y hombres de letras griegos y un jurista, Marco Coceyo Nerva, el abuelo del futuro emperador—, Tiberio se retiró a la isla de Capri en el año 27 d.C. para buscar la paz en la soledad. Si bien el retiro no significó el abandono de sus deberes de gobierno, el alejamiento voluntario de Roma, que debía ser definitivo, dio pábulo a todos los rumores y desmoronó todavía más la ya escasa popularidad del emperador. El retiro significó también un alejamiento del organismo con el que el
princeps
había proclamado su voluntad de compartir las tareas de gobierno, el Senado, obligado a comunicarse con él a través de mensajes escritos, cuyos imprevisibles contenidos sólo podían crear una atmósfera de perpetua incertidumbre y de humillante dependencia ante la caprichosa voluntad de un déspota inaccesible, mientras su favorito desplegaba su influencia sin limitaciones en la capital. La muerte en el año 29 d.C. de la anciana Livia, cuya influencia en el Estado como esposa de Augusto y madre de su sucesor, Tiberio, con todos sus problemas y puntos oscuros, había significado un factor de estabilidad política, eliminaba otro elemento más de los que podían oponerse a los planes de Sejano.

El ambicioso prefecto podía concentrar ahora su energía en la perdición de la casa de Germánico. La imprudente e irascible Agripina le iba a proporcionar razones suficientes para acabar con ella. Un año antes de la marcha de Tiberio había tenido lugar un proceso por adulterio y prácticas mágicas de Claudia Pulcra, una prima de Agripina. La airada dama lo consideró como una persecución directa contra su persona y se desahogó en improperios contra Tiberio. El refinamiento de las perversas artes de Sejano en su propósito de deteriorar al máximo las relaciones entre Tiberio y Agripina queda patente en esta anécdota transmitida por Tácito:

Por lo demás, Sejano aprovechó el dolor y la imprudencia de Agripina para golpearla más profundamente, enviándole a quienes, con apariencia de ser sus amigos, la advirtieron de que se pretendía envenenarla y que debía evitar la mesa de su suegro. Ella, que no sabía fingir, estando un día sentada a su lado, se mantuvo rígida en su expresión y modo de hablar y no tocó ah mento alguno, hasta que se dio cuenta Tiberio, casualmente o tal vez porque ya había oído algo al respecto; para probarla más a fondo ofreció a su nuera, alabándolas, unas frutas que se acababan de servir. Con esto crecieron las sospechas de Agripina, y sin llevárselas a la boca se las pasó a los esclavos. Sin embargo, Tiberio no le dijo nada a la cara, sino que volviéndose hacia su madre le advirtió que no era para extrañarse si tomaba medidas algo severas con la que lo acusaba de envenenamiento. De ahí surgió el rumor de que se proponía perderla, y que el emperador, no atreviéndose a hacerlo abiertamente, buscaba el secreto para llevarlo a término.

El eslabón más débil de la cadena parecía Nerón César. Sejano le rodeó de espías y de falsos amigos que le exhortaban a verter públicamente sus opiniones negativas sobre Tiberio para, a continuación, comunicárselas al
princeps
. Una cadena de transmisión que partía de la mujer de Nerón, Julia —hija de Druso y, por tanto, nieta de Tiberio—, hasta su madre, Livila, alcanzaba de inmediato a Sejano, que, por otra parte, trataba de dividir a la odiada familia, vertiendo infundios y sembrando la discordia y los celos entre Nerón y su hermano, Druso César, también utilizado por el prefecto, en su artero papel de amigo y consejero de la casa de Germánico, para espiar al primogénito de éste.

En el año 28 d.C. le tocó el turno, en un nuevo ataque indirecto, al caballero Ticio Sabino, contra el que Sejano consiguió que fuera el propio Tiberio quien le inculpara por un delito de conspiración contra su persona en beneficio de Nerón. Los detalles de la preparación, en la que intervinieron cuatro senadores, que urdieron una trampa al procesado para impulsarle a hablar, son dignos de una trama novelesca. Los cuatro personajes aspiraban al consulado, y para lograrlo no tuvieron escrúpulos en dejarse utilizar por Sejano. Uno de ellos, Latino Laciar, que pasaba por amigo de Sabino, preparó el terreno provocando conversaciones en las que vertía acusaciones contra Sejano e insultos contra Tiberio, que animaron a Sabino, incautamente, a condescender con su interlocutor en las opiniones expresadas contra los dos personajes. Y cuenta Tácito:

Deliberaron los que ya nombré sobre el modo en que tales declaraciones podrían hacerse audibles a varios. Pues al lugar en que se reunían había que conservarle la apariencia de soledad, y si se colocaban detrás de las puertas había posibilidad de temores, miradas, ruidos o de sospechas fortuitas. Así que los tres senadores se metieron entre el techo y el artesonado, escondrijo no menos torpe que detestable era su fraude, aplicando sus orejas a los agujeros y rendijas. Entre tanto Laciar encontró en lugar público a Sabino, y con el pretexto de contarle algo que acababa de saber, se lo llevó a su casa y a su dormitorio, y le habló del pasado y del presente, de los que tenía materia sobrada, acumulando sobre él nuevos terrores para el futuro. Lo mismo hizo Sabino y durante más tiempo, porque las amarguras, una vez que salen fuera, diñcilmente se callan. Entonces se apresuraron a acusarlo y escribiendo al César le contaron el desarrollo del fraude y su propio deshonor.

Sabino, tras el juicio, fue ejecutado. Y concluye Tácito:

Los ciudadanos estaban más ansiosos y llenos de temor que nunca, protegiéndose incluso de sus allegados; se evitaban los encuentros y conversaciones, los oídos conocidos y los desconocidos; incluso se miraba angustiado a las cosas mudas e inanimadas, a los techos y a las paredes.

El caso es también un ejemplo ilustrativo del desolador panorama en que se debatía el colectivo senatorial. A lo largo de la república, el canon de virtud de la aristocracia había sido el servicio al Estado a través del cumplimiento de las correspondientes magistraturas y encargos públicos. Ello había favorecido rivalidades internas entre sus miembros en una lucha competitiva, guiada por un espíritu de emulación. Ahora era el emperador el dispensador de magistraturas y cargos y, en consecuencia, la competencia horizontal cambió su dirección, de abajo arriba, con el objetivo de lograr el favor imperial. Así fue difundiéndose un nuevo comportamiento aristocrático, en el que, para obtener tal favor, no se dudaba en recurrir a comportamientos odiosos y rastreros, basados en la adulación, el servilismo, la intriga y las denuncias recíprocas. De este modo, las inculpaciones en el ámbito de ofensas al emperador, tipificado en las leyes
de maiestate
, podían convertirse para el denunciante en un medio de promoción, para atraer la atención del
princeps
y hacerse acreedor del favor imperial por supuestos servicios prestados en pro de su seguridad. Era también un medio de poder eliminar a un rival peligroso y, no en último lugar, una fuente de recursos, puesto que, de prosperar la condena, el denunciante recibía como recompensa una parte del patrimonio del condenado. No puede extrañar que hubiera senadores, en especial los recientemente aceptados en el estamento, que, para promocionar sus carreras, recurrieran a estos odiosos métodos, eligiendo como víctimas, como es lógico, a miembros de las viejas familias, a las que envidiaban por prestigio y patrimonio. La consecuencia que podía esperarse de este comportamiento sólo podía ser un proceso de autodestrucción, en el que, como en tantas ocasiones, la eliminación de la mejor sustancia se compensaba con el aumento de arribistas, faltos de escrúpulos, que conducían al colectivo a una progresiva degradación.

La muerte de Livia, la madre del emperador, en el año 29, significó para Sejano la desaparición de otro impedimento más en su obsesivo propósito de destrucción de Agripina y su prole. Ya no eran necesarios los ataques indirectos. El siniestro valido arrancó del viejo Tiberio una carta, dirigida al Senado, en la que acusaba de forma genérica a Agripina de comportamiento arrogante y rebelde y a su hijo Nerón «de amores con muchachos y de falta de pudor». El Senado, perplejo, evitó pronunciarse abiertamente, porque, aunque la carta contenía términos violentos, estaba redactada con la característica ambigüedad de su autor. Fue el clamor popular el que resolvió el callejón sin salida:

Al mismo tiempo, el pueblo, llevando imágenes de Agripina y de Nerón, rodea la Curia y con augurios prósperos para el César grita que la carta es falsa y que contra la voluntad del príncipe se pretende acabar con su casa.

Sejano, viendo que la presa se escapaba, actuó de forma todavía más expeditiva, volviendo contra las víctimas la protección popular de la que habían sido objeto.

De ahí sacó Sejano una ira más violenta y ocasión para inculpaciones: se había despreciado por el Senado el dolor del príncipe, el pueblo se había dado a la sedición, ya se escuchaban y se leían arengas revolucionarias y decretos del senado revolucionarios; ¿qué quedaba —decía— sino que tomaran las armas y eligieran jefes y generales a aquellos cuyas imágenes habían seguido como estandartes?

Tiberio, en consecuencia, repitió, ahora explícitamente, la acusación —en este punto se interrumpe el relato de Tácito, del que se ha perdido el resto del libro V, donde se narran estos hechos— y el Senado declaró a Agripina y Nerón enemigos públicos.Agripina fue desterrada a la isla de Pandataria; Nerón, a la de Ponza, donde terminaría suicidándose en el año 31 d.C. Tampoco Druso, el segundo hijo de Agripina, pudo escapar a las redes de Sejano y, acusado de complot, fue retenido prisionero en los sótanos del palacio imperial.

Sejano había logrado sus propósitos: eliminados los que consideraba sus más peligrosos rivales, el mando de las cohortes pretorianas le daba prácticamente el dominio de la Ciudad y la ilimitada confianza que Tiberio le profesaba le permitía manipular cualquier información que llegara a sus oídos para volverla de acuerdo con sus propios intereses. El propio Tiberio había autorizado para su prefecto del pretorio honores extraordinarios —la celebración pública de su natalicio, la veneración de estatuas de oro con sus rasgos—, pero la culminación pareció llegar cuando el
princeps
anunció que investiría, con él como colega, el consulado del año 31, con la promesa de autorizar su matrimonio con Livila, la viuda de Druso, y de conferirle la potestad tribunicia, lo que equivalia a una especie de corregencia. Y fue entonces cuando llegó, de improviso y terrible, la caída.

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