Césares (61 page)

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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

BOOK: Césares
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Aunque probablemente ni Burro ni Séneca estaban al corriente del asesinato, no dejaron de aceptar el hecho consumado, que Nerón consiguió hacerse perdonar colmándolos de regalos. «Y no faltaron quienes reprocharan —apostilla Tácito— a aquellos varones, que hacían gala de austeridad, el haberse repartido casas y fincas como un botín en aquella ocasión». La muerte de Británico privó a Agripina de su posibilidad de chantaje, pero no de su tenacidad combativa, que se volvió ahora hacia la esposa de Nerón, Octavia, hermana de Británico, de la que se convirtió en protectora frente a la abierta infidelidad de su hijo con la liberta Acté. El expediente sólo sirvió para excavar todavía más el abismo entre Nerón y su madre, que finalmente acabó con una drástica medida: Agripina fue invitada a abandonar el palacio imperial y trasladar su residencia a las afueras de Roma, a una mansión que había pertenecido a su abuela An toma. Aún más: le fue retirada la guardia de honor pretoriana, que Nerón le había concedido como esposa de Claudio, e incluso su escolta personal de soldados germánicos. Agripina, marginada de la vida política, se vio privada de la cohorte de deudos, amigos y clientes que la acompañaban, para recibir sólo de cuando en cuando las breves y frías visitas de su hijo, provisto de guardia armada.

La caída de Agripina no podía dejar de ser desaprovechada por los muchos enemigos que había ido creándose a lo largo de su vida. Entre ellos estaba Junia Silana, la repudiada esposa del último amante de Mesalina, Cayo Silio, cuya predilección porAgripina se había convertido en feroz odio después de que la emperatriz deshiciera su matrimonio con el aristócrata Sexto Africano, tras calificarla de impúdica y demasiado vieja para él. La razón de este proceder, según Tácito, no había sido provocada tanto por celos como por la proverbial avaricia de Agripina, que confiaba en apoderarse un día del abultado patrimonio de Silana, si lograba que permaneciera soltera y sin hijos. Para cumplir su venganza utilizó los oficios de Domicia Lépida, también con un buen número de cuentas pendientes con la emperatriz, entre ellas, haberle quitado a su esposo Salustio Crispo para casarse con él, y ser la responsable de la muerte de su hermana, que durante el exilio de Agripina había acogido a Nerón en su casa.

Se acusó a Agripina, sin duda infundadamente, de preparar un golpe de Estado para derrocar a Nerón y sustituirlo por Rubelio Plauto, un acaudalado pensador estoico, descendiente de Octavia, la hermana de Augusto, con quien habría planeado desposarse. Un liberto de Domicia, el actor Paris, cuyas habilidades histriónicas le proporcionaban frecuente acceso al emperador, se encargaría de denunciar la conspiración. En el magistral relato de Tácito, Paris desliza en el oído de Nerón, en el curso de un banquete y entre los vapores del vino, la venenosa denuncia, y el emperador, entre la ira y el pánico, ordena la inmediata condena a muerte de Agripina y Rubelio Plauto. Fue Burro el que en esta ocasión salvó la vida de quien tanto había contribuido a su promoción, haciendo ver con ha bilidad al airado Nerón la imposibilidad de hacer desaparecer a la hija de Germánico, tan querida por los pretorianos, sin antes someterla a un juicio y darle la posibilidad de defenderse. En el consiguiente interrogatorio, conducido por Burro y Séneca, Agripina logró desmontar la acusación con el amplio arsenal de trucos de su perversa mente:

No me extraña que Silana, que nunca ha tenido hijos, desconozca los afectos propios de una madre; y es que las madres no cambian de hijos como hace una impúdica con sus amantes… Que comparezca alguien que pueda acusarme de tentar a las cohortes de la Ciudad, de resquebrajar la lealtad de las provincias, de corromper a esclavos o libertos para llevarlos al crimen. ¿Acaso podría yo vivir si Británico tuviera el imperio? Y si Plauto o cualquier otro obtuviera el poder y hubiera de juzgarme, a buena hora me iban a faltar acusadores que me echaran en cara palabras que pudieron resultar poco cautas por la impaciencia propia del cariño, sino también crímenes tales que nadie, a no ser mi hijo, podría absolverme de ellos.

Ya sea porque la ardiente defensa conmovió a los interrogadores o porque las últimas palabras de Agripina contenían un velado chantaje, destinado a recordar a Nerón su complicidad en los crímenes por ella cometidos para sentarlo en el trono, en cualquier caso la emperatriz logró superar la amenaza. Aún más, tras una entrevista con Nerón, obtuvo el castigo para los acusadores: Junia Silana fue deportada y sus cómplices, expulsados de Roma o ejecutados.

El mismo fracaso sufrió el intento de acusar a Palante, en connivencia con el propio Burro, de conspirar para derrocar a Nerón y sustituirlo por Fausto Cornelio Sila, un personaje de la vieja nobleza casado con Antonia, la otra hija de Claudio. Un tal Peto, conocido delator, que como inspector de hacienda se había ganado un bien merecido odio por el excesivo celo en sus funciones, fue el encargado de presentar los cargos en el juicio, que acabó con el destierro del acusador y la quema de los registros donde el celoso inspector anotaba los nombres y las cantidades de los deudores al fisco.

Después de sólo tres meses de efectivo control del poder y de año y medio de denodados esfuerzos por recuperarlo, Agripina se avino finalmente a resignarse, al menos por un tiempo, a ser relegada a un honora ble exilio. En los siguientes tres años (56-58), Séneca y Burro podrían desarrollar su programa de gobierno.

Pero la lucha política debía tener un corolario cuyas consecuencias sólo se harían presentes más tarde. Desde comienzos del reinado, con la esperanza de sustraer a Nerón de la influencia de la madre y, sobre todo, para distraer su atención de los problemas políticos, permitiéndoles gobernar sin intromisiones, Burro y Séneca se empeñaron en fomentar su natural inclinación por el arte. Nerón pudo así continuar cultivando su diletante pasión por el canto y la danza bajo la guía de grandes maestros, como el arpista Terpno, pero también rodeado de una turba de aduladores y mediocres artistas que ensalzaban fuera de toda medida sus modestas dotes personales. Es cierto que poseía cierta facilidad para la poesía, de la que conservamos alguna breve muestra, y que tanto Suetonio como Tácito reconocen. Si su voz no estaba especialmente dotada para el canto, a pesar de los denodados esfuerzos por protegerla y cultivarla —sostener sobre el pecho una plancha de plomo mientras se mantenía acostado sobre la espalda o abusar de laxantes y vomitivos para purgar el cuerpo—, estaba considerado como un buen citarista. También derrochaba admiración por histriones y comediantes, y su pasión por el teatro iba a impulsarle a representar papeles de protagonista de los grandes repertorios clásicos, con los que, en ocasiones, trataba de identificarse, hasta llegar con el tiempo a una verdadera ósmosis entre ficción y realidad, con las trágicas consecuencias que se verán.

Pero la emancipación de Nerón de la tutela que, así y todo, había ejercido su madre, iba a tener una vertiente más preocupante en el círculo de amigos íntimos del que terminó por rodearse, con la aprobación o, al menos, la pasividad de sus mentores, a los que hay que responsabilizar en una buena proporción de las tropelías que iban a modelar desde el año 56 d.C. la figura tradicional del Nerón disoluto e histriónico, estigmatizado por el crimen.

De esta pandilla, destacaba Marco Salvio Otón, un apuesto joven, elegante y distinguido, pero también un redomado canalla, cuyo perverso ingenio y escandalosa vida le fascinaron de inmediato. De su mano y con otros compinches, como Cornelio Seneción, el hijo de un liberto, Nerón descubrió la oscura atracción de la noche y el desenfreno sexual. No parece que haya mucha exageración en los párrafos que Suetonio dedica a esta faceta de la vida de Nerón, que otras fuentes, como Tácito y Dión Casio, corroboran:

Primero se entregó sólo por grados y en secreto al ardor de las pasiones: petulancia, lujuria, avaricia y crueldad, que quisieron hacer pasar como errores de juventud, pero que al fin tuvieron que admitirse como vicios de carácter. En cuanto oscurecía, se cubría la cabeza con un gorro de liberto o con un manto, recorriendo así las tabernas de la ciudad y vagando por los barrios para cometer fechorías; lanzábase sobre los transeúntes que regresaban de cenar, los hería cuando se resistían y los precipitaba en las cloacas. Destrozaba y saqueaba las tiendas y tenía establecido en su casa un despacho, donde vendía, por lotes y en subasta, los objetos robados de esta manera, para disipar al punto su producto. En estas salidas estuvo muchas veces en peligro de perder los ojos y la vida. Un senador, a cuya esposa había insultado, estuvo a punto de matarle a golpes…

No hablaré de su comercio obsceno con hombres libres, ni de sus adulterios con mujeres casadas; diré sólo que violó a la vestal Rubria y que poco faltó para que se casase legítimamente con la liberta Acté, con cuya idea sobornó a varios consulares, que afirmaron bajo juramento que era de origen real… Se sabe también que quiso gozar a su madre, disuadiéndole de ello los enemigos de Agripina, por temor de que mujer tan imperiosa y violenta tomase sobre él, por aquel género de favor, absoluto imperio. En cambio, recibió enseguida entre sus concubinas a una prostituta que se parecía en gran modo aAgripina; se asegura aun que antes de este tiempo, siempre que paseaba en litera con su madre, satisfacía su pasión incestuosa, lo que demostraban las manchas de su ropa.

Pero estos y otros disparates no iban a afectar a la vida política y económica, al menos durante un tiempo. Alejada Agripina, Séneca y Burro pudieron ejercer un control absoluto sobre el Estado, que guiaron con mano firme bajo el principio general de acrecentar el prestigio de la autoridad imperial, basado en la garantía de justicia y prosperidad económica del imperio.

Séneca, que había ofrecido el esbozo de este programa en su Apocolokyntosis, desarrolló ahora la teoría de la monarquía de Nerón en su obra De
clementia
, término que representaba el eje sobre el que se movía esta doctrina gubernamental. En la obra, el filósofo cordobés desarrollaba dos temas fundamentales: el de la honestidad, la perfección de Nerón, y el de la clemencia como la virtud principal del monarca, del
rex
. Séneca insistía sobre la necesidad de la monarquía como la mejor de todas las instituciones engendradas por la naturaleza y establecía entre rey y tirano una distinción de carácter esencialmente moral: el tirano castigaba por pasión, mientras que el rey no actuaba más que empujado por una necesidad imperiosa. La figura ideal del
rex
, como Júpiter, era a la vez
optimus
y
maximus
, términos que ilustraban el carácter y extensión del poder imperial y los medios de ejercerlo, respectivamente. La aparente incompatibilidad entre el despotismo irrenunciable del monarca y el humanitarismo que debía presidir sus actos se resolvía a través de la
clementia
, virtud destinada a determinar la limitación o, más bien, autolimitación del despotismo. Pero la clemencia era una virtud de soberanos, concedida por tanto graciosamente, como acto de generosidad y, en consecuencia, como manifestación de fuerza. Séneca invitaba a la aristocracia romana a colaborar pronta y eficientemente como consejeros o funcionarios en este programa de despotismo filosófico, disipando sus temores hacia el régimen. En él se insertaban una serie de medidas destinadas a satisfacer, en parte, los deseos de la aristocracia senatorial, entre las que se contaban la remisión al Senado de muchos casos judiciales, en especial las acusaciones de extorsión de los gobernadores; el reconocimiento de la autoridad de la cámara en lo referente al derecho de acuñación de oro y plata, hasta el momento reservado exclusivamente al emperador, o el aumento de privilegios y prestigio de las más altas magistraturas republicanas, el consulado y la pretura. Esta diferencia no dejaba de favorecer ciertas tendencias conservadoras y, en ocasiones, reaccionarias de la aristocracia, como, por ejemplo, las relativas al control de los libertos y esclavos con la resurrección de una bárbara disposición senatorial del año 10 d.C., el
senatus consultum
Silanianum
, según el cual, cuando un amo era muerto por uno de sus esclavos, todos los siervos de la casa debían ser castigados con la muerte como cómplices del asesinato. La severa ley encontraría, tristemente, aplicación práctica cuando, en el año 61 d.C., un esclavo asesinó al prefecto de la Urbe, Pedanio Segundo. Casi cuatrocientos esclavos de su casa fueron condenados a muerte, no obstante las protestas
populares
.

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