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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (57 page)

BOOK: Césares
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Pero, además de los espectáculos, urgía sobre todo asegurar el abastecimiento de grano a Roma, problema nunca resuelto plenamente, por las dificultades de todo género que acarreaba el transporte desde las provincias trigueras —África, Egipto, el mar Negro— de las ingentes cantidades de cereal necesarias para alimentar a una población improductiva de más de un millón de habitantes. Ya en los inicios de su reinado, Claudio había tenido que enfrentarse a una de estas frecuentes carestías, con reservas de grano apenas para ocho días. Para paliar la inminente catástrofe se aplicaron medidas de emergencia: garantías a los comerciantes sobre los cargueros, concesión de privilegios a los armadores, ajustes en la distribución de trigo, control de precios en los alimentos. Pero el verdadero reto consistía en evitar situaciones de este tipo a largo plazo. Uno de los problemas no resueltos era la descarga de grano en mar abierto, con el consiguiente peligro para los barcos, que sólo la disposición de un buen puerto, donde las operaciones de descarga pudieran desarrollarse con seguridad, podía evitar. Claudio retomó un viejo proyecto abandonado de César, e inició la construcción del puerto de Ostia, desoyendo el parecer de los arquitectos, que trataban de disuadirlo esgrimiendo los elevados costes. Los trabajos comenzaron el año 42 y el esfuerzo quedó compensado por los magníficos resultados. Así describe Suetonio las instalaciones:

Construyó el puerto de Ostia, rodeándolo de dos brazos a derecha e izquierda y elevando un dique a la entrada sobre suelo ya levantado. A fin de asegurar mejor este dique, empezaron por sumergir la nave con la que se había traído de Egipto el gran obelisco
[34]
; sobre fuertes pilares construyeron después hasta prodigiosa altura una torre, parecida al faro de Alejandría, para alumbrar por la noche la marcha de los buques.

El gigantesco complejo, dotado con abundantes graneros y un cuerpo de seguridad de quinientos hombres, no pudo Claudio verlo acabado. Fue Nerón quien lo completó. Durante su reinado, en el año 64, se acuñó un sestercio conmemorativo en el que aparecen representadas con fidelidad las instalaciones
[35]
. La construcción del puerto se acompañó con medidas de centralización administrativa —un responsable de abastos,
praefectus annonae
, para supervisar la distribución—, así como de instalaciones en Roma para facilitar a la población el reparto de grano, el
Porticus Minucia Frumentaria
, en el Campo Marcio.

Tan importante como el abastecimiento de trigo era el de agua potable a la Ciudad. Claudio reparó el acueducto construido por Agripa, el
Aqua Virgo
, y construyó dos nuevos, el
Aqua Claudia
y el
Anio Novus
, que traían a Roma agua de manantial para almacenarla en grandes depósitos. Una inscripción en la Puerta Prenestina, por donde discurría la canalización, proclamaba la construcción de ambos acueductos a sus expensas. Pero el agua también era un peligro para una ciudad fluvial como Roma. No eran raras las inundaciones y Claudio tomó algunas medidas para atajar el peligro. Prohibió la construcción de edificios a un mínimo de distancia del Tíber y creó un cargo oficial, el de
procurator alvei Tiberis
, para reforzar la comisión senatorial encargada de controlar las riberas del río y la canalización de las aguas residuales que vertían en él.

Sabemos que Claudio promovió un
senatus consultum
que castigaba con duras penas a cuantos destruyeran casas o edificios con el propósito de conseguir beneficios de su demolición. La provisión se inserta en la historia de la agricultura italiana y en la tendencia secular del latifundismo absentista, que llevaba a los grandes propietarios a derruir las casas de labor y transformar las haciendas en terreno de pasto. Al incentivo de la agricultura para hacer a Italia menos dependiente de los suministros del exterior se debe otro espectacular trabajo de ingeniería, emprendido durante el reinado, que tenía como fin desecar el lago Fucino, en el territorio de los Abruzzos, a unos ochenta kilómetros al este de Roma, y transformar en terrenos cultivables los pantanos Pontinos. También en esta ocasión se trataba de un proyecto no realizado de César, que exigió la apertura de un canal de casi cinco kilómetros de longitud, a través del monte Salviano, para verter en el río Liris las aguas del pantano. Según Suetonio, fueron necesarios treinta mil hombres y once años de trabajos para completar la obra, que Claudio inauguró con un fabuloso espectáculo, cuyos detalles relata Tácito:

Claudio armó navíos de tres y cuatro filas de remos y diecinueve mil hombres; el recinto estaba rodeado de pontones para evitar las huidas en desorden, pero abarcaba un espacio suficiente para mostrar la fuerza de los remeros, la destreza de los patrones, la arrancada de las naves y las maniobras habituales de un combate. Sobre los pontones estaban apostados destacamentos y escuadrones de las cohortes pretorianas, y por delante se habían levantado baluartes desde los que se podían hacer funcionar catapultas y ballestas. El resto del lago lo ocupaban infantes de marina en naves cubiertas. Las riberas y colinas y las cimas de los montes estaban abarrotadas, a la manera de un teatro, por una multitud innumerable procedente de los municipios próximos y también de la propia Ciudad, venida allí por curiosidad o por deferencia al príncipe. Claudio, ataviado con un precioso manto de guerra, y no lejos de él Agripina con una clámide bordada en oro, presidían el espectáculo. La lucha, aunque entre criminales, se llevó a cabo con un coraje propio de hombres valerosos, y tras muchas heridas se los eximió de la muerte.

Pero el espectáculo no iba a verse libre de incidentes. Según Suetonio:

[…] cuando Claudio, al saludo de los combatientes al pasar delante de él «¡Salve, emperador, los que van a morir te saludan!», contestó «¡Salud a vosotros!», se negaron a combatir, alegando que aquella respuesta significaba un indulto. Durante algún tiempo deliberó si los haría morir a todos por el hierro o por el fuego; bajó, finalmente de su asiento, corrió aquí y allá alrededor del lago con paso vacilante y actitud ridícula, amenazando a éstos, rogando a aquéllos, y concluyó por decidirlos al combate.

Más graves fueron, no obstante, los problemas, tanto técnicos como políticos, que la obra suscitó y que nos relata Tácito:

Al término del espectáculo se abrió paso a las aguas. Y quedó de manifiesto la incuria con que se había realizado la obra, pues no era lo bastante profunda como para alcanzar el nivel más bajo del lago. El caso es que se dejó pasar un tiempo para hacer más hondo el túnel, y a fin de reunir de nuevo a la multitud se dio un espectáculo de gladiadores, tras tender puentes para la lucha a pie. Incluso se ofreció un banquete junto al desagüe del lago, que fue ocasión de gran pánico para todos, porque la fuerza impetuosa de las aguas arrastraba lo que hallaba a su paso, haciendo temblar las zonas más alejadas y causando en ellas el terror con su retumbar y estrépito. Justo en tal momento Agripina, aprovechando el miedo del príncipe, acusó a Narciso, encargado de las obras, de codicia y de robos; mas él no se quedó callado, echándole en cara sus mujeriles apasionamientos y sus esperanzas excesivas.

Legislación, justicia y política religiosa

L
a obra legislativa de Claudio, acorde con su formación de estudioso, fue abundante y, en ocasiones, si hemos de creer a las fuentes, minuciosa hasta el ridículo. Para desarrollarla se sirvió de viejos procedimientos ya olvidados, y sobre todo de edictos, emanados directamente de su autoridad. Para valorar sus resultados, no obstante, habría que considerar las leyes en su conjunto, sin hacer distinción de los medios empleados. Algunas de sus provisiones interesan más a la historia del derecho romano, dirigidas especialmente a establecer con mayor rigor los procedimientos judiciales. Otras fueron promulgadas para sostener la estructura de la sociedad, según el sistema jerárquico afirmado con Augusto, basado en la distinción entre los grados, como la nutrida y estricta legislación sobre libertos y esclavos, para mantenerlos sujetos a sus obligaciones con respecto a patronos y amos. Es cierto que en otros decretos Claudio mostró un espíritu paternalista y, en ciertos casos, hasta humano y liberal, como la serie de provisiones encaminadas a la protección de las mujeres.

Paralelo al interés por la legislación corre el que demostró el emperador por la justicia, no siempre libre de puntos oscuros, que Suetonio valora así:

Administraba justicia con mucha asiduidad, hasta en los días consagrados, en su casa o en su familia, a alguna solemnidad, y algunas veces lo hizo incluso durante las fiestas establecidas por la religión desde remota antigüedad. No siempre se atenía a los términos de la ley, haciéndola más suave o más severa según la justicia del caso o siguiendo sus impulsos; así, estableció en su derecho de demandantes a los que lo habían perdido ante los jueces ordinarios por haber pedido demasiado, y acrecentando el rigor de las leyes, condenó a las fieras a los que quedaron convictos de fraudes muy graves. En sus informes y sentencias mostraba un carácter variable en gran manera: circunspecto y sagaz unas veces, inconsiderado en otras, y hasta extravagante… Ordinariamente daba razón a las partes presentes contra las ausentes, sin escuchar las excusas, legítimas o no, que podían presentar éstas para justificar su ausencia.

Claudio anunció públicamente su decisión de acabar con la «tiranía de los acusadores» y seguramente fueron abolidos muchos abusos en el sistema judicial. Pero también le fue reprochado al emperador el directo ejercicio de la justicia
intra cubiculum
principis
, al margen del procedimiento ordinario ante jueces, sobre todo porque despertaba las sospechas de que tal procedimiento era usado por las mujeres y libertos imperiales para eliminar a sus enemigos con las armas de supuestas acusaciones de conspiración.

En cuanto a la política religiosa, el carácter conservador de Claudio y sus intereses anticuarios no fueron obstáculo para ciertas novedades. Por lo que respecta al culto imperial, frente a las extravagancias de Calígula, volvió a la actitud distante de Tiberio de rechazar honores divinos, aunque sin poder evitar el lenguaje usual de adulación cortesana y la tendencia oriental a la divinización, a pesar de sus expresas recomendaciones, como evidencia una famosa carta dirigida en el año 41 d.C. a los alejandrinos, que conservamos en un papiro egipcio, en la que afirmaba no desear ni sacerdotes ni templos en su honor «para no parecer vulgar a sus contemporáneos y por pensar que los templos y todo lo demás debían estar siempre dedicados sólo a los dioses». El emperador tendió a conservar y a restaurar la antigua religión romana y a defenderla de contaminaciones, no sólo como fiel seguidor de Augusto, sino también como erudito y buen conocedor de la historia romana y etrusca.A imitación de Augusto, volvieron a celebrarse en el año 47, como ya se ha mencionado, los juegos Seculares, que conmemoraban el octavo centenario de la fundación de Roma, surgida, según la tradición, en el año 753 a.C., y, tras conquistar Britania, amplió, con el arcaico ceremonial característico, el
pomoerium
, el recinto sagrado de Roma.

Por lo que respecta a las religiones extranjeras, su actitud no fue muy diferente de la de su antecesor, Tiberio: tolerante para los cultos considerados como no contrarios a los intereses de Roma, pero enérgico para aquellos susceptibles de atentar a la seguridad del Estado. Así, mientras no tuvo dificultad en transferir a Roma los cultos «mistéricos» y potencialmente peligrosos de Eleusis, en honor de Deméter, reaccionó con dureza contra los magos y astrólogos, a los que expulsó de Italia, o contra el druidismo galo, cuya supresión decretó como posible fuente de subversión antirromana.

Una particular atención merece la actitud de Claudio frente a los judíos. Claudio trató de reparar las consecuencias del imprudente y brutal comportamiento de Calígula, sobre todo con los judíos alejandrinos. Muy poco después de su acceso al trono emanó un edicto especial en favor de este colectivo, con otro de carácter general que garantizaba a los judíos de todo el imperio el ejercicio de su culto. Pero ese generoso talante hacia el colectivo judío quedó contrarrestado por las disposiciones antisemitas aplicadas para la capital del imperio, Roma, donde Claudio les sustrajo el derecho de reunión, disolviendo las asociaciones que habían surgido en época de Calígula. Probablemente esta actitud más severa trataba de frenar el proselitismo, quizás como consecuencia de algún disturbio. Todavía más: en el año 49 d.C. se produciría la famosa y controvertida expulsión de Roma «de los judíos que por instigación de un cierto Cristo continuamente provocaban tumultos», noticia que, de creer a Suetonio, significaría la primera medida oficial contra la nueva religión cristiana. Es probable que los tumultos en cuestión surgiesen como consecuencia de la presencia entre los judíos de Roma de individuos que aseguraban la aparición de un Mesías, dispuesto a inaugurar una nueva era.

A este respecto, llama la atención un edicto imperial de época de Claudio, descubierto en Nazaret, con disposiciones sobre la violación de las tumbas, que amenazaba con la pena de muerte a los violadores. El edicto, hallado en la patria de jesús, con castigos insólitamente graves para los violadores de tumbas, se ha puesto en relación con la versión común sobre la resurrección de Cristo, recordada en los Evangelios, y la consideraba un engaño urdido por los discípulos, que, después de violar la tumba, habrían sustraído el cadáver. El edicto de Claudio estaría dirigido, por consiguiente, contra quienes, violando las tumbas, habían suscitado o podían suscitar movimientos de sedición, que yuguló drásticamente en Roma con la expulsión de los alborotadores.

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