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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

Césares (35 page)

BOOK: Césares
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Mientras se combatía a los moros en la frontera sur, surgió otro foco de agitación en la Galia. El levantamiento de las provincias galas, el año 21 d.C., fue al parecer suscitado por la explotación de que eran objeto sus habitantes, especialmente como consecuencia de los sacrificios que les impuso la campaña de Germánico. Dos galo-romanos, julio Floro y julio Sacrovir, pertenecientes a la aristocracia indígena, se pusieron a la cabeza de la rebelión al frente de sus respectivas tribus, los tréveros y los eduos. Pero no existía un plan conjunto, y el levantamiento pudo ser reprimido sin dificultad excesiva. La tranquilidad volvió a la Galia, que fue pacificada metódicamente y sometida a un insistente proceso de romanización, cuyos frutos fueron permanentes a lo largo de todo el imperio.

Pocos acontecimientos más, dignos de mención, tienen lugar en las provincias romanas bajo el reinado de Tiberio. Si acaso, pueden recordarse todavía las intervenciones en Palestina para incorporar a la provincia de Siria parte del antiguo reino de Herodes, que tendrían como consecuen cia secundaria la destitución del odiado procurador, Poncio Pilato, durante cuya gestión, entre la debilidad y la crueldad, debía producirse un acontecimiento que, inadvertido por los contemporáneos, tendría dimensiones históricas de carácter universal: la crucifixión y muerte de jesús de Nazaret.

Los últimos años de Tiberio

N
o es sorprendente que la traición de Sejano y la confesión de Apicata, cierta o falsa, sobre el final de su hijo Druso repercutieran brutalmente en el ánimo del viejo emperador, reafirmando en su interior su proverbial desconfianza y endureciendo su corazón. Y tampoco debe maravillar que estos sentimientos se reflejaran en sus actos de gobierno. Sus tendencias de misántropo iban a derivar en desprecio por sus semejantes, y el desprecio, en ausencia de piedad y en abierta crueldad. Los últimos años del reinado de Tiberio han sido calificados como un período de terror, con detalles que, sin duda, son exagerados o abiertamente falsos. El dolor y la desesperación del anciano
princeps
, que reflejan sus propias cartas al Senado, explican suficientemente la misantropía de los últimos años del retiro en la soledad de Capri, cuya atmósfera de misterio la tradición ha convertido, gratuitamente y con morbosa delectación, en escenario de los más monstruosos vicios. Sirva de muestra el modo en que Suetonio se recrea en detalles escabrosos indemostrables, además de altamente improbables:

En su quinta de Capri tenía una habitación destinada a sus desórdenes más secretos, guarnecida toda de lechos en derredor. Un grupo elegido de muchachas, de jóvenes y de disolutos, inventores de placeres monstruosos, y a los que llamaba sus «maestros de voluptuosidad», formaban allí una triple cadena, y entrelazados de ese modo se prostituían en su presencia para despertar, por medio de este espectáculo, sus estragados deseos… Se dice que había adiestrado a niños de tierna edad, a los que llamaba «sus pececillos», a que jugasen entre sus piernas en el baño, excitándole con la lengua y los dientes, y también, a semejanza de niños creciditos, pero todavía en lactancia, le mamasen los pechos, género de placer al que por su inclinación y edad se sentía principalmente atraído.

Estos desenfrenos, en los que, casi con los mismos detalles, insiste Tácito, pueden explicarse por la utilización de una misma fuente, sin duda un panfleto distribuido entre los enemigos del emperador, que podría haber surgido —y sólo se trata de una hipótesis— del círculo de Agripina. Pero también sería absurdo excluir rotundamente del viejo emperador, once años exiliado voluntariamente en Capri, una sexualidad pasiva basada en el
voyeurismo
y en diversiones eróticas habituales en el contexto moral de la época, de las que dan fe figuras e inscripciones halladas en Pompeya y los propios testimonios literarios de Marcial o Petronio, entre otros.

Así, de la mano de una tradición abiertamente contraria a Tiberio por motivos políticos, se ha modelado la imagen de un monstruo, a todas luces tan falsa como la contraria, que pretende, aun en contra de las fuentes históricas, rehabilitar su figura y justificar sus actos de gobierno. Por supuesto, la defensa a ultranza de los actos del
princeps
en los últimos cinco años de una vida cansada y desilusionada no resulta una empresa fácil, al menos en lo relativo a los numerosos procesos
de maiestate
conducidos por un Senado atrapado entre el miedo y la perplejidad. En todo caso, más allá y por encima de las venganzas, rencores y frustraciones de una vida tan parca en satisfacciones personales, Tiberio encontró aún fuerzas suficientes para continuar dirigiendo el imperio con mano firme, tanto en los asuntos internos de gobierno como en política exterior.

La caída del odiado Sejano, que durante tantos años había impuesto su voluntad en Roma, debería haber impulsado a Tiberio a retomar personalmente las riendas del gobierno. Pero, aunque en varias ocasiones abandonó el escondrijo de Capri, jamás quiso regresar a Roma. Como no podía ser de otra manera, la persecución de los partidarios de Sejano fue despiadada y desató una ola de terror, de la que sólo en parte puede responsabilizarse a Tiberio, puesto que fueron los propios miembros de la aristocracia, deseosos de alejar sospechas de connivencia o de prevenir posibles acusaciones contra ellos mismos, los que más contribuyeron a desatarla. Es ahora, más que nunca, cuando se asiste al triste espectáculo de un Senado cuyos miembros, enfrentados entre sí y atrapados por el odio, la desconfianza y la angustia, buscan en la denuncia y persecución de auténticos o supuestos amigos y cómplices de Sejano una salvación personal, en una repugnante emulación de denuncias que sólo pueden calificarse como un auténtico proceso de autodestrucción. Así lo describe Tácito con profundo pesimismo:

Fue lo más nefasto que aquellos tiempos tuvieron que soportar: los principales de entre los senadores ejerciendo incluso las delaciones más rastreras, unos a la luz del día, muchos ocultamente; y no se distinguían los extraños de los parientes, los amigos de los desconocidos, lo que era reciente de lo que ya resultaba oscuro por su vejez; se acusaban por igual las palabras dichas sobre el tema que fuera en el foro y en la mesa, pues algunos se apresuraban a tomar la delantera y a elegir un acusado, otros por protegerse, y los más como contagiados por una enfermedad infecciosa.

La lista de procesos y de condenas se hace interminable. El propio Tácito, que dedica al tema todo el libro VI, admite haber omitido un buen número de casos. Fueron los primeros las condenas de Sexto Paconiano y Latinio Latiar, ambos responsables, como delatores, de la condena de Titio Sabino en el año 28, o los procesos en masa de 32 d.C., en los que cayeron muchos aristócratas ilustres, como Anio Polión y su hijo Anio Viciniano, Apio Silano, Mamerco Emilio Escauro o Calvisio Sabino, pero también miembros del orden ecuestre e incluso mujeres. De la sangrante depuración de la aristocracia, que continuó en los años siguientes, llama la atención por sus implicaciones el caso de un hispano, Sexto Mario, al decir de Tácito el hombre más rico de Hispania, que fue precipitado desde lo alto de la roca Tarpeya, como culpable de incesto con su hija. Sus inmensas riquezas, ligadas a la explotación de minas de oro y cobre en la Antigüedad, Sierra Morena era conocida con el nombre de
mons Marianus
—, una vez confiscadas, pasaron en parte a la fortuna privada del emperador, que no pudo escapar a la acusación de haber propiciado el proceso por avaricia.

Si es cierto que la animosidad contra la aristocracia por la anhelada y fallida colaboración con el Senado, el temor de nuevas intrigas, la angustia de las desgracias, la vejez y la soledad han podido ejercer su influencia en un recrudecimiento de la severidad y en una falta de interés por evitar condenas arbitrarias, también las fuentes recuerdan intentos del
princeps
para poner freno a la ola de espionaje y de denuncias. Así lo atestigua el caso de Mesalino Cota: la condena por un supuesto crimen de lesa majestad fue abortada por el propio Tiberio, que en una famosa carta rogaba al Senado no incriminar a un personaje de reconocidos méritos sólo por «palabras aviesamente torcidas o por intrascendentes habladurías expresadas en los banquetes». Esa misma carta, en su comienzo, era, al mismo tiempo, un reconocimiento de su fracaso y del castigo que sus culpas merecían:

¡Qué puedo escribiros, senadores, o de qué modo puedo hacerlo, o qué no debo en absoluto escribiros en esta ocasión, que los dioses y diosas me pierdan peor de lo que me siento perder día a día si lo sé!

Pero, en cualquier caso, hasta su misma muerte en 37 d.C., la ola de procesos y de suicidios para escapar a seguras condenas continuó con macabra monotonía, con un nuevo motor de desgracias en la inquietante personalidad del nuevo prefecto del pretorio, Macrón, a cuya directa instigación hay que achacar buen número de las muertes. Entre las muchas anotadas en nuestras fuentes podrían recordarse las de Pomponio Labeón y su esposa Pasea, o las de Fulcinio Trión, Granio Marciano,Tario Graciano, Sexto Paconiano y Vibuleno Agripa. Algunas llaman particularmente la atención: la de Cayo Asinio Galo, siempre mirado con suspicacia por Tiberio, como segundo marido de su amada Vipsania y amigo de Agripina, que se encontraba en prisión desde la caída de Sejano. Es curioso que su muerte, por inanición, en el año 33 d.C., coincidiera en sus causas con la de Druso, el segundo de los hijos de Germánico, retenido desde años antes en los sótanos de palacio, que, según Tácito, «se extinguió tras sostenerse nueve días royendo el relleno de su cama», y con la de su madre Agripina, unos días más tarde, que enterada del fin de su hijo, se dejó morir de hambre. Y podemos terminar la macabra aunque incompleta nómina con las muertes voluntarias del viejo amigo de Tiberio, Coceyo Nerva, y de Emilia Lépida, en otro tiempo esposa de Druso César, al que había perseguido con sus celos.

La causa del persistente rencor del
princeps
por sus dos parientes se nos escapa, aunque no su odio, que les persiguió, aun muertos, con imprecaciones abominables para su resobrino y con las más innobles calumnias contra Agripina, a la que acusaba, entre otras cosas, de conducta inmoral con Asinio Galo y de haber perdido el gusto por la vida, conocida su muerte. Y llama la atención que esta hostilidad, fatal para Agripina y sus dos hijos mayores, no se extendió al resto de la familia de Germánico. Fue el propio Tiberio quien se ocupó de conseguir esposos dignos de su rango para Agripina, a la que casó con el noble Cneo Domicio Ahenobarbo, y para sus dos hermanas menores, Drusila y Julia Livila. Pero, sobre todo, prodigó su protección al único varón superviviente, Cayo, quien, con su propio nieto, Tiberio Gemelo, debía asegurar la sucesión dentro de la casa del
princeps
.

Sin embargo, el viejo de Capri no quiso decidir finalmente quién de los dos habría de ser su sucesor. Si tenemos en cuenta la devoción que Tiberio siempre mantuvo hacia su predecesor, el elegido debería haber sido Cayo, como descendiente directo de la familia de Augusto, por delante de su propio nieto y, por supuesto de Claudio, su sobrino, considerado débil mental. Pero en su testamento nombró herederos a partes iguales a Cayo y a Gemelo. Tampoco se iba a ver libre de rumores esta última indecisión de Tiberio, para la que se han dado múltiples explicaciones: deseo de proteger a su nieto de las insidias de Cayo, si lo señalaba como preferido; deferencia con el Senado al no querer usurpar su autoridad en la elección del candidato; sibilinos propósitos, si hemos de creer a Dión Casio —«como sabía que Cayo sería un mal príncipe, le concedió, se dice que con gusto, el imperio para esconder sus propios crímenes bajo los excesos de Cayo»— o, simplemente, una muestra más de indecisión al no atreverse a escoger entre ambos, por más que de ser cierta la opinión que, según nuestras fuentes, le merecía el hijo de Agripina —decía «estar criando una víbora en el pecho de Roma» y profetizar que Calígula mataría a Gemelo—, legaba un inquietante futuro para Roma y su imperio.

Sobre su muerte, en las cercanías de Miseno —la base naval romana construida en la bahía de Nápoles— cuando regresaba a Capri, corrieron diversas versiones. He aquí el relato de Suetonio:

Detenido, sin embargo, por vientos contrarios y por los progresos de la enfermedad, se detuvo en una casa de campo de Lúculo, muriendo en ella a los setenta y ocho años de edad y veintitrés de su imperio, bajo el consulado de Cneo Acerronio Próculo y de Cayo Poncio Nigrino [16 de marzo del año 37 d.C.]. Hay quien cree que Calígula le había dado veneno lento; otros, que le impidieron comer en un momento en que le había abandonado la calentura; y algunos, en fin, que le ahogaron debajo de un colchón porque, recobrado el conocimiento, reclamaba su anillo, que le habían quitado durante su desmayo. Séneca ha escrito que, sintiendo cercano su fin, se había quitado el anillo como para darlo a alguien; que después de tenerlo algunos instantes, se lo había puesto otra vez en el dedo, permaneciendo largo rato sin moverse, con la mano izquierda fuertemente cerrada; que de pronto había llamado a sus esclavos y que, no habiéndole contestado nadie, se levantó precipitadamente, pero que, faltándole las fuerzas, cayó muerto junto a su lecho.

Por su parte Tácito da su propia versión:

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