Césares (16 page)

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Authors: José Manuel Roldán

Tags: #Histórico

BOOK: Césares
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El Senado, mientras tanto, se sentía ahora fuerte bajo la dirección de Cicerón, logrando el reconocimiento de Marco Bruto como gobernador de Macedonia y la concesión de un
imperium
maius
para Casio en Siria. Sexto Pompeyo, el hijo del rival de César, recibió el mando extraordinario de la flota para la defensa de las costas de Italia (
praefectus classis et orae maritimae
). La posición de Octaviano parecía derrumbarse con la facilidad de un castillo de naipes: mientras el Senado acordaba a Décimo Bruto Albino los honores del triunfo, ni siquiera conseguía para él mismo la recompensa inferior de la
ovatio
, que Cicerón había propuesto. Había perdido, por tanto, su condición de brazo armado del Senado, mientras Antonio lograba ganar para su causa a los responsables cesarianos de las provincias de Occidente: Lépido, Asinio Polión, que gobernaba la Hispana Ulterior, y Munacio Planco, responsable de la Galia Comata, el extenso territorio conquistado por César.

Se hacía necesario un nuevo giro. Octavio se negó a continuar la liquidación de la guerra de Módena, que Bruto Albino le había propuesto, bien es cierto que a sus órdenes, y mantuvo bajo su mando las tropas del difunto Pansa. Contaba ahora, pues, con la fuerza real de nueve legiones, pero también con la desagradable impresión de haber llevado las armas contra un amigo de su padre, para acudir en ayuda de uno de sus asesinos. Se imponía un entendimiento con Antonio, como única y lógica salida, pero, antes, Octaviano, para negociar desde una posición de auténtica fuerza, presionó en Roma para obtener la más alta magistratura de la república, el consulado. Una comisión de centuriones presentó con el carácter de ultimátum la exigencia de su jefe. Era lógico que el Senado rechazara la insólita pretensión de un joven al que le faltaban aún veintidós años para llegar a la edad legal de investidura del consulado, bien es verdad que rebajados en diez por una ley especial durante el corto idilio con la cámara. Y no menos lógica sería la reacción de Octaviano ante la negativa. El decidido
condottiero
, cuya falta de escrúpulos ya se había evidenciado varias veces en apenas un año, no tuvo reparo alguno en cometer la felonía, descubierta casi medio siglo antes por Sila, de marchar contra Roma. No hubo necesidad de combatir. Las tres legiones que el Senado pensaba enfrentarle se pasaron a su campo y la cámara, sobrecogida por el pánico, cedió al repugnante chantaje. Así, el joven César conseguía el 19 de agosto de 43 a.C. ser elegido cónsul, con su pariente Pedio como colega.

La magistratura suprema permitía ahora a Octaviano cumplir con el propósito que había proclamado como su primer y sagrado deber al aceptar la herencia de César, y que tan fácilmente había orillado en favor de componendas políticas: la venganza contra los asesinos de César.A través de su pariente y colega, una
lex Pedia
los declaró enemigos públicos, incluido Sexto Pompeyo, que pasaba así de magistrado a proscrito, mientras conseguía abrogar la misma vergonzosa calificación para Antonio, Lépido y el resto de los cesarianos concentrados en la Galia. Generosos repartos de dinero entre soldados y plebe, que completaban las disposiciones de César, redondearon las bases con las que el joven César se dispuso a emprender el nuevo paso de su lucha por el poder.

El triunviro

E
l golpe de Estado de Octaviano no era aún suficiente para convertirlo en dueño de Roma. Marco Bruto y Cayo Casio, huidos de Italia, estaban ganando el Oriente, con sus siempre inagotables recursos, a la causa republicana, y en Occidente los cesarianos habían cerrado filas en torno a Marco Antonio. Incluso las legiones de Décimo Bruto Albino abandonaron a su general, que encontró poco más tarde su fin a manos de los galos. No era, pues, gratuita la actitud del joven César en Roma hacia quienes enarbolaban como bandera política el nombre de su padre adoptivo. Pero las acti tudes hostiles habían ido demasiado lejos como para permitir un acercamiento, sin más, entre Octaviano y Antonio, por mucho que lo anhelasen los veteranos de César. Y aquí es donde cumplió su papel Lépido, como mediador en un encuentro que tuvo lugar cerca de Bolonia, en presencia de las legiones. En él, los tres jefes cesarianos,Antonio, Lépido y Octaviano, decidieron repartirse el poder con el apoyo de la dudosa fórmula legal que los convertía solidariamente en
tresviri republicae constituendae
, «triunviros para la organización del Estado», por un período de cinco años. Se trataba de un híbrido entre dictadura, como la de Sila o César, y pacto tripartito, semejante al que tuvo como protagonistas dieciséis años antes a César, Pompeyo y Craso. Este pacto, sin embargo, había sido de carácter privado, mientras que el decidido en Bolonia, con una cobertura legal, pretendía dar plena fuerza legítima a lo que no era otra cosa que una triple dictadura, por más que, como sabemos, el término hubiese sido abolido a propuesta de Antonio en los días siguientes a la muerte de César.

El triunvirato, en todo caso, significaba colocar hasta el 31 de diciembre del año 38 a.C. a sus titulares por encima de todas las magistraturas, con el poder de hacer leyes y de nombrar magistrados y gobernadores. Pero este poder debía también apoyarse en una base real y, por ello, los triunviros, con el dominio sobre Italia como posesión común, se repartieron las provincias con las correspondientes legiones. Quedó manifiesta en este reparto la superior fuerza de Antonio sobre sus colegas, al recibir, con las principales provincias del Occidente —la Galia Cisalpina y la Comata—, el control fáctico sobre Italia. A Lépido, por su parte, le fueron confiadas la Narbonense y las dos provincias de Hispana. Octaviano, en cambio, hubo de contentarse con los encargos, más nominales que reales, de África, Sicilia y Cerdeña. África ardía en las llamas de una guerra civil y, en cuanto a Sicilia y Cerdeña, la flota de Sexto Pompeyo las hacía prácticamente inalcanzables. El reparto de poderes incluía también otros objetivos comunes: el más urgente, vengar a César con la aniquilación de sus asesinos, que obligaba a una campaña en Oriente contra las fuerzas republicanas. La tarea sería asumida finalmente por Antonio y Octaviano, que confiaron a Lépido, mientras tanto, el gobierno de Italia. Era costumbre en Roma sellar las alianzas políticas con un matrimonio. Octaviano estaba prometido, gracias a los consejos y a los buenos oficios de su madre, Atia, con Servilla, la hija del colega de César en el consulado del año 48, Publio Servilio Isáurico. En aras del pacto político, hubo de deshacer su compromiso para desposar a Clodia, la hija del intrigante tribuno de la plebe Publio Clodio, asesinado el año 52 en las calles de Roma por una banda de
optimates
, y de Fulvia, que, tras la muerte de Clodio, su marido, había desposado a Marco Antonio.

Las conversaciones de Bolonia incluían otro tema, vidrioso pero comprensible en un clima como éste de desconfianzas y venganza: el destino de los enemigos políticos de los triunviros. En aras de la concordia había que sacrificar amistades, lazos familiares y compromisos a los ajustes de cuentas particulares de uno u otro de los protagonistas del acuerdo. El tribuno de la plebe, Publio Titio, se encargó de conseguir en Roma ante la asamblea popular la base legal de actuación, después de que, entre el entusiasmo de las tropas, los tres colegas hubieran sellado y firmado su compromiso en un tratado escrito. El 17 de noviembre de 43 a.C., la
lex Titia
, con el reconocimiento legal de los triunviros, desataba, como primera medida, el horror de las proscripciones. La ciudad volvió a sufrir una vez más la epidemia del crimen político. A la primera lista de 130 nombres siguió un río de sangre, en el que fueron ahogados unos trescientos senadores y dos mil caballeros. No sólo era el primitivo instinto de la venganza contra anteriores aliados y ahora irreductibles enemigos políticos el que movía a los triunviros. Era necesario asegurarse Italia, en un clima de guerra civil y de lucha por la existencia, contra las aún estimables fuerzas republicanas. Y, como siempre ocurre, no faltaron en la vorágine de sangre víctimas inocentes, objeto de venganzas privadas. Pero también obró como un poderoso acicate la intención de apoderarse de las fortunas de los proscritos para sufragar los enormes costes de la inminente guerra en Oriente. Aquí se equivocaron los aliados: los resultados de las requisas y su conversión en dinero mediante subasta fueron decepcionantes, por lo que hubo que exigir tributos extraordinarios. En todo caso, el odio y la avaricia escribieron con sangre una de las páginas más terribles y crueles de la crisis republicana, degenerada en eliminación fisica de cualquier elemento significativo hostil o potencialmente susceptible de convertirse en obstáculo. Las proscripciones señalaron el final de la república: si el triunvirato había puesto fin a la legalidad y a la práctica incluso nominal de las instituciones tradicionales, el crimen político acabó con el resto de sustancia humana que habría podido mantener todavía su precaria existen cia. Contra la fuerza brutal de los jefes cesarianos, los pocos republicanos de viejo cuño que lograron escapar a la cuchilla del verdugo buscaron protección en los cascos de las naves piratas de Sexto Pompeyo, o se alinearon con Bruto y Casio en la lucha a vida o muerte que, desde Oriente, se aprestaban a afrontar.

Si un acontecimiento puede resumir, como ejemplo y símbolo, tanto el envilecimiento de una aparente legalidad entregada a los más bajos instintos, como la agonía de un régimen y de la base ideológica en la que se sustentaba, éste no puede ser otro que la muerte de Cicerón. Una larga vida dedicada a la política, con sus muchas vacilaciones y errores, encontró el honroso final del sacrificio en aras de la lealtad al ideal republicano. Antonio, el activo responsable de este crimen, no podía perdonar al viejo político el liderazgo espiritual de este ideal ni el valiente enfrentamiento personal que tanto había comprometido su posición política. Octaviano, el responsable pasivo, hubo de olvidar, en aras de interesados acuerdos de poder, los muchos servicios que Cicerón le había prestado en el inicio de su carrera, al apoyarle ingenuamente como defensor de la causa republicana contra el despotismo militar. Sería difícil borrar la sombra que este crimen proyecta sobre la figura de quien, más tarde, con el solemne título de Augusto, cimentaría su original régimen en el vocabulario político y en el pensamiento de quien tan cobardemente libró a una venganza personal.

Una vez cumplido el rito de sangre, podía emprenderse la pretendida venganza contra los asesinos de César. Pero antes, y para dar mayor solemnidad a la empresa, el Senado se vio obligado a reconocer la naturaleza divina del dictador, decretándole un culto oficial. Octaviano era ahora (1 de enero de 42 a.C.) «hijo del Divino» (
Divi Filius
), en lugar de «hijo de Cayo»: un paso más en el complicado tejido de sus bases de poder.

En Oriente, Bruto y Casio, a la cabeza de las fuerzas republicanas, habían alcanzado notables éxitos. Bruto, tras su huida de Italia en el año 44 a.C., había logrado apoderarse de la provincia de Macedonia, cuyo gobierno luego le fue ratificado por el Senado y, desde ella, se dirigió a Asia Menor para unirse a Casio, quien, por su parte, había arrebatado el gobierno de Siria a su titular, el procónsul Dolabela, empujándolo al suicidio. Ahora, a finales de 43 a.C., Bruto y Casio, reunidos en Esmirna, decidieron completar el control del Oriente. En estrecha colaboración, no les fue difícil hacerse los dueños de Asia Menor, y sus ciudades, en una práctica varias veces centenaria, fueron esquilmadas una vez más para financiar ideales que no comprendían o no querían compartir. Pero el dinero logró la fidelidad de diecinueve legiones y abundantes mercenarios, que se pusieron en marcha, atravesando el Helesponto, en dirección a Filipos, en Tracia, donde finalmente tomaron posiciones en comunicación con la flota, que, desde la base de Neápolis de Tracia, les aseguraba, con el dominio del Egeo, los abastecimientos necesarios.

Fueron dificultades marítimas las que obstaculizaron en un primer momento el transporte de las fuerzas de los triunviros al otro lado del Adriático, que una enfermedad de Octaviano obligó, en parte, a retrasar. Pero, finalmente, en conjunción con las fuerzas cesarianas, que ya habían entrado en contacto con las tropas de Bruto y Casio, el ejército triunviral se encontró reunido también frente a Filipos.Antonio, soldado más experimentado, asumió la iniciativa de la campaña, que debía basarse en obligar al ejército enemigo, mediante la rotura de su comunicación con las bases marítimas, a lanzarse a la lucha abierta, fuera de sus casi inexpugnables posiciones. Cuando Casio, a su vez, intentó contrarrestar esta táctica, Antonio, en un encuentro frontal, le obligó a la retirada y saqueó su campamento. Casio, creyendo precipitadamente perdida su causa, se quitó la vida, sin esperar a ver cómo los soldados de Bruto invadían el campamento del postrado Octaviano.

La primera batalla podía así considerarse sin resultados efectivos para ninguno de ambos ejércitos, si no se tiene en cuenta que la desaparición de Casio privaba a las fuerzas republicanas de un enérgico comandante y cargaba sobre las espaldas de Bruto una responsabilidad, sin duda, superior a sus fuerzas. Después de tres semanas de inactividad, parapetado tras sus defensas, Bruto aceptó finalmente la batalla, que le condujo al desastre en la tarde del 23 de octubre de 42 a.C.También en esta ocasión el precario estado de salud de Octaviano le impidió tomar directamente el mando. Los jefes republicanos que capitularon fueron ejecutados con pocas excepciones; otros lograron huir; entre ellos, el propio Bruto. Las tropas ven cidas fueron incorporadas al ejército vencedor. Pero Bruto no quiso a la derrota y eligió la muerte voluntaria sobre su espada. Con el «último de los romanos», como quiso definirse con arrogancia al morir, desaparecía no tanto la república o el ideal republicano, como el representante más definido de la grandeza y miseria de un sistema obsoleto, cuyas contradicciones estaban destinadas a ser trituradas en el molino de la historia; la literatura, en cambio, en las manos de Shakespeare, moldearía con la figura y el destino de Bruto uno de sus mitos inmortales. Sólo es cierto, quizá, que con la batalla de Filipos desapareció en la larga historia de las guerras civiles el pretexto de los ideales. En los diez años de guerra que Roma tuvo que pagar todavía por la paz, los bandos ya no llevarían nombres programáticos —
optimates
,
populares
, republicanos o cesarianos—, sino simplemente personales. El triunfo sería de quien lograse identificar su nombre con la causa del estado romano.

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