Él quiere ser digno de una elección a la que no vacila en atribuir un carácter fatal. Así, pues, después de haberse elegido un vestido como un hábito, ha decidido convertirse en un tirador perfecto. Es un novicio, pero tiene la vocación del asceta. Se ha dado cuenta inmediatamente de un error en el que incurren todos los aspirantes a asesino a sueldo. Este principio, en sí mismo irrefutable, ha inducido al asesino a sueldo a unas cuantas conclusiones: ha establecido que debe aprender la puntería perfecta en condiciones perfectamente ascéticas. No debe herir, debe matar. No animales, que quieren ser muertos. ¿Hombres? Pero matar a un hombre si no es por dinero es fatuo exhibicionismo. Le queda una única solución, que sí es realmente ascética. Debe ejercitar la puntería contra sí mismo. Ahora ha colocado el arma en un rincón de la habitación, elevada, y ha atado el gatillo a una cuerda. El asesino a sueldo medita. Ahora se apuntará a sí mismo. ¿Y después? Si falla el tiro, se salvará, pero quedará descalificado como asesino a sueldo; si da en el blanco, alguien morirá: el asesino a sueldo. Titubea durante mucho rato: pero sabemos que al final prevalecerá su conciencia profesional.
El cuerpo celeste del cual tratamos es de existencia improbable o por lo menos hipotética; sin embargo, ha sido visto y descrito por frecuentadores y habitantes del espacio —inquilinos de cometas, cielícolas caídos, miniaturizados por asteroides, buscadores de polvo cósmico— de maneras no sólo totalmente semejantes, sino con palabras que, en los respectivos idiomas, son consideradas de utilización culta y poco habitual. El cuerpo celeste tiene forma de vastísima plaza, prácticamente cuadrada; el suelo presenta algunas peculiaridades: es casi siempre de tierra desnuda, sin traza de vida; y, sin embargo, convendría llamarla «desnudada», ya que diríase que con aquella arcilla se mezclaban fragmentos de edificio, partes de un Prohibido aparcar, e incluso un volátil, bullicioso, frenético recorte de diario, con un titular sensacionalista en una lengua ininteligible —el testimonio es del «sosias» de un contrabandista duplicado—. El contrabandista recorrió parte de la plaza celeste, efectuando otro descubrimiento, que podía resultarle fatal, de no haber sido por su singular carácter duplicado. En realidad, el suelo, si bien aparentemente firme y continuo, se reduce en ocasiones hasta convertirse en una lámina tan delgada, que cede al paso de un fantasma; y debajo se extiende un pozo vacío y liso, que se abre sobre el vacío. En una esquina de la plaza se han pretendido reconocer los restos de una conducción de agua, tal vez una fuente. Unas muescas en los bordes hacen pensar que a dicha plaza han confluido o confluirán otras calles. Se ha descubierto un peine, junto a una lima de uñas de minúsculas dimensiones. Un farmacéutico melancólico ha declarado, bajo juramento, que avistó algunas sombras, y escuchó voces apagadas. En el espacio, tanto en los cafés como en los burdeles de lujo para señores castos, se discute si el cuerpo celeste ha escapado de una ciudad odiosa, o si es el centro de una ciudad inédita del espacio; y las voces y las sombras hubieran llegado, como si fueran de andares más rápidos, antes que los habitantes, en cualquier caso corpóreos. En realidad, observada atentamente, la plaza celeste presenta características contradictorias; en efecto, parece dominada por una penosa pero obstinada espera, una despechada confianza y, al mismo tiempo, despide un olor de desolación, que podría remontarse a memorias amargas pero no olvidables, o a la oculta espera de una catástrofe, tal vez una dispersión por el espacio a través de las lisas catacumbas, en las que la nada llega a rozar el suelo mismo de la plaza.
La señora que, vestida con precisión y cauta fantasía, más confiada en el ritmo de los miembros que en la adornada contaminación de las ropas, esa mujer que cruza la calle, con la mirada atenta al número de un autobús que cree que debe tomar, aunque no esté segura, ya que la esperan muchos objetivos, esa mujer es bastante joven aunque yo me niegue a dirigirle cualquier pregunta, y por tanto, en el acto mismo con que cruza la calle, recogiendo la efímera y neutra complicidad de los semáforos, imágenes de su vida se le pegan al cuerpo. Tal vez no la llamaríais una mujer guapa, ya que sois sensuales y efímeros —¡odiosos semáforos!—, pero no podéis dejar de admirar el gesto pesado y al mismo tiempo cuidado con que deposita su cuerpo sobre la calle.
Esta mujer ha amado a cuatro hombres: y ahora administra una vida solitaria pero no desierta. Faltan trescientos metros para la parada. Amó a su primer hombre cuando, todavía joven, se descubrió a sí misma dialogando con un hombre de música. Vacilo en llamarlo músico. Tal vez un genio, pero sin duda vulgar, un genio vulgar y callejero. Largas conversaciones construidas como grandes casas de campo sosegaron su risa y pacificaron sus quijadas. Después de este primer habitante, conoció a un cibernético miope y paciente; si el primero era una figura apresuradamente dibujada en la pared, y por lo tanto descubrible al cabo de los años, éste era fatuo, vil, elocuente. Ella se detuvo por amor a la elocuencia. El cibernético le dijo: «Espérame» y cruzó la calle.
Al cabo de dos años, cierto día que la mujer buscaba una cremallera, tuvo una aventura: ignora si por amor, distracción, apresuramiento o imperfecta consulta de los vocabularios. ¿Extranjero? No está segura. Tuvo de él un hijo. Ahí está. Amó después con locura a un cultivador de tulipanes, que jugaba a la lotería y creía que Dios tenía hipo. El hombre contemplaba a aquel hijo con suspicacia, oh no, sin odio.
Ahora que la mujer ha muerto —ya ha tomado aquel autobús, pero ahora la cosa carece de importancia— camina por los laberintos del Sceol e intenta comprender por qué su hijo, que le sobrevive, dolorido y solitario, en la extraña curvatura de la tierra, nació de la aventura con un hombre cuyo nombre no recuerda. Por esto tiene ese extraño y atormentado rostro interrogativo, el mentón saliente, y un barrunto de risa metido en las pupilas.
A cada despertar matutino —un despertar reacio y que cabría definir perezoso—, el señor comienza con un rápido inventario del mundo. Hace tiempo que se dio cuenta de que cada vez despierta en un punto diverso del cosmos, aunque la tierra, que es su habitáculo, no aparezca extrínsecamente cambiada. De niño, estaba convencido de que, en los movimientos a través del espacio, la tierra pasa a veces cerca o incluso por dentro del infierno, mientras que nunca se le concede pasar por el interior del paraíso, porque dicha experiencia haría imposible, superflua, irrisoria, cualquier posterior continuación del mundo. Así que el paraíso debe evitar a la tierra a cualquier precio, para no lesionar los planes cuidadosos e incomprensibles de la creación. Aun ahora —hombre adulto, que conduce un automóvil de su propiedad— algo de esa hipótesis infantil no le ha abandonado. Ahora la ha secularizado ligeramente, y la pregunta que se plantea es más metafórica y aparentemente distanciada: él sabe que, durante el sueño, todo el mundo se ha desplazado —como demuestran los sueños— y que cada mañana los fragmentos del mundo, estén o no implicados en una partida, aparecen diferentemente colocados. No pretende saber lo que significa este desplazamiento, pero sabe que a veces advierte la presencia de abismos, tentaciones de derrumbamientos, o extrañas y extensas llanuras por las que le gustaría rodar —con frecuencia piensa en sí mismo como en un redondo cuerpo celeste— prolongadamente; a veces tiene una confusa impresión de malezas, otras una sensación excitante pero en más de una ocasión desagradable, de estar iluminado por varios soles, no siempre recíprocamente amigos. Otras veces escucha nítidamente un fragor de olas, que pueden significar tempestad o calma; y no falta la ocasión en que se revela brutalmente su propia posición en el mundo: por ejemplo, cuando unas mandíbulas crueles y aplicadas le aprietan la nuca, como debió haber ocurrido innumerables veces a sus antepasados muertos entre los dientes de fieras cuya cara jamás ha visto. Hace tiempo que ha aprendido que nunca se despierta en su propio dormitorio: ha decidido, incluso, que no existe tal habitación, que paredes y sábanas son una ilusión, una ficción; sabe que está suspendido en el vacío, que es, al igual que las demás personas, el centro del mundo, del cual parten infinitos infinitos. Sabe que no podría resistir a tanto horror, y que la habitación, y hasta el abismo y el infierno, son inventos destinados a defenderle.
El señor ligeramente miope, con un defecto de pronunciación, que fuma en pipa, vive en el mismo edificio en que vive una señora taciturna, reservada, delgada y básicamente joven. El señor y la señora viven en una decorosa soledad, si bien la casa de la señora peca de exceso de orden, y la casa del señor de defecto. Se encuentran prácticamente todos los días, un encuentro rápido y casual, con una leve sonrisa, y un saludo entre dientes. Cada uno de ellos ha pensado de diferente manera en la presencia del otro. Sin fantasías, sin amor, y sin embargo prolongadamente. Cada uno se siente ligera, pero no desagradablemente, turbado por la presencia del otro. Ninguno de los dos ha pensado jamás que un conocimiento tan casual pudiera convertirse en un diálogo más específico y amistoso. En realidad, no desean conocerse ni hablarse. Sin embargo, el problema, absolutamente mínimo, que cada uno de los dos plantea al otro, no cesa de turbar, de manera despreciable pero constante, sus vidas. Cada uno de ellos, por consiguiente, ha intentado entender qué ha ocurrido, cómo ha comenzado esa abstracta relación, y qué significa esa molestia, esa desazón que cada uno representa, y sabe que representa, en la vida del otro. En efecto, cada uno sabe que el otro está en cierto modo tocado, rodado, y considera este contacto como un extraño enigma.
La señora ha decidido que el señor ligeramente miope tiene algunas características de una alucinación. Pensando atentamente, en silencio, en aquel rostro, en los andares, en el movimiento de las manos, hasta en determinada chaqueta, ha podido reconocer huellas de personas desaparecidas desde hace tiempo, irrecuperables y queridas; y se ha dicho, entre risas y lágrimas, que aquel hombre es un lugar de encuentro de tíos, padres, incluso de amigas de infancia y de un hombre que ella ha admirado y perdido. El señor ligeramente miope ha intentado cambiar de horarios, itinerarios, hábitos, para no encontrar de nuevo a la señora taciturna, y eso con la intención de interpretar su presencia. Ha sufrido intensamente, de manera desprovista de sentido. Pero le parece haber comprendido que está ligado a esa señora con un vínculo mínimo pero inextinguible, algo que anuda los lugares más apartados e ignorados de sus existencias. Ese vínculo no es amor, sino algo que está entre la vergüenza y la predilección. Ambos lo saben, pero no les está permitido saberlo; cada uno de sus encuentros casuales es un hurto inocuo, pero exige un perdón.
Se despierta mucho antes del amanecer, alterado por la convicción de haber realizado un delito. Hace tiempo que su sueño es intranquilo, interrumpido por frecuentes insomnios. Por la mañana las sábanas aparecen muchas veces revueltas, desordenadas, como si durante muchas horas hubiese luchado con los anillos de una serpiente. Se le ocurre pensar que en aquellas noches ha estado preparando un delito, una acción cruel e inhumana, que esta noche ha llevado a cabo. No pocas veces los sueños le siguen perturbando durante buena parte del día. Piensa que ha soñado con un delito, que se ha despertado por el horror de lo que ha hecho, que lo ha olvidado en el inquieto cementerio del inconsciente. Pero no ha olvidado la sensación de angustia, de extravío, y a la vez de fuerza que sin duda ha animado sus propósitos durante un sueño que presupone largo, intrincado, laberíntico, decisivo. Piensa que tal vez después de ese sueño dejará de tener pesadillas y podrá descansar en paz. Es posible que fuera, en aquel sueño, el asesino a sueldo que actúa a las órdenes de un misterioso personaje. Nabucodonosor vive ahora solo en los sueños, pero sigue siendo, entre las sombras, el que decreta crímenes atroces. Él ha matado, ahora está a salvo. El Rey no volverá a darle órdenes de ese tipo; el pueblo de los durmientes es una multitud de asesinos profesionales.
Está nervioso, se levanta, quiere caminar por casa, en espera de que su cuerpo se aplaque; se da cuenta de que está temblando. Se detiene, horrorizado. Bajo una puerta cerrada se extiende una mancha de sangre. ¿Está soñando? ¿Ha pasado de un sueño a otro sueño? ¿O realmente en aquella casa se ha producido un delito? ¿Puede un muerto en sueños ensangrentar hasta ese punto el suelo? Lentamente, abre la puerta. En la oscuridad, tiene la impresión de descubrir un cuerpo tendido, en medio de la habitación. No se atreve a encender la luz. Contempla la mancha de sangre, que sigue extendiéndose; retrocede, regresa a su habitación, tembloroso. ¿Qué es lo que golpea los cristales? ¿El viento, un ave nocturna, una rama, una mano? Súbitamente, recuerda el sueño. Un gran pájaro con rostro de mujer surca un cielo nocturno y se dirige hacia él, sin ruido, con extrema lentitud. El rostro que vislumbra es atento y paciente. Pero de una amplia herida gotea sangre a lo largo de la mejilla. Es un rostro que ha combatido, deduce. Ahora comprende las noches intranquilas, y el espanto de aquel sueño. De repente enciende las luces: sí, la mancha de sangre ha desaparecido; abre violentamente la puerta, no hay nada, ningún cadáver, sólo una ventana cerrada.
El señor con los bigotes negrísimos y cuidadosamente recortados viste, a las cuatro de la tarde, un pijama. De vez en cuando se echa en la cama, o vagabundea por la casa, y finalmente se reclina en un cómodo y acogedor sillón. Hojea un libro, y sólo mira su título después de haber leído dificultosamente una página. Siempre se equivoca de libro. A decir verdad, no está enfermo, no tiene fiebre pero ha decidido que tiene el derecho a comportarse como si lo estuviera. Posee una mente fértil, pero hoy se ha entregado en manos de una solitaria torpeza. Aunque conversador desenvuelto, hoy está taciturno; si alguien le llama por teléfono, queda desorientado ante su voz, que muestra unos agudos vidriosos, ligeramente histéricos. El señor de pijama podría estar bajo los efectos de una molesta borrachera; pero, en realidad, la noche anterior ha bebido con moderación. Pese a ello, su inteligencia, que nunca ha sido extraordinaria, está ofuscada; nada le interesa, y tiene la sensación de haber entrado en la casa de un extraño. Tal vez se deba al tiempo, que lleva algunos días siendo pesado, húmedo, mortecino; o tal vez su cuerpo, que ya no es joven, está incubando alguna enfermedad; o bien la enfermedad, iniciada hace unos meses, acaba de llegar a la superficie de su cuerpo. Se formula estas preguntas con indiferencia. No es un ser superior; pero hoy le es imposible ocuparse con atención hasta de su propia y posible enfermedad. Contempla con fatigado interés las esquinas de una mesa, y se le ocurre pensar que en una sociedad sabia las mesas no debieran tener esquinas, ¿o se dice cantos? No, los cantos los tienen los armarios. En cualquier modo, tampoco debieran existir cantos. Los libros debieran ser redondos: pelotas escritas por dentro. Ríe, y después experimenta una blanda vergüenza. Se considera estúpido, y quisiera irritarse consigo mismo, pero ni siquiera eso consigue. Se pregunta con severidad por qué no intenta vivir como un «héroe positivo». Será por culpa del padre: le han dicho que bebía. Los padres que beben engendran hijos enfermizos. Vuelve a pensar en su padre, recuerda con indiferencia dos o tres momentos, tomados al azar, de su infancia. Tiene sueño, pero sabe que no es el sueño nocturno, de los sueños y fantasmagorías y del reposo. Pero tampoco es el sueño de la muerte. Se siente demasiado idiota, no hay para tanto. «Los idiotas también mueren» se dice, como para darse ánimos. Sacude la cabeza, como para decir: «Vaya cosas que se llegan a decir.»