Un señor que no había matado a nadie fue condenado a muerte por homicidio; se suponía que había matado, por razones de interés, a un socio de negocios, cuya conducta privada no pretendía explicar ni comentar. En su conjunto, le pareció que, tratándose de su socio, hubiera podido tocarle en suerte una condena más infamante. Los jueces llegaron a admitir que él, el condenado, había sido injustamente estafado. Realmente, aunque estuviese convencido de ello, él nunca había intentado saber si había sido engañado, y en qué medida. Había aceptado mentalmente el porcentaje de dos tercios como una aproximación sensata. En realidad, en el proceso había descubierto que la estafa era mucho menor. En cierto sentido, el proceso le alegró; le proporcionó la certidumbre de que su amigo era un estafador, pero descubrirlo tímido y mojigato le conmovió profundamente. Intentó explicar que él estaba convencido de haber sido estafado en unos dos tercios, y, sin embargo, jamás había pensado en matar. ¿Podría haber matado por un perjuicio tan pequeño? Fue inútil; le explicaron que tenía un mal carácter, y que sufría fantasías de omnipotencia. Sin embargo, no estaba loco, pese a que experimentase, más que inclinación, una especie de amor hacia la demencia. Admitió que la observación estaba fundada. A partir de aquel momento, dejó de defenderse de manera razonable y bien argumentada. El hecho de que a él, hombre apacible hasta la escrupulosidad, le hubiera tocado acabar en un tribunal, acusado de homicidio, le pareció tan extraordinario e improbable, que decidió que había conseguido uno de los grandes temas de su vida: la conquista de una demencia objetiva, no sólo la propia demencia, sino una demencia estructural, en la que todo estaba firmemente ligado, todo deducido, todo concluido. ¿Delirio de omnipotencia? Era realmente omnipotente. Puesto que él, el inocente, había sido juzgado culpable del homicidio, él y sólo él era la piedra angular de la estructura demente. Qué papel tan difícil: no podía mentir, ni simular locura, sin poner en peligro el edificio total de la locura. Se precisaba mucha sagacidad, y la poseía.
Un señor que sabe latín, pero ya no griego, pasea por casa y espera una llamada telefónica. En realidad, no sabe qué llamada telefónica espera, ni si se producirá. En el caso de que no se produzca ninguna llamada, ignora lo que eso significa. Espera sin duda llamadas de personas relacionadas, de manera íntima, con su vida. Algunas de esas llamadas le asustan. Sabe que es fácilmente vulnerable, y que está dispuesto a pagar un poco de silencio en monedas de sangre. Por motivos que no ha acabado de descifrar, tiene la sensación de ser objeto de intermitentes ataques de odio y de suspicacia, sentimientos que confieren a quien los experimenta una gran sensación de poder y que le empujan a utilizar el teléfono. Una vez recibió la llamada de un amigo al que había prestado dinero. Había prestado el dinero tres años antes, sin que nunca le fuera devuelto, pero esto había germinado un profundo odio. El amigo incluso había intentado golpearle. Otra vez había intentado cortar inútilmente una llamada llena de sollozos de una mujer abandonada que se había equivocado de número. Había iniciado con ella una relación telefónica, proseguida durante algunas semanas, hasta que desde el otro lado del teléfono le había respondido una voz desconocida, enfadada e inocente. No se había atrevido a llamar de nuevo. Ahora podría llamarle una mujer que él ama y que no se atreve a amarle si no es con largos intervalos de tortura, una mujer que él ama y que a su vez le ama, pero que está demasiado ocupada para darse cuenta de ello, una mujer que él no ama y que le ama, y que le halaga sin imponerle intolerables conflictos. En realidad, preferiría una llamada diferente, imprevisible, destinada a cambiar la imagen de una vida que no estima interesante, y sólo irritante. Recuerda que el amigo de un amigo le contó en cierta ocasión que había recibido una llamada del padre, muerto seis años atrás. Había sido una llamada brusca, ya que el padre siempre había tenido mal carácter, y al mismo tiempo breve y trivial. Tal vez era una burla. El señor que sabe latín preferiría no esperar llamadas; las llamadas preceden el mundo, son, en último término, la única prueba que se le concede de la existencia del mundo. Pero no de la suya.
El señor vestido de oscuro, de paso atento y reflexivo, sabe que le siguen. Nadie se lo ha dicho, no existe ninguna prueba de que las cosas sean así, pero él sabe, con absoluta certeza, que alguien le sigue. No sabe nada del perseguidor, pero sabe que la persecución ha comenzado hace tiempo, que tiene un motivo, aunque nadie, a excepción del perseguidor, lo conozca, y que es perseguido de manera cuidadosa y tenaz. Sabe pocas cosas de esta persecución: en primer lugar, es menos perseguido cuando está al aire libre, entre la multitud, que cuando se encuentra en casa; no pretende decir que la persecución disminuya, que el perseguidor se sienta estorbado por la multitud, sino que la persecución experimenta una especie de disminución, como si alterase el espacio en el que opera; sabe que la persecución es velocísima, y que, dado que el paso del señor es lento, es inevitable que le alcancen, mejor dicho, ya debiera haber sido alcanzado, y tendría que haber ocurrido lo que forzosamente debe ocurrir cuando alguien es alcanzado —si bien ignora lo que es—, pero sabe también que el perseguidor no le alcanzará jamás, aunque él se detenga en un banco, fingiendo leer el periódico, en total, abierta e indefensa espera. El perseguidor sabe que, al alcanzarle, dejaría de ser el perseguidor, y cabe pensar que, en el esquema de la creación, sólo exista lugar para él en tanto que perseguidor. Cuando el señor está en su casa, el fragor de la persecución, el acoso, el sonido de los innumerables pies, le ensordece, no oye el rumor de las hojas, habla en voz alta para poderse oír a sí mismo. En realidad, en esta rigurosa y acaso arcaica división de papeles, el perseguido, aunque se sepa inalcanzable, no puede liberarse del conocimiento de ser la presa. Sabe que a su espalda se deforma el espacio, hasta el punto de frustrar cualquier esperanza de alcanzarle, pero sabe asimismo que el tiempo no le es propicio, su deformidad tiende únicamente a proteger la función de la presa. La presa se pregunta si el perseguidor es desgraciado, ya que el horror de la condición de ambos reside en una tarea irrealizable. Piensa si habrá un momento en el que pueda volverse de golpe, y comenzar a perseguir al perseguidor.
El señor vestido de claro descubre repentinamente la ausencia. Lleva muchos años viviendo en aquella casa, pero sólo ahora, cuando verosímilmente su estancia llega a su término, se apercibe que en una habitación semivacía hay una zona de ausencia. Al fin y al cabo, la habitación semivacía es una habitación como las demás; y, de no ser por la ausencia, nadie se fijaría en ella. Es obvio que la ausencia no tiene nada que ver con el vacío. Una habitación totalmente vacía puede estar carente de ausencia, y ni siquiera moviendo rápidamente un mueble se crea una real y auténtica ausencia. No se crea nada. Ahora el señor, que ya no es joven, que ha vivido muchos años en esa casa, que ha cruzado innumerables veces esa habitación, ha descubierto que en aquel rincón no existe un vacío, sino una ausencia. Sabe también que la ha recorrido en numerosas ocasiones, y que él mismo, sin saber cómo, está implicado en esa ausencia. Examina esa ausencia, y naturalmente no entiende gran cosa. Sin embargo, algo de su vida en aquella casa se le antoja menos claro. Es notorio que las ausencias no se mudan con facilidad; y cabe pensar que la necesidad de tener cerca esa ausencia le haya inducido a prolongar de año en año una estancia en una casa que no le gusta, entre muebles que le son ajenos. Todo le es ajeno en aquella casa, a excepción de la ausencia. La ausencia es tan importante, que podría renunciar a todo lo que hace tolerable su vida —aunque no sea tolerable— con tal de no ausentarse de la ausencia. Se siente tentado, naturalmente, a plantearse muchas y contradictorias preguntas sobre esa ausencia. Un hombre siempre tiene en los labios un «¿Qué es?». Pero el hombre no ha envejecido inútilmente. Elimina metódicamente de sí mismo cualquier deseo de interrogar, de saber, de indagar. Tinieblas o luces le resultan tan indiferentes como el amor o el abandono. Sabe que la ausencia es indiferente, y, sin embargo, sabe asimismo que dicha indiferencia es tan importante que sin ella estaría totalmente desesperado. Esto es lo único que le sorprende: haber tardado tanto tiempo en descubrir, cuando ya resulta irremediable, que nunca ha estado abandonado, como él creía, sino que siempre ha cohabitado con una indiferencia que, ahora, estima la explicación de su supervivencia.
El señor vestido de manera algo anticuada, pero no desprovista de elegancia, está recorriendo los últimos metros que le separan de su casa. Su regreso se ha visto demorado por un desagradable chubasco, un pequeño terremoto, y rumores de epidemia. Durante el retorno a casa se ha extraviado varias veces, desviado por enormes abismos, edificios desplomados, montones de muertos entregados a las llamas, tableteo de ametralladoras destinado a impedir el saqueo de los templos de la fe, colmados de increíbles tesoros. Ahora lo recuerda con exactitud: su viaje de vuelta se inició hace al menos varios días; pero mientras esquiva por los pelos una extraña máquina que estalla, descubre que estrecha entre las manos un periódico con una fecha de años atrás, y un titular en el que se habla de una guerra gloriosa, que él sabe que hace tiempo que terminó, aunque ignore quién la ganó. Pese a que se esfuerza en ser razonable, no consigue encontrar explicaciones satisfactorias para los sentimientos de calma, de dignidad, de satisfacción que experimenta. No cabe duda de que su casa puede haber sido por lo menos afectada, o las epidemias, los terremotos, las incursiones de enemigos podrían haber ocasionado algún daño a sus familiares. Incluso en el caso de que, por un capricho del destino, esa zona de la ciudad hubiera quedado al margen de las desgracias que han asolado aquella que fue su patria, el tiempo no habrá transcurrido en vano: y todos, comenzando por él, habrán envejecido, tal vez alguno —¿quién?— habrá muerto, invocando inútilmente su retorno, acaso imaginándole a su vez muerto o moribundo. Una vaga sonrisa concede una fugaz gracia a un rostro más astuto que inteligente. Aunque sus recuerdos sean confusos, él sabe con certidumbre que ha llevado a cabo algunas tareas que le habían sido confiadas —tareas humildes, ya que con frecuencia le confían encargos sencillos y un poco mortificantes—, ha entregado unos pliegos, y cuando, en lugar de la casa a la que iban dirigidos, ha encontrado un abismo, ha dejado caer en el abismo los paquetes, las cartas, los billetes a ella dirigidos. Cuando debía esperar respuestas, ha esperado un tiempo razonable, se ha alejado cuando ha sospechado que una posterior insistencia podía parecer indiscreta. Unas pocas decenas de metros le separan de su casa, y ya ha anochecido. El señor saborea las historias que podrán contarse y sonríe.
Generalmente los señores que acuden a esta parada a esperar el tren, mueren en la espera. No es una muerte desgarradora, más bien tranquila y, a su manera, elegante; algunos llevan consigo a la familia, especialmente los hijos, que visten largos calcetines negros y pantalones cortos, para que aprendan cómo se puede morir con dignidad. A medida que mueren, los señores son depositados en una capilla adornada con los rostros de numerosos santos, diversamente milagrosos. Por mera cortesía, un funcionario de los ferrocarriles pregunta, con el sombrero en la mano, si alguno de sus señores santos quiero resucitar al muerto. Aguarda cinco minutos en silencio, dirige una genérica mirada interrogativa a los santos, se inclina, sale y se pone de nuevo el sombrero, porque la estación es increíblemente ventosa. El viento surge de una resquebrajadura en la roca, y no se sabe dónde adquiere aquel frío seco y extraño que, según dicen, hace de la estación un lugar extremadamente salubre y reposante. Podría afirmarse que las muertes de los señores —y en ocasiones mueren familias enteras— desmienten esta ponderada salubridad del aire. En realidad, todos coinciden en que, de no haber venido aquí, hubieran muerto mucho, muchísimo antes. Algunos no habrían llegado a nacer. En general, la espera de la muerte no es larga ni penosa; hay mucha gente, se charla, hay juegos para niños y para adultos. El jefe de estación, un hombre vigoroso y amable, acaricia a los niños y saluda a sus clientes. Los trenes que paran en esta estación son tres: cada uno de ellos procede de un lugar diferente y va a otro lugar. Sin embargo, hay que tener en cuenta el hecho de que cada línea está servida por diferentes tipos de trenes, alguno de los cuales para, o debería parar, si lo ordena el jefe de estación. Otros, los más importantes, no paran en absoluto, y bajo ningún ruego. Se ven rostros de perfil recortados en la madera, gente que debe ir muy lejos. En ocasiones, un tren que podría pararse aminora la marcha, y desde la cabina se asoma el conductor, escrutando con recelo interrogativo al jefe de estación, el cual dirige una muda pregunta al público. Estos gesticulan con las manos, como si dijeran: «¡Por favor!» o «¿A usted qué le parece» o contemplan el tren como si fuera transparente. El tren acelera y, cuando ha desaparecido, acuden a llevarse a los señores muertos, todos ellos vestidos de negro.
Un señor vestido de gris y que de joven había estudiado alemán —aún no lo ha olvidado del todo, y se siente orgulloso de poder descifrar los titulares de los periódicos— está junto a un teléfono gris; en realidad, no existe ningún parentesco entre ambos. Alguien le ha dicho que llame a un determinado número, donde le será comunicada una noticia importante, que le afecta de cerca. La voz que le daba ese encargo era sin duda femenina, si bien un poco ronca, no desagradable, aunque tal vez algo embarazada por una responsabilidad que no consideraba placentera. Él, sin embargo, tiene bien claro que nada, en las palabras de la señora, aludía explícitamente a una noticia triste, dramática y funesta, o simplemente deprimente. Ni siquiera puede afirmar con seguridad que la persona en cuestión estuviera al corriente, que la mujer, quienquiera que fuese, desconocía por completo el contenido de la comunicación. Además, si la mujer, u otros próximos a ella, estuviesen informados de la cosa, carecería de sentido remitirle a otro número. Hasta el momento, ha marcado el número cuatro veces, en dos tandas separadas por un cuarto de hora. No ha respondido nadie. Ahora ha comenzado el segundo cuarto de hora, y se pregunta, sin aprensión, qué comunicación le está reservada. Lleva tiempo sin recibir más correspondencia que folletos publicitarios de gente que le ofrece lavadoras automáticas, u opúsculos encaminados a explicarle los beneficios psicofísicos de la fe en el verdadero Dios. Él no es hostil al verdadero Dios, pero desconfía de él. En general, desconfía de todo lo que es verdadero, y ha intentado ofrecer de sí mismo una imagen de la que sea difícil decir si es verdadera o falsa. No tiene parientes, ni amigos cuya pérdida deploraría. En realidad, piensa, mientras el cuarto de hora está llegando a su término, que ninguna noticie le concierne, a no ser que le concierna a él y a nadie más. Si la noticia se refiere a él y a otro hombre, otra mujer, un animal, quiere dejar bien claro que es un error, la noticia no le concierne. Por otra parte es absolutamente improbable que alguien, protegido o armado con un teléfono, le comunique algo tan pertinente y exclusivo. Sin embargo, él es un hombre disciplinado; obedecerá a la voz femenina, y hará girar, supone que inútilmente, el disco del teléfono vestido como él.