La persona que vive allí, en el tercer piso, no existe. No quiero decir que el apartamento está desalquilado, o deshabitado: quiero decir que la persona que lo habita es inexistente. En cierto modo, la situación es simple: una persona que no existe no tiene problemas sociales, no tiene que afrontar el menudo cansancio de la conversación con los vecinos. Si bien no saluda a nadie, también es cierto que a nadie ofende, y no tiene problemas con ninguna persona. Por ejemplo, en el apartamento habitado ahora por la persona que no existe, vivía antes un hombre de profesión imprecisa, pero desagradablemente conocido por su tendencia a molestar indistintamente a todas las mujeres a las que por alguna razón se aproximaba. Lo más molesto era precisamente el hecho de que no se trataba de un vicioso, para cuya corrección habría bastado con un buen escarmiento, sino de un hombre que se enamoraba con una frecuencia excepcional siempre con intenciones serias, y deseaba casarse, aparentemente con cualquiera, hasta con mujeres casadas, madres maduras, abuelas canosas de charla fácil. En cualquier caso, el señor era molesto; tanto, que un día había abandonado su apartamento, no había vuelto a dar señales de vida. Como al cabo de cierto tiempo había ocupado la casa la persona inexistente, alguien se había preguntado si entre el señor enamorado y el inexistente no había alguna relación; y hubo incluso quien dijo que el inexistente no era más que el enamorado, muerto; pero le hicieron observar que un muerto, o un fantasma, no tiene nada que ver con un inexistente. Como es normal, al principio hubo comentarios, preguntas, curiosidad después, la extrema discreción del inexistente hizo que fuera prácticamente ignorado; no intentaba casarse, no manifestaba polémicas ideas políticas, no ensuciaba la escalera. En cierto modo, era el inquilino ideal. Y aquí es, precisamente, donde comenzó el malestar; una vaga irritación, que altera la concordia de la casa, de sus tranquilos y dignos habitantes. Todos ellos se sienten un poco culpables porque, inevitablemente, hacen ruido, charlan, cuando se encuentran, de cosas irrelevantes y tal vez indiscretas, sacuden las alfombras, ensucian la escalera. Advierten en la impecable conducta del inexistente una continua reconvención. «Pero quién se cree que es, sólo porque no existe», murmuran: está claro, han comenzado a envidiar, y pronto odiarán, la desenvuelta y evasiva perfección de la nada.
El dragón, obviamente, fue muerto por el caballero. Sólo un caballero puede matar a un dragón —no, por ejemplo, un militar de carrera, o un campeón deportivo—. Hay caballeros que se vanaglorian de haber dado muerte a varios dragones: mienten. No está en los planes del mundo permitir la muerte de más de un dragón por caballero; y a muchos hasta esto se les niega; hay alguno, incluso, que es abatido por el dragón, antes de que éste caiga bajo los golpes de otro predestinado caballero. El dragón yace atravesado, desangrado y exangüe, en medio de culebras, ranas y moluscos; esos animales no muestran su parentesco con el dragón, sino, al contrario, su total extrañeza. En efecto, lo que no debemos olvidar es que el dragón es heterogéneo respecto al lugar de su propia muerte, respecto a los animales, al cielo, y sobre todo respecto al caballero. No sabemos mucho acerca de los dragones, pero, en general, los caballeros ignoran incluso lo poco que se sabe. Muchos creen que existen regiones en las cuales habitan los dragones, regiones lejanas y tal vez técnicamente inaccesibles, lo que parece verosímil. Se alejan de esa región; viajan siempre solos: nadie ha oído hablar nunca de una pareja de dragones, una familia, dos dragones amigos. El dragón se dirige hacia el lugar de su propia muerte. Por lo que se sabe, éste es el único modo de morir permitido a los dragones. El dragón se dirige hacia los muros de las ciudades en las que, sin embargo, no penetra nunca; no está interesado por sus habitantes, sino que busca caballeros, ya que solo de uno de ellos obtendrá la muerte. En ocasiones el dragón se retira a una gruta, la convierte en su refugio, amontona piedras en la entrada. El dragón despide fuego por la boca, que le sirve de habla. Es muy probable que tenga muchas cosas que contar, pero la prolongada soledad le ha hecho arisco, y la íntima preocupación asoma en forma de lenguas de fuego. Sorprende, en toda la historia del caballero y del dragón, la absoluta falta de comprensión del caballero respecto al dragón. No advierte sus distancias, la soledad, la grandeza inmanente y deforme, y tampoco descifra los signos del fuego. Ignora las fatigas que el dragón ha tenido que soportar para llegar con puntualidad a su terrible cita. El caballero ignora que él mismo ha acudido a una cita. Si, inmóvil sobre su hermoso caballo, apoya la lanza en el suelo, limitándose a sostenerla, sin ira y sin miedo, el dragón, viendo decepcionada su ansia de muerte, tal vez iniciaría el diálogo.
No se trata de un lugar exactamente humano; en el sentido de que los habitantes no son seres humanos, y poseen de los humanos unas nociones vagas, transmitidas por viejos fabuladores, o inventadas por mercaderes, geógrafos, falsificadores de fotografías. Muchos, que tienen un nivel de cultura relativamente elevado, no creen en la existencia de los seres humanos. Dicen que se trata de una antigua y bastante estúpida superstición, y, a decir verdad la convicción de que existan está difundida sobre todo entre las clases inferiores. También los niños creen en la existencia de los seres humanos, y por consiguiente han nacido numerosas fábulas que tienen por protagonistas a los hombres. En estas fábulas los hombres hacen cosas cómicas y sin embargo, a su manera, siniestras; tejen tramas irrazonables y racionales. Pero la industria más curiosa y activa nacida en torno a la tradición de los humanos, es la de las máscaras y de los muñecos. Objetos valiosos son producidos y vendidos no sólo para el placer de los niños, sino también para el adorno de las casa y de los palacios, incluso de los de quienes, habiendo estudiado, no creen en la existencia de los hombres. Estas máscaras, y muñecos, no pueden naturalmente reproducir las facciones de un ser humano, que nadie ha visto nunca, y que tal vez no existe. Se recurre, pues a las tradiciones, a viejos y absurdos libros ilustrados, en último término a la fantasía. De este modo el rostro de los seres humanos siempre tiene agujeros para ver, en general dos, pero colocados al azar, uno arriba y otro en los pies, o bien en medio, algo así como en la barriga. Los hombres tienen una parte superior de forma redonda o cuadrada, y en ocasiones también otra parte pegada a ésta, y debajo unos miembros que sirven para asir y para andar. Por alguna parte emiten sonidos mediante los cuales se comunican: y aquí es donde la fantasía de los artistas se desborda; hay quien dibuja trompetas que surgen como penachos de la parte superior, o agujeros dispuestos como en las flautas o en las ocarinas. Para escuchar, tienen una especie de orificio cartilaginoso, que es colocado en cualquier lugar. Gustan mucho los muñecos que representan a seres humanos «enfermos»: aunque sea difícil imaginar enfermedades de lo imaginario. Algunos están recubiertos de pústulas, de llagas, segregan líquidos vitales. Tienen agujeros por los cuales no ven; flautas astilladas, que no suenan; miembros que no tocan, no asen ni avanzan. Algunos, sin embargo, suponen a los hombres inmortales; muestran respeto ante esas máscaras; y si las consideran imperfectas o irrespetuosas, las queman piadosamente.
El fantasma que quiere escapar de la soledad sólo puede hacerlo generando por sí mismo a otro fantasma; pero aunque se sepa que la cosa es posible, no se tienen noticias precisas acerca de esta generación. El fantasma no sólo desea generar a un fantasma, sino que se da cuenta de que no puede hacer otra cosa: casi como si en su cuerpo irreal creciera otro cuerpo irreal; e ignora, sin embargo, de qué modo puede contribuir a hacerla crecer, a hacerla salir del cuerpo. Sabe que engendrar fantasmas es un privilegio que alcanzan pocos fantasmas; y que el camino hasta llegar ahí es largo y arduo. En efecto, no hay nada obvio en la historia de un fantasma. Para empezar, necesita nacer entre los vivos; cosa, más que imposible, irrazonable, puesto que lo vivo es una mínima discontinuidad en la nada, que es eterna e inmortal y está en todas partes. Ahora bien, lo vivo debe vivir en el tiempo, que no existe, al ser una forma de la nada; de modo que lo vivo debe generar tiempo y, por decirlo de alguna manera, meterse dentro de él; hasta que, incomprensible acontecimiento, después de muchas aventuras, muere. Se equivoca quien cree que cualquiera, al morir, se convierte en fantasma. Quien ha muerto ya no está obligado a generar el tiempo, sino que debe subsistir en un espacio que es, al mismo tiempo, estrecho e infinito. Quien quiere convertirse en fantasma debe ingeniárselas para penetrar todavía en otro espacio, pero un espacio que aun siendo semejante al mismo que ha habitado cuando vivo, está desprovisto de tiempo. Pocos de los que lo intentan llegan a tanto; pero quien lo consigue acaba por encontrarse en una situación extremadamente onerosa; en efecto, recupera la utilización de los objetos y en ocasiones de las personas que ha practicado en vida, pero es una utilización totalmente mental, abstracta, como si las cosas vivas estuvieran muertas, y él estuviese vivo, pero solitario e inalcanzable. Así, pues, el fantasma a veces quiere generar un fantasma de sí mismo, casi a través de un embarazo, de no ser porque el fantasma no tiene sexo. Debe elegir en su vivienda el lugar que le genera el dolor más insoportable; en el cual el pasado le contempla con inagotable rencor; el lugar donde la inexistencia del otro es tan intensa que es una forma de existencia. Debe entrar en la nada, él que es frágil y fútil forma, y dejarse tocar, tentar, interrogar, desafiar por ella. Si bien la frase carece de sentido para un fantasma, debe sufrir una nueva agonía. Y, finalmente, rara vez sucede que los miembros surjan de los miembros, de la luz una luminiscencia fugaz; y deberá, extenuado, seguirla, y, como no se pueden tocar, retenerla con una exacta equidad de indiferencia y amor: y tal vez, en aquella sede de la desolación, podrá oírse, no escuchándola, una silenciosa conversación.
Aquel señor vestido correctamente de gris, con gafas, un poco académico, que ahora está cruzando la calle —para ser exactos, está cruzando un autobús parado en el semáforo— es una alucinación. Ahora que las alucinaciones escasean y se han debilitado, él sirve de alucinación a tres personas: la primera es un señor viudo, que tiende a la introspección filosófica, y en ocasiones efectúa intentos de conversión, en general toscos e imprecisos a cualquier religión: con éste habla con palabras elevadas del Mundo, del Bien, del Mal y, más genéricamente, de Dios; la segunda persona a la que ofrece sus servicios es una señora agradable y melancólica, que anhela de manera imprecisa Amor y Verdad; y su obligación es la de persuadirla que ella no sólo es digna de ambos, sino en cierto modo acreedora respecto al cosmos; con ella no habla en absoluto de Dios, ya que se trata de una persona extremadamente terrenal, aunque desprovista de cualquier frivolidad o carnalidad; utiliza con frecuencia citas de poetas, que lleva anotadas en su cuadernillo de bolsillo, y que repasa con frecuencia; para ella debe simular en ocasiones que toca el piano, cuando, en realidad, lo toca un fantasma, un modesto músico bohemio, que se quedó sin castillo por culpa de la guerra. El tercer caso es el más pesado: se trata, en efecto, de un señor extremadamente nervioso y propenso a los presentimientos, destinado a morir dentro de dieciocho días en un accidente de automóvil. Con este hombre tiene una relación tempestuosa. No puede hablarle con la calma con que se dirige al señor que tiende a convertirse, ni con el lirismo con que acaricia el alma delicada de la señora; debe insultarle, agredirle, burlarse de él, porque así lo quiere el que ha de morir; temperamento dramático, desde que le ha asaltado el presentimiento del final inminente, quiere conseguir una crisis decisiva, quiere conocerse; va en busca de una conversión de sí mismo; y piensa que sólo podrá conseguirla hablándose a sí mismo con extrema brutalidad, sin precaución, sin amor, acosándose sin descanso, hacia la doble salida de la muerte y de la comprensión de sí mismo. A la alucinación le resulta penoso insultar a aquel señor, sabe que su brutalidad no le servirá de gran cosa; pero siente en sí mismo el ansia, el afán, la furia de aquel hombre que gasta sus últimas horas. Y mientras se ríe de él, en su intimidad la alucinación tácitamente le llora.
Aquel señor de aspecto irritable y al mismo tiempo nervioso, como si estuviese siendo continuamente desafiado por una situación de insoportable gravedad, está, en último término, enamorado; más exactamente, con estas palabras se describiría a sí mismo en este momento, ya que son las diez de la mañana y a partir de esa hora hasta las once, lo más tarde las once y cuarto, ama a una señora distinguida, de noble espíritu, culta, ligeramente autoritaria, taciturna y delicadamente apesadumbrada. Sin embargo, la situación tiene esto de irritante: que de las diez y cuarto —la señora se levanta un poco más tarde que el señor— hasta las once y media la señora ama a un culto, pero brutal, estudioso del tarot, que a la misma hora ama a una dama inglesa que ha llegado a la lección treinta de sánscrito. En torno a las once y treinta, todo cambia: la estudiante de sánscrito se enamora del señor irritable, que durante una hora no ama a nadie, si bien siente una inclinación inocua por una diseñadora de almohadones, procedente del campo, que hacia el mediodía ama durante cuarenta y cinco minutos a un joven tenor de escaso éxito pero cierto talento, que en realidad está enamorado, hasta las trece y treinta, de la señora ligeramente autoritaria. Las primeras horas de la tarde presencian en general un debilitamiento de los recíprocos amores, excepto en el caso del tenor, que cultiva una veneración sin esperanzas por la estudiante de sánscrito. A las diecisiete, se introduce en la situación un zoólogo de mediana edad, que finalmente se ha dado cuenta de que la vida no tiene sentido sin la simple naturalidad de la diseñadora de almohadones; acompaña al zoólogo su joven esposa, que piensa, alternativamente, matar por celos al marido zoólogo, o a la diseñadora de almohadones —que, en realidad, ignora hasta la existencia del zoólogo—, o bien, en el caso de que sea viernes o martes, decide amar locamente al brutal estudioso del tarot que, mientras tanto, ha escrito una carta de desesperado amor a una jovencísima filatélica, carta que sin embargo no enviará porque mientras tanto se ha enamorado nuevamente de la señora ligeramente autoritaria, que ha decidido amar al señor irritable, que sólo ahora tiene un presentimiento de felicidad, después de mirar a los ojos a la esposa del zoólogo, mientras ésta se consagraba mentalmente a un barítono arruinado por el hipo, ignorando que éste, rechazado por la filatélica, había decidido ingresar en un convento y renunciar a una búsqueda de la felicidad que no parecía compatible con la existencia del reloj.