En una habitación situada en el cuarto piso de un edificio más solemne que noble, dentro de un apartamento de tres habitaciones más servicios, hay un señor de sienes canosas que, hoy domingo, ha decidido comenzar a escribir un libro. Nunca ha escrito libros, y a fin de cuentas tampoco ha leído muchos, y en general se trataba de libros tontos, o de escaso peso intelectual. A decir verdad, no hay ningún motivo, moral o práctico, por el cual deba escribir un libro; pero durante la noche del sábado al domingo le ha salido en el alma un extraño forúnculo, que incluye la idea de que escribir un libro es una actividad noble y ennoblecedora. Se da cuenta de que en toda su vida nunca ha hecho nada noble, cosa que es absolutamente exacta, pero menos excepcional de lo que cree; ni siquiera ha cumplido los modestos deberes sociales, que más o menos todos cumplen, como casarse, mantener a una esposa y una amante, tener un par de hijos y mandarles a la escuela decentemente vestidos. Ha tenido relaciones frías y abstractas, ya que no le gusta gastar dinero en nada, y sin embargo no es avaro. En realidad, no conoce nada que justifique una utilización ligera y disipada del dinero. No es religioso, y tampoco irreligioso, ya que ambas actitudes exigen una agresividad que él no posee. No lee filosofía, que por otra parte no entendería. Tiene un trabajo burocrático, que no le impone decisiones graves, y tampoco le ofrece perspectivas excitantes, que por otra parte no desearía, ya que para él una vida tediosa es mucho más razonable que una vida excitante. Sin embargo, este domingo ha decidido escribir un libro. Quiere ennoblecer su vida pero de una manera clandestina; el libro será publicado póstumamente. O tal vez no será publicado, sino únicamente descubierto al cabo de dos siglos, y él gozará de todas las ventajas de la gloria, sin ninguna de las inútiles dispersiones de energía que la gloria suscita. Existe una cierta dificultad; no sabe qué es un libro; no sabe qué longitud debe tener para ser un libro; no sabe, sobre todo, si debe hablar de algo o de nada. No tiene recuerdos que contar, y tampoco los contaría; ¿escribirá una novela, una divagación, una meditación? Está perplejo. Siente un vago malestar. No, no hablará de amor. Ha intentado abrir el diccionario, pero siempre ha encontrado palabras como «perro» o «tren»; piensa que alguien lo está insultando, e invitándole a huir, y mira alrededor, despacito, haciendo rechinar los dientes.
Desde hace algunos días, está extremadamente inquieto; en efecto, después de un prolongado período de vida solitaria, se ha dado cuenta de que la casa en la que vive está habitada por otros seres. En las tres habitaciones de su apartamento ligeramente maniático han fijado su residencia tres fantasmas, dos hadas, un espíritu, un demonio; y un enorme ángel tan grande como una habitación; tiene también la impresión de que hay otros seres, cuyo nombre ignora: minúsculos y esféricos. Naturalmente, la súbita aglomeración le trastorna; no entiende por qué todos estos seres han elegido su casa; y tampoco entiende qué función desempeñan en ella. Pero nada le turba tanto como el hecho de que estos seres se nieguen a dejarse ver, a hablarle, a relacionarse de alguna manera, aunque sólo sea por señas, con él. Sabe que no puede seguir viviendo en una casa infestada de ese modo, pero si al menos pudiera hablar con esas imágenes, la misteriosa ocupación tendría un sentido, y tal vez conferiría incluso un sentido a su vida. Desde un punto de vista meramente práctico, no puede aportar ninguna prueba de la existencia en su casa de esos seres, y sin embargo su presencia no sólo es evidente e inquietante, sino obvia. Ha intentado inducirles a revelarse. Se ha dirigido sucesivamente a los tres fantasmas, y les ha sugerido que hagan algún ruido para asustar a la vecindad; ya que nada ha alterado el silencio, se ha dirigido al demonio, que es notoriamente propenso, por motivos profesionales, al coloquio. Ha aludido a la posibilidad de un acuerdo comercial, y ha hablado con deliberada ligereza de su alma, confiando en seducir al demonio, o irritar al ángel. Al no obtener respuesta, ha repartido flores por las habitaciones para llamar la atención de las hadas; y recurrido a métodos de comprobada eficacia para evocar al espíritu. En realidad, su casa está ocupada por seres que no quieren tener ningún trato con él. Sólo las pequeñas esferas le rinden alguna cortesía, y de vez en cuando advierte algunos rápidos zumbidos en los oídos. Lo que no sabe es que los tres fantasmas, las dos hadas y el espíritu aguardan al siguiente inquilino, que llegará después de su inminente fallecimiento; ángel y demonio están allí para ocuparse de las prácticas burocráticas. En una lejana provincia, el futuro inquilino está preparando febrilmente las maletas para abandonar de manera definitiva una casa infestada por los espíritus.
Un señor desprovisto de fantasía y amante de la buena mesa se encontró por vez primera a sí mismo en una parada de autobús. Se reconoció inmediatamente, y sólo experimentó un ligero estupor; sabía que, aunque escasos, acontecimientos de este tipo eran posibles, e incluso no excepcionales. Consideró oportuno no dar muestras de haberse reconocido, dado que nunca habían sido presentados. Le encontró por segunda vez en una calle llena de gente, y una tercera delante de una tienda de ropa masculina. Esta vez se dirigieron mutuamente un breve saludo, pero sin dirigirse la palabra. En una ocasión él se había examinado cuidadosamente; le había parecido que el sí mismo era digno, elegante, pero imbuido de un aire triste, o al menos pensativo, que no conseguía comprender. Fue sólo en el quinto encuentro cuando se saludaron con un casi inaudible «Buenas tardes», e incluso él sonrió, y se dio cuenta, o al menos le pareció, que el otro no contestaba a su sonrisa. La séptima vez, a la salida de un teatro, el azar quiso que la multitud les empujara, al uno contra el otro. El sí mismo le saludó gentilmente, e hizo algunas observaciones sobre la comedia que habían visto, que le parecieron juiciosas; él habló de los actores, y el sí mismo se permitió algunas matizaciones. A partir del comienzo de un invierno cualquiera, los encuentros se hicieron frecuentes: estaba claro que él y el sí mismo habitaban barrios bastante próximos; y no resultaba nada sorprendente que tuvieran costumbres semejantes. Pero él estaba cada vez más convencido de que el sí mismo tenía un aire excesivamente melancólico. Una tarde se atrevió a dirigirle la palabra, comenzando con un «Amigo mío»; la conversación, afable y cortés, le indujo a preguntarle si tenía algún problema del que él no participaba, aunque la cosa le pareciera anómala. El sí mismo, después de una breve pausa, le confesó que estaba enamorado, y sin esperanzas, de una mujer que en cualquier caso era indigna de su amor; por lo cual, la conquistara o no, estaba condenado a una penosa e intolerable situación. Él se sintió trastornado por la revelación, ya que no estaba enamorado de ninguna mujer; y tembló ante la idea de que se hubiera creado una escisión tan grande y tan profunda, que fuera definitivamente insuperable. Intentó disuadir al sí mismo, pero aquél le respondió que amar o dejar de amar no estaba en su mano. Desde aquel día, cayó en una profunda melancolía. Pasa consigo mismo gran parte de su tiempo, y quien les encuentra ve a dos señores respetables hablar en voz baja, y uno de ellos, con la cabeza sumergida en una sombra, en ocasiones asiente y otras deniega.
Un señor meticuloso pero un poco abstracto, recibió cierto día una carta, que realmente llevaba tiempo esperando. La carta procedía de la Oficina de Existencias y le decía, con lacónica cortesía, que era inminente su declaración de existencia, y que por tanto se preparase a entrar en existencia dentro de breve tiempo. Se alegró del mensaje, y no hizo nada, ya que con mucha antelación había hecho todo lo necesario para existir, a partir de cualquier momento, con o sin preaviso. Ligeramente eufórico ante la idea de existir, considero el momento en que se encontraba entonces, esa laguna entre el existir y el no existir como una especie de vacaciones; puesto que nada podía ocurrirle hasta que no hubiese comenzado realmente a existir, se trató con cierta indulgencia: se levantaba tarde, paseaba gran parte del día, realizaba breves viajes a lugares relajantes y pintorescos. Esperaba la carta definitiva, sin impaciencia, ya que sabía que los trámites eran delicados, las operaciones sutiles, las distancias enormes, el servicio de correos poco eficiente. Al cabo de tres meses de la primera carta, recibió una segunda, que le informaba de un error: la carta anterior le había llegado por culpa de una homonimia diacrónica, ya que un hombre con su mismo nombre y apellido tenía que nacer dentro de seis siglos, en aquella misma ciudad. Por consiguiente, la carta anterior quedaba anulada, y su expediente había sido abierto de nuevo, y estaba en curso de dictamen; aunque la carta no insinuara una inminente existencia, el tono era alentador. Experimentó una ligera contrariedad, pero no estimó oportuno disgustarse, ya que en el universo él seguía siendo una cosa muy pequeña: e intentó considerar el aplazamiento como unas nuevas vacaciones: pero no podía negar que sus inocentes desahogos tenían algo de amargo. La tercera carta llego al cabo de otros seis meses; evidentemente no se refería a él, y alguien debía haberle enviado una carta ajena, ya que en ella se hablaba de su muerte ya producida, y se lamentaba la fallida entrega en el despacho de la compañía del hombro izquierdo. No pudo dejar de pensar que la Oficina de Existencias cometía graves errores, cosa que le entristeció. Al cabo de un año, una nueva carta, escrita de manera extrañamente al margen de la gramática, aludía por segunda vez al problema del hombro izquierdo, y llevaba una fecha que era nueve siglos posterior al día en que le había llegado. Examinando atentamente el sobre, se dio cuenta de que su nombre estaba escrito con una ligera inexactitud, y en aquel mismo momento dejó tanto de preexistir como de no existir.
Un joven se está dirigiendo a una cita con una joven, a la que pretende decir que considera inútil, pernicioso, dispersivo y monótono seguir viéndose; en realidad, él nunca ha amado a la joven, pero ha sentido por ella, sucesivamente, sentimientos de galantería, de devoción, de admiración, de esperanza, de perplejidad, de distancia, de desilusión, de irritación; hasta la irritación se está convirtiendo apaciblemente en una forma de suave e insultante aburrimiento, porque él supone que en cierto modo la mujer no está dispuesta a olvidarle, y teme haber alcanzado en su vida una posición que le alarma. Al repasar la serie de sentimientos que ha experimentado hacia la joven, reconoce que en ocasiones se ha comportado con excesiva fragilidad, y que ha confiado —¿confiado en qué?—. Confiado en que ambos fueran diferentes, y que tuvieran un espacio en el que inventar una historia; admite que parte de su malestar no depende de ella, sino de su comportamiento ridículamente fantástico e irresponsable.
En el mismo momento la joven se dirige a la misma cita, con la intención de ponerlo todo en claro; es una mujer que ama la sencillez y la claridad, y piensa que las ambigüedades y las imprecisiones de una relación que no existe se han prolongado excesivamente. Nunca ha amado a aquel hombre, pero debe reconocer que ha sido débil; ha pedido su ayuda de manera imprudente, ha tolerado el crecimiento de un tácito equívoco en el que ahora se siente injustamente atrapada. La mujer está irritada, pero la prudencia le aconseja tranquilidad y calma. Sabe que aquel hombre es un pasional, un fantasioso, capaz de ver cosas que no existen, y de poner en ellas una fe tan constante como infundada y vana; sabe también que aquel hombre tiene un elevado concepto de sí miso y es propenso a mentir con tal de no soportar humillaciones. Por dicho motivo será prudente, benévola, lúcida.
Puntuales, el joven y la joven se acercan al lugar de la cita: ya está, se han visto, se saludan con un gesto en el que la costumbre sustituye a la cordialidad. Cuando están a pocos metros, ambos se detienen y se miran, atentamente, en silencio; y repentinamente les invade un arrebato de alegría, cuando ambos comprenden, saben, que ninguno de los dos ha amado jamás al otro.
Al salir de una tienda en la que había entrado para comprar una loción para después del afeitado, un señor de mediana edad, serio y tranquilo, descubrió que le habían robado el Universo. En lugar del Universo había sólo un polvillo gris, la ciudad había desaparecido, desaparecido el sol, ningún ruido provenía de aquel polvo que parecía estar totalmente acostumbrado a su oficio de polvo. El señor poseía una naturaleza tranquila, y no le pareció oportuno hacer una escena; se había producido un hurto, un hurto mayor de lo habitual, pero al fin y al cabo un hurto. En efecto, el señor estaba convencido de que alguien había robado el Universo aprovechando el momento en que había entrado en la tienda. No era que el Universo fuese suyo, pero él, en tanto que nacido y vivo, tenía algún derecho a utilizarlo. En realidad, al entrar en la tienda, había dejado fuera el Universo, sin aplicar el mecanismo antirrobo, que no utilizaba jamás, pues sus enormes dimensiones lo hacían de un uso poco práctico. Pese a su severidad consigo mismo, no se sentía culpable de escasa vigilancia, de imprudencia; sabía que vivía en una ciudad afectada por una delincuencia insolente, pero jamás se había producido un hurto del Universo. El señor tranquilo se dio la vuelta, y, tal como esperaba, la tienda también había desaparecido. Cabía pensar, por consiguiente, que los ladrones no andaban demasiado lejos. Se sentía, sin embargo, impotente y algo molesto; un ladrón que roba todo, incluido todos los comisarios de policía y todos los guardias urbanos, es un ladrón que se sitúa en una posición de privilegio que habitualmente no corresponde a un ladrón; el señor, aunque tranquilo, experimentaba aquel estado de ánimo que lleva a muchos señores a escribir cartas a los directores de periódicos; y de existir periódicos, tal vez lo hubiera hecho. De igual manera, de haber existido una comisaría, habría formalizado una denuncia, precisando que el Universo no era suyo, pero que lo utilizaba todos los días, desde el instante de su nacimiento, de manera cuidadosa y sobria, sin haber tenido jamás que ser llamado al orden por las autoridades. Pero no había comisarías, y el señor se sintió molesto, burlado, vencido. Se estaba preguntando qué tenía que hacer, cuando, inequívocamente, alguien le tocó en el hombro, tranquilamente, para llamarle.