Una mujer ha parido una esfera; se trata de un globo de un diámetro de veinte centímetros; el parto ha sido fácil, sin complicaciones. Se desconoce si la mujer estaba o no casada; un marido habría imaginado una relación con el demonio, y la habría echado o tal vez matado a martillazos. De modo que no tiene marido. Se dice que es virgen. En cualquier caso, es una buena madre: siente mucho cariño por la esfera. Como la esfera no tiene boca, la madre la alimenta sumergiéndola en una minúscula bañera llena de su leche; la bañerita está adornada con flores. La esfera es totalmente lisa. No tiene ojos, ni órganos para moverse, y sin embargo rueda por la habitación, sube las escaleras, dando ligeros saltitos, con mucha gracia. Está hecha de una materia más rígida que la carne, pero no del todo carente de elasticidad. Muestra con sus movimientos una voluntad decidida, algo que podría denominarse claridad de ideas. La madre la lava cada día, la alimenta. En realidad, nunca está sucia. Aparentemente, no duerme, aunque jamás estorbe a la madre: no emite ningún sonido. Sin embargo, la madre cree saber que, en determinados momentos, la esfera está ansiosa de ser tocada por la madre; le parece que en aquellos momentos su superficie es más blanda. La gente evita a la mujer que ha parido la esfera, pero la mujer no se da cuenta. Todo el día, toda la noche, su vida gira en torno a la perfección patética de la esfera. Sabe que aquella esfera, por muy prodigiosa que sea, es extremadamente joven. La ve crecer lentamente. Al cabo de tres meses, su diámetro ha aumentado casi cinco centímetros; en ocasiones, la superficie, habitualmente gris, adquiere un suave colorido rosado. La madre no enseña nada a la esfera, sino que intenta aprender de ella: sigue sus movimientos, procura entender si «quiere decir» algo. Su impresión es que la esfera no quiere decir nada, y que, no obstante, le pertenece. La madre sabe que la esfera no se quedará siempre en su casa; pero esto es precisamente lo que más le interesa: sentirse implicada en una historia a un tiempo espantosa y completamente apacible. Cuando los días son cálidos y soleados, coge en brazos la esfera y pasea en torno a la casa; en ocasiones llega hasta un jardín, y tiene la impresión de que la gente comienza a acostumbrarse a ella, a su esfera. Le gusta hacerla rodar sobre los arriates, seguirla y capturarla con un gesto de asustada pasión. La madre ama a la esfera, y se pregunta si alguna vez ha habido alguna mujer que haya sido tan madre como ella.
En esta calle, en la casa de la esquina, vive el Asesino; justamente enfrente vive el Ladrón, un poco más allá el Enamorado y, al fondo, vive, sola, la Reina. El día está nublado, y al sol no se le ocurre asomarse por esta calle; a decir verdad, se trata de una calle miserable. El Asesino es un hombre tranquilo, que sería benevolente y amistoso, de no haberle tocado en suerte esa profesión que, por otra parte, le gusta. Naturalmente, jamás ha matado a nadie, pero pasa todo el día dedicado a proyectar despiadados homicidios, y ha reunido en su casa armas de todo tipo, que no sabe utilizar. Por todo ello, recibe una modesta pensión, dirigida al Señor Asesino. El hecho de ser Asesino le permite algunas experiencias que en caso contrario le estarían negadas: los sentimientos de culpa, el temor a ser descubierto, la necesidad de borrar cualquier huella, el arrepentimiento y la esperanza en una contrición final. Sólo sale de noche, cuando está seguro de que no hay nadie por la calle; le gustan las noches de lluvia. Para sobrevivir, confía en la cortesía del Ladrón, que nunca ha robado nada, pero que está dispuesto a cumplimentar todas las tareas que le sugiera el Asesino. El Ladrón es flaco, delicado, tímido, silencioso; puede llegar a espaldas de un gato sin que éste se dé cuenta. Sus manos son precisas, elegantes, eficientes; pero nunca robará nada; le gusta aquel conjunto de orgullo y de inseguridad que es patrimonio del ladrón. Está constantemente dispuesto a la fuga, pero valeroso y altivo como un caballero. Sabe mentir, pero no miente. Sabe abrir cualquier cerradura, pero una puerta cerrada le detiene. Nadie, sin embargo, podrá robarle jamás la dicha de ser el Ladrón. El Enamorado ama, pero no tiene mujer a la que amar. Así pues, suspira, escribe delicados poemas que lee al Ladrón, que tiene oído para el ritmo. Tiene a punto un hermosísimo traje de bodas, que se pudre lentamente en el armario. Compra flores cada día y las deja marchitar. Es desgraciado, cosa de la que se alegra. A veces el Ladrón, el Asesino y el Enamorado se enfrentan a un nocturno y sobrio deseo y hablan de la Reina, que ninguno de ellos ha visto jamás. Piensan que su invisibilidad es muestra de un gran señorío, y el Asesino se considera su Ejército, el Ladrón su Ministro, y el Enamorado su Príncipe consorte. En ocasiones se les ocurre sospechar que la Reina ha muerto, cosa que aún es más señorial, o que nunca ha existido, lo que ya sería la nobleza perfecta. Pero una vez llegados a este punto los tres se sienten inútiles y callan.
En esta ciudad, todos poseen algo que es indispensable para otra persona, y con lo cual el poseedor no sabe qué hacer, o ignora incluso que lo posee; todos saben que carecen de algo que les resulta absolutamente indispensable, pero nadie sabe quién lo posee, y ni siquiera si quien lo posee lo sabe, o, en el caso de que lo sepa, si está dispuesto a ofrecerlo. Añadamos que jamás sucede, por lo que se sabe, que dos personas tengan lo que es indispensable para la otra, por lo que, en el caso de que llegaran a conocerse, la situación sería relativamente cómoda, limitándose a un intercambio paritario. Así pues, quien posee algo que es indispensable para los demás, no tiene ninguna ventaja en cederlo, a menos que este otro no sea capaz de encontrarle lo que es indispensable para él. Se deduce de ahí que cualquiera que desee realmente lo que le es indispensable, no debe tanto, o no debe únicamente, buscar a quien lo posee, sino también, fundamentalmente, a quien presume que posee lo que es indispensable para el que posee lo que es indispensable para el postulante. De este modo, se ha creado en la ciudad un sistema de mendicidad, encuesta, búsqueda, investigación, postulación, que abarca a todos, aunque de manera indirecta. Cabría hacerse una pregunta: de qué modo puede saber el postulante que no es indispensable para el que lo posee lo que es indispensable para él. En realidad, no hay reglas seguras, pero poco a poco se ha ido creando una manera de adivinar, de deducir, que describe aproximadamente el siguiente recorrido: algo me es indispensable, pero no es indispensable para el que lo posee; ahora bien, si lo que es indispensable para mí es inútil para él, esto significa que necesita una cosa distinta a lo que me resulta indispensable, y así como a todo lo que yo poseo, pero en cierto modo próxima a ambas cosas. Así pues, analizándose a sí mismos, algunos creen poder descubrir lo que, al menos aproximadamente, resulta indispensable al otro. Pero una vez ahí, es preciso descubrir a la persona que posee esa cosa indispensable, la cual, a su vez sólo está dispuesta a cederla si se le ofrece aquello que resulta para ella indispensable. Parecería un problema insoluble, pero puesto que se trata de cosas indispensables, nadie puede renunciar a encontrar alguna solución, y la búsqueda de la cosa indispensable acaba por convertirse a su vez en indispensable, y no está del todo claro si, en aquella ciudad, alguien desea alguna conclusión.
El hombre pensativo en la plaza vacía está atormentado por una duda tan vaga como inquietante; tiene la sensación de que ha omitido cierto gesto, cierta opción, una muestra de fidelidad a unos principios que, por otra parte, nunca ha enunciado, o simplemente que no ha contestado a una carta, o que no se ha opuesto a un crimen del que se ha convertido, de hecho, en cómplice, que no ha estudiado la lengua que le hubiera dado acceso a los libros decisivos de su vida, que no ha tenido fe en un compromiso que no consigue olvidar ni recordar, que no ha realizado un gesto obvio y banal, pero que todos, en e1 sentido absoluto de la palabra, todos exigían de él. Así pues, el hombre ni siquiera tiene idea de si lo que ha omitido, y que está oscuramente relacionado con su tormento, se trata de una cosa dilatada en el tiempo, o prácticamente instantánea, cosa de grandes ocasiones, o un gesto insignificante y mínimo, pero de intrínseca y absoluta dignidad, en tanto que incluido en su destino. Está seguro de no haber realizado actos que ahora puedan atormentarle con su inolvidable y abrumadora presencia; está seguro de que su extrema desgracia procede de una omisión, que no le es recordada ni perdonada. Es probable que esa omisión haya alterado de manera irreparable la historia de su vida, y que lo que antes era un destino dramático pero sensato se extienda ahora como un signo deforme, un cúmulo de basuras y de desechos. A causa de esa omisión, ha despojado de todo sentido a una difícil conexión de acontecimientos; ha abandonado su propia historia, y ahora no hay fuerza en el mundo que pueda devolver un sentido rectilíneo a ese itinerario. Si pudiera recordar la omisión, no cabe duda de que intentaría remediarla; pero no hay que excluir que la omisión se refiera a algún acontecimiento, o gesto, o palabra muy antiguo, algo que ahora ya ha consumido hasta el fondo el horror de su ausencia, y ha infligido daños que son irreparables. En tal caso, la ausencia de sentido de la vida que vive sería irrevocable, y él no puede hacer más que seguir sufriendo por culpa de esa desconocida e irreparable omisión. Lentamente, el hombre se pone en marcha: ahora se dirigirá a casa del Torturador, para que le someta a tortura, con la exigua esperanza de que, doblegado por el dolor, se confiese a sí mismo la omisión que ha estropeado la mediocre trama de su vida.
El soberano que le ha condenado, por un delito indicado de manera extremadamente imprecisa y al mismo tiempo amenazadora, le ha hecho recluir en una residencia muy decorosa, con cortinas y músicos, y donde en unas vitrinas de delicada factura y fantásticas formas se alinean jarras de vinos delicados, y golosinas. El condenado lee libros raros guardados en una preciosa biblioteca y contempla obras de arte —estatuas neoclásicas y cuadros expresionistas— que son cambiados con frecuencia, de la misma manera como cambian los efectos de luz y las fuentes del jardín abundante en nobles flores, aunque tal vez un poco severas; pero ya se sabe, se trata de un condenado. Desconoce por qué delito ha sido condenado, y no puede hacer más que asombrarse por su prisión, de la cual no puede salir, pero que es espaciosa y elegante, si bien un poco solitaria. Realmente, nadie le ha dicho que él no pueda en absoluto salir: ya que el soberano tiene sus extravagancias. Existe una puerta, y en primer lugar él debe encontrarla. En la residencia hay decenas de puertas que abren sobre una pared; otras decenas que comunican con aposentos desiertos, sin acceso a otros lugares, otras con habitaciones que dan paso, a través de otra puerta, a un aposento que, mediante una posterior puerta, lleva a la punta inicial; de este modo se dibuja un breve laberinto. Cada una de las puertas está cerrada con llave, y él no tiene la llave; pero también existen puertas que no se abren con la llave sino únicamente con órdenes orales, dichas en voz alta. Estas puertas también llevan una cerradura, pero ilusoria. No se le ha dicho si la puerta que conduce a la libertad está cerrada con llave, o se abre mediante unas palabras. En el segundo caso, tendría que encontrar la fórmula que abre la puerta. Si lo pide, se le entrega un sobre, que contiene una serie de preguntas, y de las respuestas deberá deducir la fórmula liberadora. Las preguntas cambian cada día, y son aparentemente fáciles: mitología griega, no la más obvia, vidas de santos, recuerdos de infancia del condenado, números y su significado, versos latinos palíndromos que deben ser traducidos sin alterar su forma, anamorfosis crípticas, citas clásicas. Es un juego. El prisionero se siente halagado y casi le complace que su libertad dependa del capricho de un príncipe culto. De no ser por el hecho de que su cuerpo lujosamente vestido está lleno de parásitos, renunciaría a buscar esa puerta.
Cuando fue nombrado guardián de los retretes públicos, experimentó al principio una cierta humillación; y no cabe duda de que su tarea era, y es, humilde. Debía limpiar las tazas, fregar los suelos, dar papel a quien se lo pedía, abrir el retrete con bidet a los clientes exigentes. En la escala social de la sociedad en que vive, pertenecía y pertenece a un peldaño muy bajo, mucho más bajo del barrendero que trabaja al aire libre; él, en efecto, pasa en los retretes muchas horas al día, y jamás ve el sol, ya que los retretes son subterráneos, y están abiertos de la mañana a la noche. Su retrete es sólo para hombres, y eso le alegra, ya que es un temperamento tímido y se sentiría muy embarazado de tener que abrir un retrete a una señora. El ambiente en el que trabaja es húmedo, siempre tibio, con una temperatura que no cambia mucho de estación a estación; el servicio no es perfecto, porque con frecuencia falta el agua, o uno de los dos lavabos no funciona, y la gente que ha orinado hace cola para lavarse, o sale con las manos sucias, y eso no le parece justo. Cobra un sueldo, y los usuarios de los urinarios suelen darle una pequeña propina; sin embargo, durante mucho tiempo lo ha pasado mal. Gradualmente ha comenzado a sentirse mejor, no ya porque no sienta la miseria de su trabajo, sino porque ahora lo siente simplemente como un trabajo. Ha llegado, incluso, a experimentar un cierto orgullo, el hecho de ocupar un lugar tan bajo en la escala social le confiere una dignidad, ya que los guardianes de retretes no pasan de una decena en toda la ciudad, y son el punto más bajo, un punto extremo por tanto, y no todo el mundo es capaz de llegar al punto extremo de alguna cosa. Ahora, además, le está ocurriendo otro cambio: se da cuenta, en efecto, de que el hombre que orina, el hombre que se encierra para defecar es algo radicalmente diverso al hombre que camina por las calles de la ciudad, es un hombre que no miente, que se reconoce criatura, tránsito de comida, perecedero, y junto con aquel que, apoyado en los azulejos, está orinando, él ve al hombre desesperado por las propias heces, por la siniestra eficiencia de su cuerpo, por la incertidumbre acerca de lo que significa que el ser humano utilice los genitales para orinar. El lugar ínfimo también es una catacumba, y el guardián de los retretes descubre que el gesto de orinar contiene una súplica, es la suciedad y la realidad, lo ínfimo y lo supremo; y él considera ahora su urinario como una iglesia, y a sí mismo como oficiante.