Centuria

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Authors: Giorgio Manganelli

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Centuria
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En palabras de su autor, «el presente volumen abarca en breve espacio una vasta y amena biblioteca; recoge, en efecto, cien novelas-río, pero trabajadas de maneras tan anamórficas que aparecen ante el lector presuroso como textos de pocas y descarnadas líneas. Así, pues, ambiciona ser un prodigio de la ciencia contemporánea aliada a la retórica, reciente redescubrimiento de las Universidades locales. Librito inmenso, en suma; para cuya lectura el lector deberá armarse de las astucias que ya conoce, y tal vez aprender otras nuevas: juegos de luz que permitan leer entre líneas, debajo de las líneas, entre las dos caras de una hoja, en los lugares donde se descarrían capítulos elegantemente escabrosos, páginas de noble ferocidad y digno exhibicionismo, depositadas allí para púdica piedad de niños y de ancianos».

Un fantasma aburrido en su castillo, un unicornio en la parada del autobús, un señor de mediana edad a quien roban el universo mientras entra en una tienda a comprar un after-shave, la historia del caballero que ha matado al dragón, el encuentro con un hada en el tren, el capitán del Buque Fantasma que cuenta historias de piratas, de mujeres bellísimas, de duelos, de tesoros ocultos, «que todos buscan y que nadie encuentra»; una familia de la alta burguesía que quisiera viajar en una carroza y ser asaltada por los bandidos, son secuencias narrativas que reasumen los estereotipos de la literatura y vuelven a proponerlos en un juego combinatorio que ensancha sin sosiego las fronteras del libro-mundo… Las páginas de Manganelli, altísimo ejercicio de inteligencia, registran las costumbres maníacas de personajes presos en la nada y el silencio, inmersos en un mundo atravesado por la ausencia de sentido.

Giorgio Manganelli

Centuria

Cien breves novelas-río

ePUB v1.0

ulyss
16.04.12

Título de la edición original:

Centuria. Cento piccoli romanzi fiume

© Rizzoli Editore, Milán, 1979

Traducción de Joaquín Jordá

Portada: Julio Vivas

Ilustración: Hiroshige, “Tokaido” (de la edición original)

© EDITORIAL ANAGRAMA, 1982

Calle de la Cruz, 44

Barcelona-34

ISBN 84-339-3016-8

Depósito Legal: B. 20623-1982

Printed in Spain

Gráficas Diamante, Zamora, 83, Barcelona-18

UNO

Supongamos que, en un determinado momento, una persona que está escribiendo una carta a otra persona —el sexo o los sexos son irrelevantes— tiene la sospecha, o tal vez simplemente descubre, que está ligeramente bebida. No, no se trata de la embriaguez molesta, ruidosa y repugnante —entre otras cosas porque el hecho de que la embriaguez, hipérbole de la existencia, pone al descubierto (se decía en las redacciones) su intrínseca repelencia.

El escribiente, afectado por la revelación de su propia ebriedad, podría simplemente abstenerse de seguir escribiendo. La turbia lucidez de la ebriedad le podría sugerir abstenerse de proseguir la comunicación. Pero, si se abstuviera de seguir escribiendo, daría una interpretación razonable de la irracionalidad típica de la ebriedad; así que sólo podría descender de su trono de escribiente en el caso de que se reconociera a sí mismo como sobrio, interpretación, máscara, falsario de sí mismo ebrio. Pero, a partir del momento en que se ha dado cuenta, o ha creído ser consciente de haberse dado cuenta, de la propia ebriedad, no se propone, no quiere, no tolera renunciar a ella. Y, por lo tanto, de ahora en adelante, su ebriedad será voluntaria, una acción no necesaria, si bien fuertemente aconsejada por la somnolencia, por la irritación moral, por el malestar y el bienestar extrañamente unidos, que en su conjunto considera síntomas de la ebriedad. De modo que seguirá escribiendo. Pero, ¿deberá escribir de manera especialmente escrupulosa, o, al contrario, de modo inocente, impreciso, propicio al error? Se niega a tomar precauciones, porque sabe, desde siempre, que la cautela tiende al silencio, no ya, por otra parte, al silencio de la abstención, sino a la horrible y brutal abstención de la mordaza. Por otra parte, no le repugna menos la inocencia, en especial la inocencia obtenida con la complicidad de una copa de jugo fermentado. Pero, apenas ha acabado de escribir estas palabras, o de pensarlas, no puede dejar de preguntarse qué otro tipo de inocencia ha existido jamás, si no es ésta, algo tóxica y atolondrada. Así, pues, debe juzgar la inocencia, su propia inocencia. ¿No existe ningún compromiso entre la cobardía de esta inocencia y la dignidad de la mentira? «Querido», escribe, «si todo es impúdico, excepto la impudicia, ¿no tendrá acaso que perseguir la paz inocente de la impudicia?» Pero las palabras le desafían, y está furioso.

DOS

Un señor de mediana cultura y decorosas costumbres encontró, al cabo de una ausencia de meses, debida a acontecimientos horriblemente bélicos, a la mujer que amaba. No la besó; sino que, apartándose en silencio, vomitó copiosamente. No quiso dar ninguna explicación de aquel vómito a la mujer estupefacta; ni se la dio a nadie; y sólo con paciencia llegó a entender que aquel vómito expulsaba de su cuerpo las innumerables imágenes que de la mujer amada se habían depositado, intoxicándolo amorosamente. Pero, en aquel momento, comprendió que ya no le sería posible tratar a aquella mujer como si entre los dos sólo hubiera existido amor, un amor suave, ansioso únicamente de superar cualquier obstáculo y de tocar la epidermis del otro, para siempre; él había experimentado la toxicidad del amor, y había entendido que la toxicidad de la distancia sólo era una alternativa a la toxicidad de la intimidad, y que había vomitado el pasado para dar lugar al vómito del futuro. Aunque resultara imposible explicárselo a nadie, sabía que precisamente el vómito, y no los suspiros, era el síntoma de un amor necesario, al igual que la muerte es el único síntoma seguro de la vida.

A partir de aquel momento, se halla en la situación deliciosamente atormentada de no poder desdeñar, ni cortejar, ni acariciar, ni contemplar a la mujer que, indudablemente, se ama —es más, ama de manera insoportable, ahora que la ha hecho partícipe del vómito—, ni dejarla al margen de su secreto; para aceptarla totalmente debe absorberla, apoderarse de ella hasta el momento en que ella se revele como veneno, cosa que ignora que es, y que él no desea explicarle. Mientras tanto, por doquier, la vida se hace inestable, amenazan nuevas guerras. Los muertos previstos se preparan, y la tierra se reblandece, en espera de fosas. Por todas partes se pegan carteles que explican la sangre. Puesto que nadie habla del vómito, el enamorado piensa que el problema es ignorado o dado por ignorado o excesivamente conocido. Besa a la novia, deja a su antojo la noche de bodas, cabalga vomitando el poderoso caballo de la muerte.

TRES

Un señor extremadamente meticuloso ha fijado para la tarde de mañana tres citas: la primera con la mujer que ama, la segunda con una mujer a la que podría amar, la tercera con un amigo, al que, en pocas palabras, debe la vida y tal vez la razón. En realidad, ninguna de estas personas formaría parte de su vida, si no formaran parte también las demás; de modo que la cita vespertina tiene unos fundamentos tan fatales como psicológicos. Y, sin embargo, las tres personas, recíprocamente necesarias, son recíprocamente incompatibles. Ninguna de las dos mujeres siente simpatía por el amigo, ya que ninguna de ellas ha salvado la vida y la razón del señor; al contrario, su comportamiento intolerante y caprichoso ha exigido la intervención de un amigo prudente y displicentemente sutil. El amigo considera al señor como su obra maestra, y le preferiría menos accesible, la mujer amada desconfía de la mujer que el señor podría amar, no tanto por el amor que, se supone, dedica ella al señor que la ama, como por la respetabilidad que el señor ha conseguido con riesgo de la locura y siendo salvado por un amigo que todos quisieran conocer, de cuya calidad de salvador todos están al corriente, aunque nadie se atreva a pedir una presentación formal; finalmente, la mujer a la que el señor podría amar no ama a su vez al señor, que por otra parte no la ama en el sentido exacto de la palabra, aunque sepa, sin embargo, que es un objeto potencial de amor, y descubre que disfruta de esta posibilidad destinada probablemente a permanecer irrealizada, como de una perfecta mezcla de indiferencia y de pasión, pero esa mezcla está amenazada por la realidad de la mujer amada, sin la cual, por otra parte, no existiría la amada potencial, sería mantenida al margen por el amigo, que ella no conoce, pero que imagina fuerte e indiferente. Ha convocado a esta cita a las tres personas porque quisiera explicar y comprobar que sin ellas le resulta imposible vivir. Él es débil, intensamente mortal, y sobrevive únicamente gracias a un juego de eventualidades. ¿Pretende, pues, llevar a cabo una escena de confesión melodramática? Ya no. Ha comprendido, precisamente ahora, que él no acudirá, ya que el día de mañana es demasiado angosto para acogerle a él y a las explicaciones de los demás. Pero lo que es especialmente angosto es él, y la entrada simultánea de las tres imágenes incompatibles y necesarias le consumiría instantáneamente.

CUATRO

Alrededor de las diez de la mañana, un señor con buenos estudios y humor moderadamente melancólico, había descubierto la prueba irrefutable de la existencia de Dios. Era una prueba compleja, pero no tanto que no pudiera ser asimilada por una mente medianamente filosófica. El señor con buenos estudios no se inmutó, examinó otra vez la prueba de la existencia de Dios de cabo a rabo, de lado, de rabo a cabo, y decidió que había realizado un buen trabajo. Cerró el cuaderno con las notas relativas a la prueba definitiva de la existencia de Dios, y salió para no ocuparse de nada —en suma, para vivir—. Alrededor de las cuatro de la tarde, al regresar a casa, descubrió que había olvidado la formulación exacta de algunos pasajes de la demostración; y todos los pasajes, naturalmente, eran esenciales.

Y eso le hizo sentirse nervioso. Entró en un local para beber una cerveza, y le pareció, por un instante, que estaba más tranquilo. Recordó un pasaje, pero inmediatamente después descubrió que había olvidado otros dos. Confiaba en los apuntes, pero sabía que sus apuntes eran parciales, y así los había dejado, ya que no quería que ninguna persona, ni la criada, estuviera segura de la existencia de Dios antes de que él hubiese desarrollado con diligencia toda la demostración. A los dos tercios del camino de su casa, se dio cuenta de que la prueba de la existencia de Dios estaba perdiendo sus firmes y admirables connotaciones, derivaba en argumentaciones que ya no sabía si pertenecían a su argumentación originaria. ¿Existía un pasaje referente al Limbo? No, no existía, y no existían las Almas Durmientes, pero tal vez existía el Juicio Universal. No estaba seguro. ¿El Infierno? No le parecía probable, y, sin embargo, tenía la impresión de haber debatido prolongadamente respecto al Infierno, y de haber situado la existencia del Infierno en un punto culminante de su investigación. Llegado ante la puerta de su casa, le asaltó un sudor frío. Ya que algo resultaba indiscutiblemente cierto, irrefutable, y, sin embargo, imposible de ser fijado en una fórmula inolvidable. Sólo entonces se dio cuenta de que estrechaba entre las manos la llave de casa, y con un gesto de tardía desesperación la arrojó en medio de la calle desierta.

CINCO

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