Centuria (15 page)

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Authors: Giorgio Manganelli

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Centuria
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OCHENTA Y OCHO

En la ciudad semiabandonada, devastada por la peste y por la historia, viven pocas personas, que cambian constantemente de casa. La lúgubre historia de la ciudad es la causa de que los supervivientes, y los pocos que han acudido a habitarla, tiendan a una actitud abstraída y meditativa. Puesto que las viviendas son innumerables, si bien todas algo deterioradas, cada cual se busca una residencia adecuada al humor, a la preocupación, a la angustia del momento. A un señor de pelo gris, antiguo cocinero de un rey desaparecido, le gusta vivir en un edificio de cinco pisos, con treinta habitaciones por piso. Cuando se interesa por la historia vive en el primer piso, en el segundo medita sobre la providencia, en el tercero reconstruye e interpreta los propios sueños y el propio pasado, confía la metafísica al cuarto y la ascesis al quinto. En cada piso hay cinco dormitorios, que le sirven según se sienta hosco, enfadado, melancólico, irritado, indiferente; no está previsto que se sienta alegre, pero de estarlo dormiría en el suelo. Un señor diminuto y nervioso busca chabolas y casitas, con habitaciones pequeñas, que él acorta construyendo tabiques divisorios; es un apasionado de los susurros, de los murmullos, de los suspiros, y en los espacios pequeños los escucha mejor; toma apunte para una gran obra sobre los suspiros; para estar seguro de no dejar de suspirar, cultiva con cuidado una desdicha, que es minúscula como él. El alcalde de la ciudad —que en realidad no tiene alcalde, pero vive en ella un tipo a quien se llama «alcalde» sin que él lo sepa— tiene tres casas: una columna con escalera de caracol y una habitación en la cima; una catacumba con inscripciones latinas; una jaula para leones: las hace corresponder a los tres momentos del Espíritu, de las Tinieblas Inconscientes, de los Instintos. Cuando el viento es impetuoso, se oye aquí y allí el fragor de los derrumbamientos; alguna casa cede al tiempo, y basta una lluvia para convertirla en un montón de barro que obstruye la calle. Un señor obstinado, antiguo clarinetista en fa en una orquesta clásica, recoge fragmentos de pared, ladrillos y piedras, y en el interior de un parque abandonado quiere construir un laberinto, que tendrá en su centro una casa con una sola habitación; ha dibujado la planta del laberinto, y cuando lo haya terminado, le prenderá fuego. En general, su comportamiento es considerado poco sociable.

OCHENTA Y NUEVE

Al comienzo, cuando se encontraron, se amaron porque ambos, por diferentes caminos, habían conocido una extrema y solitaria infelicidad. La vida de ella había sido profundamente amarga, la vida de él precozmente desventurada. Pusieron en común la amargura y la desventura, y amorosamente intentaron ayudarse, se ayudaron, sin experimentar ni una tregua en la amargura ni una metamorfosis en la desventura. Fortalecidos por la excepcionalidad de su vínculo, por el signo negativo que lo caracterizaba, desarrollaron en torno a su tristeza un amor constante, fiel, atento. Se consolaron, en la segura certidumbre de que ningún consuelo era posible. Cada uno de los dos siguió siendo lo que había sido en la vida anterior, pero vivieron juntos una relación que no negaba sino que en cierto modo ponía en común el dolor. Pero el amor tiene sus travesuras. Durante algún tiempo, el amor, recíprocamente, por la amargura y por la desventura, pasaba por aquel o aquella que vivían tal condición; pero puesto que dicha condición era el fundamento y la garantía y el sentido de su amor, cada uno comenzó a amar directamente la amargura y la desventura del otro; se erigió en su custodio, y comenzó a procurar que el otro no se apartase excesivamente de su propia angustia. Cada uno se sintió celoso del dolor del otro y no tardó en considerar una infidelidad cualquier intento de separarse de aquel dolor. Como eran de naturaleza constante, cada uno de ellos aprendió a amar el propio dolor como garantía del amor del otro; y cada cual protegía su propio dolor y vigilaba el dolor del otro. De este modo, su condición amorosa alcanzó un perfecto equilibrio, en el que cada uno llegaba al centro del otro atravesando y controlando los territorios de su angustia. Día tras día, ambos comprobaban que tanto la angustia propia como la ajena estuvieran intactas. Buscaron, incluso, incrementar y perfeccionar sus sufrimientos; en un primer momento, aumentando cada cual los propios; a continuación, trabajando cada uno en aumentar el dolor del otro. Se conocieron a fondo, y con paciencia y sutileza se hirieron recíprocamente, y se dejaron herir. Cada uno acompañó al otro hacia una irreversible degradación. Ahora, perfectamente conscientes, están preparando cuidadosamente la meticulosa y lenta destrucción recíproca.

NOVENTA

La ciudad es extremadamente pobre. Hace tiempo que sus habitantes han renunciado a modificar su propia condición, y viven una vida solitaria, cerrada, taciturna. Lentamente, la población disminuye, no ya porque alguno emigre —a nadie se le ocurre ir a «hacer fortuna», como se dice— sino porque los muertos no son sustituidos; si nace un niño, cosa que es muy rara, es ofrecido a las ciudades vecinas, donde se encuentra alguien que lo adopta. Las casas son viejas y están construidas con material que ya comienza a revelar los indicios de una continua y desde hace poco tiempo acelerada decadencia. No existen reales y auténticos trabajos, sino, de vez en cuando, a un cierto número de habitantes se le ordena transportar algunas piedras —tres, cinco— de una calle a otra. Si hay cinco piedras, acuden diez ciudadanos, y cada uno de ellos efectúa la mitad del recorrido; son pagados con monedas desgastadas, ilegibles, que no tienen curso en ninguna ciudad. No pocas veces las pierden, ya que en la ciudad no hay nada para comprar. Viven del miserable producto de los huertos cultivados por gente que no sabe y a la que no le gusta cultivar los huertos. Poseyendo esos huertos, nunca, o casi nunca, salen a la calle. Tienen la impresión de que, sea cual fuere el tiempo, está a punto de llover. No existen sastres, y las ropas se deterioran lentamente, pero dado que la utilización que se hace de ellas es mínima, bastarán hasta la total extinción de la ciudad. El origen de tanta miseria es desconocido. Tal vez deba ser atribuido a unas desordenadas crisis religiosas, terminadas en una mortal desorientación. O bien a una red de contemporáneas desilusiones amorosas, que aisló a hombres y mujeres, y empujó a algunos a la soledad, y a otros a matrimonios sin deseo y sin amor. En esta ciudad hace años que nadie se enamora, y aunque, en las largas horas vacías, se lean libros de amor, la cosa es considerada como un juego deshonesto. Al comienzo acudieron a visitar la ciudad equipos de estudio, para entender el mecanismo de tan increíble miseria. Fue enviado un circo que durante dos días actuó, gratuitamente, en la plaza de la ciudad. Acudió un solo hombre, un sordo que tenía la impresión de que se trataba de una ceremonia fúnebre-religiosa. Los restantes ciudadanos permanecieron encerrados en sus casas, sufriendo intensamente por aquellos fragores lujosos. No puede decirse que esperen su propio fin y el de la ciudad; saben oscuramente que ellos son el final.

NOVENTA Y UNO

En su reencarnación anterior, aquel hombre ha sido un caballo; es muy consciente de ello, por indicios indudables: los zapatos que le gustan, la comida, la manera de reír. Sin embargo, durante mucho tiempo no le ha alarmado: sabe, en efecto, que condiciones semejantes no son excepcionales, pero tampoco duraderas. Un amigo noctámbulo, anteriormente búho, se convirtió, al llegar a los treinta, en diurno, y ahora tiene familia; y una serpiente de cascabel es ahora sutil —sólo que un poco venenoso, en memoria de sí misma— crítico de arte. Con el paso de los años, se ha dado cuenta de que sus síntomas, lejos de desaparecer, tendían a complicarse. Esto le provocó alguna angustia, y también miedo, especialmente cuando se sentía impulsado a arrebatos, escapadas, encabritamientos por una voluntad que le resultaba oscura. En realidad, él ignoraba que no sólo había incorporado una reencarnación de caballo, sino hasta tres consecutivas; un primer caballo, rocín deprimido e inepto, de una flacura umbrátil, pronto consumido por una enfermedad indolente y triste; había seguido a éste un fuerte percherón que tiraba de carros, poderoso y humilde; y finalmente había pasado por un potro corredor, más ambicioso que sensato, buscabullas y pendenciero, que se paraba a hacer preguntas en medio de una carrera. En su conjunto, ninguno de los tres había sido idóneo para borrar un cierto sentido de frustración, casi como si los tres hubieran participado en una misma derrota, humildad, precoz consunción. Aquel señor que advertía en sí mismo un resto de equinidad, pensó durante mucho tiempo en un único caballo; y sólo poco a poco dio en sospechar que sus extrañas e incongruentes reacciones procedían de varios caballos. A partir de aquel momento ha comenzado a ocuparse fundamentalmente de contar y después analizar los caballos de su pasado. Ha reconocido al potro corredor, pero, atribuyéndole la fuerza del caballo de tiro, le ha imaginado un gran trotador; y le cuesta mucho trabajo entender si, además del corredor, hay dos, o uno, o varios caballos. Mientras tanto, sus síntomas no desaparecen, al contrario se exasperan; y eso le consume. Cuanto más busca dentro de sí mismo, más caballos al galope le parece descubrir, caballos bajo la lluvia, caballos en el matadero, caballos enloquecidos, golpeados, domados por una mano desconocida y despiadada. Delira, desvaría, se enfurece, llora, y si llega a relinchar, se detiene para intentar entender cuál de los caballos, que él sospecha ahora manada, ha relinchado a través de su boca de hombre.

NOVENTA Y DOS

Llegados a un cierto punto del camino hay que tener presente la posibilidad de que, ocultos entre los despeñaderos y las espesuras, estén los bandidos. Los bandidos son pequeños, demacrados, desnutridos y melancólicos; no tienen armas de fuego, sino únicamente pedazos de madera recortados como fusiles, pero de manera absolutamente infantil. Nadie, que no sea cómplice suyo, podría temerles como bandoleros de caminos; sin embargo, la aventura de encontrar los bandidos tiene en sí misma tanto de romántico, que son muy pocos los que renuncian a ella, especialmente llegado el buen tiempo. Salen en carroza, porque el asalto sale mejor en carroza que en automóvil o tren. En general, van familias enteras, con los niños y los criados. Para los niños, el asalto de los bandidos es una especie de ceremonia de iniciación, y quien ha sido asaltado tiene historias que contar hasta el día de su boda. En realidad, en la ciudad ya nadie acude al teatro o al circo, sino que se queda en casa hablando de los bandidos, especialmente quien ha sido asaltado a quien no lo ha sido. Cuando una familia de la alta burguesía va a hacerse asaltar, lleva consigo una cantidad razonable de dinero, que no parezca ostentación pero tampoco tacañería, y algunas fruslerías; sobre todo, aquellos regalos que pasan de boda en boda, y que nadie sabe dónde meter. Cuando llegan a uno de los puestos de las emboscadas, dan muestras de apresurarse, de estar alerta, porque piensan que eso infunde ánimo a los bandidos, y les parece a los burgueses un gesto socialmente sensato y loable. Sin embargo, desde hace algún tiempo los bandidos comienzan a escasear; los asaltos han disminuido, y se ha llegado a abrir una investigación para saber qué ha sucedido. Parece que algunos bandidos han comenzado a tender emboscadas en los alrededores de una ciudad vecina, donde la gente no se hace asaltar con los regalos de boda. En efecto, gracias a una Historia del arte en fascículos, los bandidos han mejorado últimamente su gusto, dándose cuenta de que sus casas, llenas de perros de alabastro y muñecas de tamaño natural, eran feas. Esto ha ocasionado tensiones entre ambas ciudades, que nunca se habían visto con buenos ojos. Actualmente, la ciudad que cada vez sufre menos asaltos —ha transcurrido un mes desde el último— se está preguntando si debe afirmar que ha derrotado a los bandidos, o intentar atraérselos nuevamente con botines más interesantes, dibujos firmados, libros encuadernados en piel, y arcones de anticuario.

NOVENTA Y TRES

El inventor del cisne negro es un hombre melancólico, que rara vez se despoja del abrigo, y anhela vivir en un universo a poder ser más amable; por dichos motivos ha elegido el cisne, animal elegante, taciturno, acuático, y le ha sumado la fascinación de una viudedad putativa. Considera al cisne negro como uno de sus inventos más afortunados, y el cisne negro le compensa mirándole de lejos con ojos llenos de afectuosa melancolía. En las mañanas de niebla, el señor melancólico acude a las orillas del lago y espera con tierna ansia la aparición del único cisne negro existente. Siendo el único, no es, exactamente, viudo; pero ahí está precisamente la sutileza, ya que se trata de una viudedad intrínseca, un «haber-perdido-lo-inexistente», algo, por consiguiente, que no puede ser enmendado por ninguna historia amorosa, específicamente negadas al cisne, que es negro. Duda acerca de si crear un segundo cisne negro, y formar de este modo una pareja; mentalmente admira la pareja de cisnes reales y silenciosos, pero teme que la pareja pueda disminuir en algún modo la coherencia de aquel triste negro. Podría crear otro cisne negro, pero sin situarlo en el mismo curso de agua, sino en otro lejano e inaccesible —ya que sus cisnes tendrían vuelo corto y ala quebrada—. Sin embargo, cada cisne debiera tener alguna noción de la existencia, en otro lugar, en otras aguas, de un cisne semejante, únicos ambos en vestir aquel color; en tal caso, su tristeza no quedaría confiada únicamente a una languidez solitaria, sino que se exacerbaría, incurable herida, por la conciencia de que existe, invisible e inalcanzable, un ser con el que conversar. Sólo él sabría dónde se encuentran los dos cisnes negros, y esta custodiada sabiduría le convertiría no sólo en un creador, lo que ya es, sino en un creador que colabora en la infelicidad de sus criaturas, y por tanto en un ser ambiguo, binario, que alterna y mezcla maldad y amor; en tanto que alterna, es temible y dulcísimo, en tanto que mezcla es, asimismo, el depósito de la infelicidad del mundo, de cuya infelicidad los dos cisnes negros, que se deslizan sobre aguas lejanas y silenciosas, recíprocamente conocidos e ignorados, no son más que un sobrecogedor ejemplo.

NOVENTA Y CUATRO

Dobla la esquina, con la seguridad de que está allí, esperándole, acogiéndole tal vez con júbilo. No encuentra nada, y ahí le tienes corriendo por la gran avenida, cruzando las puertas cerradas, intentando llegar a la plaza antes que él. Pero la plaza está desierta. De modo que ir a su encuentro no sirve de nada, como tampoco sirve seguirle. Es posible que le guste seguir. Ahora camina lentamente, con una lentitud artificial. De vez en cuando se detiene, como para examinar cosas que no existen. Se descubre una inclinación a la paciencia, pero también una cierta vocación al miedo. Bruscamente se gira, no hay nada detrás de él, pero sin embargo tiene la sensación de que algo ha desaparecido, de que un ser ha decidido bruscamente dejar de existir. Fija la mirada en el vacío, como para dar a entender que contempla el lugar en donde estaba lo que esperaba encontrar. Vuelve a caminar, ahora con indiferencia estudiada, grosera, insolente. No sabe si es sensible al tratamiento insultante, pero no cabe duda de que desea insultarle. Le gustaría ser golpeado, agredido, mordido; le gustaría ser capturado y torturado por un enemigo. Puesto que no sucede nada, aviva el paso, corre, y mientras tanto se debate, fingiéndose asaltado por algo viscoso y feroz, pero vivo; aúlla, grita, dobla la esquina, cruza la calle, a fin de poder semejar una presa, incluso una presa fácil, y ser objeto de una persecución implacable. Piensa en sí mismo como ciervo, como jabalí, como venado. Se muerde la mano hasta hacer brotar sangre, porque sabe que el olor de la sangre excita a los perseguidores; mancha de sangre un pañuelo y lo deja caer a su espalda, para dejar una huella. Al llegar a una encrucijada, se detiene, se empequeñece, se cubre el rostro y la cabeza con las manos, como para defenderse de una inminente y despiadada agresión. El silencio sigue intacto. Se tumba en el suelo, como si estuviera desvanecido o muerto, porque algunos prefieren la presa indefensa, incluso el cadáver. Se levanta de nuevo, y recomienza a seguir, como si fuera al encuentro de lo que en el mismo instante le está persiguiendo. Tal vez los dos se cruzan sin darse cuenta de ello. Se detiene, está agotado. Mira hacia arriba, a los alféizares, camina sobre los arriates, recoge flores, porque hasta el olor de las flores puede ser un reclamo. Se orina en las manos, para despedir olor a selva, a carne que apresar. No sucede nada, nunca ha sucedido nada. Se arregla, se lava, arroja las flores. Volverá a intentarlo mañana, con otra luna, por otras calles.

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