—No, no, no. Mustia o no, servirá para tratar el escorbuto.
—Aún no se la he dado a las cabras —dijo Rebecca—. Iré a buscar los cubos de col congelada.
—A ver, un momento —intervino Darla—. Agradecemos su ayuda y le daremos toda la col de la que podamos prescindir, pero nosotros también tenemos que comer. No tenemos mucho más que col para comer, y necesitamos la mayor parte para nosotros.
—Eso no es problema —dijo el doctor McCarthy—. En el pueblo tenemos carne de cerdo de sobras. Tengo la certeza de que el alcalde consentirá en daros todo el cerdo que necesitéis a cambio de la col.
—Haremos un intercambio —dijo Darla—. Cinco kilos de carne por medio kilo de col.
—Darla —susurré—, ya ha dicho que abastecerán de carne de cerdo. Y nosotros deberíamos ayudar, de todos modos.
—¿Y qué pasará si los invernaderos no funcionan? —replicó ella, susurrando—. Es necesario que tengamos una reserva de comida almacenada por si algo sale mal.
Asentí con la cabeza.
—Vale —dije en voz alta—. Ahora le daremos toda la col que podamos en pago por su asistencia, y luego, cuando cosechemos más, la intercambiaremos por carne de cerdo.
—Tendré que confirmarlo con el alcalde, pero me parece bien —dijo el doctor McCarthy—. ¿Por qué no volvéis al pueblo conmigo, y os daré tanta carne de cerdo como podáis transportar? Consideradlo un adelanto por las futuras cosechas de col.
Reunimos toda la col que teníamos: dos cubos de veinte litros de hojas congeladas, y cuatro bolsas de hojas buenas. Saqué las tres mochilas más grandes que teníamos, y Max, Darla y yo nos metimos en el Studebaker para volver al pueblo.
El doctor McCarthy nos llevó hasta un descomunal edificio de metal que había al norte del pueblo. En el letrero que había encima de la puerta se leía: ENVASADORA DE CARNE DE WARREN. Junto a ella había un tío robusto sentado en una silla de metal plegable, ante un pequeño fuego. Tenía una escopeta sobre el regazo.
—Hola, Stu —lo saludó el doctor McCarthy al acercarnos—. Necesito cambiar carne de cerdo por suministros médicos. En cuanto hayamos acabado iré a la oficina del alcalde y te traeré los papeles.
—Vaya, Jim, ya sabes que deberías traerme los papeles antes. —El guarda se encogió de hombros y le dio una llave al médico—. Pero puedes hacer lo que quieras. El alcalde siempre ha aprobado tus intercambios.
—Gracias, Stu. —El doctor McCarthy abrió la puerta y nos condujo al interior.
La carne de cerdo brillaba, rosada, en la luz que entraba por la puerta abierta. La planta estaba abarrotada por cientos, tal vez miles de cadáveres de cerdos congelados que colgaban del techo. Las paredes estaban forradas de estantes cargados a rebosar de jamones rosados, blancos lomos y enormes tocinos enteros.
—Llevaos todo el que podáis transportar —dijo el doctor McCarthy—. Lo pesaré para hacerlo constar en los papeles, y ya lo pagaréis más tarde con coles.
Me quedé boquiabierto y salivando al imaginar ese tocino crepitando en una sartén. En el matadero había carne de cerdo suficiente como para alimentar durante años al pueblo de Warren; suficiente como para alimentar a nuestra familia para siempre. Y el doctor McCarthy no había dudado cuando Darla había propuesto cambiar medio kilo de coles por cinco de carne de cerdo. Todo el trabajo que habíamos invertido en construir y atender los invernaderos estaba dando sus frutos. Nuestra col, cargada de vitamina C, era más valiosa que el oro. La comida representaba riqueza en el mundo de después de la erupción, con tanta seguridad como la cámara acorazada de un banco llena de billetes de cien dólares había representado la riqueza en el viejo mundo.
Darla debía de estar pensando algo parecido. Se volvió y me abrazó, con la cara iluminada por una sonrisa que no había visto muchas veces desde que nos fuimos de Worthington…, desde que murió su madre.
Pensar en la señora Edmunds le dio un sabor agridulce a mi felicidad. Me estiré para darle un beso en la frente a Darla, y luego salí para despejarme un poco.
En el oeste, el horizonte brillaba con una mortecina luz gris amarillenta. Miré al horizonte como si pudiera ver el principio de mi viaje, en Cedar Falls, situado a doscientos veinticinco kilómetros en dirección oeste. Pensé en toda la gente que había conocido y que estaban en peor situación que nosotros, luchando por sobrevivir: los refugiados del instituto secundario de Cedar Falls, la gente de Worthington, la madre de Katie y sus pequeños, los internos del campamento de la FEMA. Y deambulando en algún lugar entre ellos, mi padre y mi madre.
Tal vez un día mis padres llegarían caminando agotados por el camino de la finca. Pero si no lo hacían, Darla y yo iríamos a buscarlos. Con tío Paul lesionado no podríamos marcharnos en un futuro próximo, ya que una parte aún mayor del trabajo de la finca recaería sobre nosotros. Pero me había hecho una promesa a mí mismo antes de salir de Cedar Falls: no sólo llegar a Warren, sino encontrar a mi familia. Una promesa que estaba decidido a cumplir.
Darla salió, se puso a mi lado y me rodeó la cintura con un brazo. A pesar de mis preocupaciones por mamá y papá me sentí extrañamente esperanzado. A pesar del gélido viento, el calor del cuerpo de Darla junto al mío me hacía sentir como si fuese primavera.
HAY un enorme volcán debajo del Parque Nacional de Yellowstone. La caldera o cráter del volcán es visible en algunos sitios como un anillo de rocas, y mide aproximadamente entre cincuenta y cuatro y setenta kilómetros. Ha hecho erupción tres veces en los últimos 2 millones cien mil años, acontecimientos tan increíbles que se los suele clasificar como erupciones de supervolcán. La más grande de estas erupciones produjo dos mil quinientas veces más magma que la erupción del monte Santa Elena, en 1980.
A menudo se dice que al volcán de Yellowstone «le toca» hacer otra erupción, ya que las tres últimas fueron hace seiscientos cuarenta mil años, un millón trescientos mil años, y dos millones cien mil, respectivamente. Es muy poco probable que el volcán pueda hacer erupción durante nuestra vida. La que precedió a las tres mencionadas se produjo hace cuatro millones doscientos mil años, así que la regularidad de los acontecimientos más recientes es engañosa.
El problema de ambientar una novela en el mundo posterior a la erupción de un supervolcán es que ninguno ha hecho erupción en la historia humana documentada. Así que para describirlo tuve que apañármelas con especulaciones científicas, o con los relatos de los supervivientes de erupciones normales o plinianas, como la del monte Santa Helena, del estado de Washington, y las de Krakatoa, en Indonesia.
Por ejemplo, al principio de esta novela, sobre la casa de Alex cae un trozo de roca arrojado por el volcán a una distancia de mil quinientos kilómetros y a una velocidad supersónica. Los volcanes plinianos no hacen eso; todo el material que expulsan cae cerca del cráter del volcán, y sólo la ceniza, mucho más ligera, llega más lejos. Algunos científicos piensan que los supervolcanes se comportan de forma diferente, disparando trozos de roca en trayectoria balística a través de profundas chimeneas que hay en la litosfera (la parte sólida de la tierra consistente en la corteza y el manto externo), pero esta opinión es controvertida.
El sonido más potente de la historia documentada fue probablemente el de la erupción de Karkatoa, el 27 de agosto de 1883, en Indonesia. El ruido se oyó desde casi cuatro mil novecientos kilómetros de distancia, en la isla de Diego García, en el océano Índico. Allí el sonido fue como un estruendo de artillería pesada que duró varias horas. Sin embargo, la erupción del supervolcán de Yellowstone de hace dos millones cien mil años fue unas ciento veinte veces más potente que la del Krakatoa.
La lluvia de ceniza que he descrito en la novela es similar a la que provocó el volcán de Yellowstone. Esa cantidad de ceniza habría oscurecido los cielos durante meses, posiblemente años, y provocado un invierno volcánico mundial de una duración mínima de tres años. Las partículas de ceniza son diminutas y tienen carga eléctrica, por lo que a menudo se las asocia con tormentas eléctricas. También pueden provocar extraños fenómenos climatológicos, por lo general precipitaciones anormalmente abundantes durante cortos períodos, seguidas de años de sequía.
Nadie sabe con exactitud qué tipo de advertencias recibiremos antes de una erupción del Yellowstone. Cabe la posibilidad de que suceda de repente pero lo más probable es que vaya precedida de años de terremotos y cambios topográficos que nos pondrán sobre aviso. Si nos prepararemos de manera adecuada, aun en el caso de recibir suficientes advertencias, es otra cuestión, por supuesto.
Si os apetece leer más acerca de los temas científicos que están detrás de
Cenizas
, los siguientes libros son un buen comienzo:
Supervolcano: The Ticking Time Bomb Beneath Yellowstone National Park
, de Greg Breining. MBI Publishing, 2007. Este libro proporciona una excelente visión general de la historia y geología de Yellowstone. Incluye una relación de los principales fenómenos volcánicos que han sacudido la humanidad y especula sobre las posibles consecuencias de una erupción del supervolcán de Yellowstone.
Supervolcano: The Catastrophic Event that Changed the Course of Human History
, de John Savino, doctor, y Marie D. Jones. Career Press, 2007. Contiene información sobre supervolcanes de todo el mundo, incluidos los de Yellowstone (Wyoming), Long Valey (California), y Toba (Indonesia). El capítulo 10 es un interesante relato de ficción sobre una futura erupción del supervolcán de Long Valley.
Krakatoa: The Day the World Exploded, August, 27, 1883
, de Simon Winchester. HarperCollins, 2003. Una exhaustiva y hermosa relación de las más grandes erupciones plinianas de la época moderna.
Catastrophe: An Investigation into the Origins of the Modern World
, de David Keys. Ballantine, 1999. Describe cómo una erupción volcánica ocurrida en 535 d. C. cambió civilizaciones en todo el mundo. Muy útil para considerar las posibles consecuencias políticas, sociales y epidemiológicas de la erupción de un supervolcán.
ANTE todo quiero dar las gracias a mi madre y a mi padre, Shirley y Stan Mullin. Sin su inquebrantable apoyo,
Cenizas
no existiría. También le estoy agradecido a Helen-Louise Boling por sus comentarios sobre
Cenizas
y por ser del tipo de suegra buena.
Gracias a ti, Ian Strickland, que me mostraste
Cenizas
a través de los ojos de un adolescente, y a Dorothy Monosky, que me mostró
Cenizas
a través de los ojos de una profesora y fomentó mi humildad. La novela es mejor gracias a sus aportaciones.
A todos los del Critique Circle que me hicieron observaciones sobre partes de esta novela (Angela Ackerman, Adryth, Vicky Bates, Darla Davis, Liam Deihr, Karla Gomez, Gorse_ wine, Greenguy, Molly Hart, Katy, Helen Kitson, Autrey Koudelka, Andrea Mack, Martha 2150, Memyselfi, Shannon O’Farell, Quotelover, Sky, Tamamushi, y Elizabeth Taylor), gracias. También agradezco los amables consejos de Jim McCarthy, aunque no el rechazo que lo acompañó.
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mejoró de modo espectacular gracias a su perspicacia.
Le estoy agradecido a Pete Matthews y Erin Stoesz, que me ofrecieron sus conocimientos profesionales de geología para detectar errores científicos en
Cenizas
. Cualquier error que haya quedado es únicamente responsabilidad mía.
Estoy en deuda con mi editora y correctora, Peggy Tierney, una deuda que jamás podré pagarle por su fe infinita en
Cenizas
y por la paciencia que tuvo conmigo cuando trabajábamos para convertirlo en el mejor libro que podía ser. Llegué a temer sus e-mails que decían: «¿Podrías volver a escribir el final sólo una vez más?» Pero ella sabía exactamente qué necesitaba la novela y la culpa es mía por tener que hacer seis intentos antes de conseguirlo.
Lisa Rojani hizo un trabajo magistral al corregir
Cenizas
… ¡dos veces! En su honor he puesto los únicos signos de exclamación de estos agradecimientos. Hizo que mi estilo fuera mejor de lo que yo creía que podía ser. Gracias a Dorothy Chambers por salvarme de bochornos indescriptibles. A Marthy Jean Stacey, que dio vida al trasfondo emocional a
Cenizas
a través de su artística cubierta original, gracias. También agradezco la ayuda que Gabe Tierney me ofreció para el primer capítulo y la cubierta.
La señora Parker y el señor Wesson, de la ATA Black Belt Academy de Indianápolis, demostraron una paciencia y una perseverancia casi sobrehumanas al enseñarme todo el taekwondo que acabó convirtiéndose en una parte tan importante de
Cenizas
. Gracias a ambos.
Gracias a mi hermano, Paul Mullin, por ayudarme con los «momentos MacGyver» de Darla. También gracias a Paul, Caroline, Max y Anna, por enseñarme todo lo relacionado con las cabras, los patos y los invernaderos.
Un enorme agradecimiento para Larry Endicott, que es un fotógrafo tan brillante que incluso yo quedo bien al pasar por el objetivo de su cámara. Gracias a Mab Graves, que me dio ánimos y me proporcionó una ayuda imprescindible con las cuestiones artísticas.
El apoyo de los autores, libreros, bibliotecarios y profesores que leyeron
Cenizas
y me ofrecieron sus elogios por adelantado, me han proporcionado entusiasmo y humildad: Charles Benoit, Cinda Williams Chima, Carol Chittenden, Robert Michael Evans, Michael Grant, Carl Harvey, Kathy HicksBrooks, Christine Johnson, Saundra Mitchell, David Patneaude, Richard Peck y Dave Richardson.
Y, más que a nadie, gracias a ti, Margaret: mi mujer, mi primera lectora, mi mejor amiga y mi verdadero amor.