—No, estás más seguro aquí…
—Pero ellos no están a salvo, en Iowa. No tienen ni idea de dónde se están metiendo.
—Tenían cierta idea, antes de marcharse. Aquí las cosas también han sido duras. Cambié un par de cabras de cría por una escopeta y se la di a tu padre.
—¿Mi padre? ¿Con una escopeta? Imposible. Es capaz de hacerse daño a él mismo.
—La gente ha cambiado. Tu padre no es el mismo hombre de antes. Qué diablos, tú tampoco eres el mismo; no veo ni rastro del crío huraño que solía meter la nariz en un libro o ponerse a jugar en el ordenador en cuanto llegaba aquí.
—Sí, bueno. —No me gustaba mucho que me llamara crío huraño. Pero tal vez tenía razón. Sí que había cambiado—. Debería regresar. Sé lo que puede esperarle a uno en Iowa. Quizás necesitan ayuda. Ni siquiera dejé una nota, mi habitación se derrumbó del todo. Y también hubo un incendio. Si llegan allí, puede que piensen que he muerto. Supongo que Darren y Joe sabían que estaba vivo cuando me marché, pero a estas alturas quizá hayan muerto o se hayan ido.
—Si no te encuentran, volverán aquí a buscar a Rebecca. Si te marchas, ¿cómo vas a encontrarlos? Ya os habéis cruzado por el camino. Y este invierno no va a hacer más que empeorar. Toda la ceniza y el dióxido de azufre que hay en el aire alterarán el clima durante años. Va a hacer más frío y será más difícil viajar…
—Con esquís puedo…
—Podrías necesitar esquís para desplazarte el verano que viene. El invierno volcánico podría durar una década, nadie lo sabe con seguridad.
¿Una década de invierno? Eso me dejó de piedra. ¿Cómo iba a poder sobrevivir nadie?
—Quédate y espérales aquí, Alex. Quizá vuelvan. Si no han aparecido para verano, tal vez las condiciones sean mejores y puedas ir a buscarlos. Es posible que para entonces la FEMA haya llegado a Iowa.
—¡Ja! Eso haría más mal que bien.
—Al menos limpian las carreteras y mantienen un poco el orden.
—Tú no has estado en un campamento de la FEMA. — Mi cara estaba tensa, ceñuda.
—No. Pero hay otra razón por la que no debes marcharte a buscar a tus padres. Te necesitamos aquí. Necesito tu ayuda. Puede que tengamos por delante años en los que no contaremos con ninguna fuente de alimento fiable. Tenemos que almacenar maíz y leña, construir más invernaderos, y encontrar la manera de seguir alimentando las cabras y los patos.
Asentí a regañadientes.
—Vale. Lo pensaré. Pero si mamá y papá no han vuelto en primavera, saldré en su busca. Hasta entonces, te ayudaré… Aunque Darla te será mucho más útil. Cuando nos conocimos, se ocupaba casi sola de una finca.
—Hoy no tomaremos ninguna decisión. Quizá no mejore el tiempo antes del verano, si es que mejora. Pero vale: si conseguimos estabilizar la situación de aquí, consideraré la posibilidad de aprovisionarte para que hagas una expedición a Cedar Falls.
—¿Dónde está mi ropa?
—Estaba infestada de piojos. La hemos colgado en un rincón del granero. Creo que acabarán por morirse si no tienen de quién alimentarse. Quién sabe.
—Puaj. —Me empezó a picar todo.
—Te traeré ropa mía. Baja a la cocina cuando te hayas vestido; es la hora de cenar.
MIS primos Max y Anna, mi hermana y mi tío estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina. Por la ventana vi a mi tía Caroline y a Darla cocinando sobre un fuego, en el exterior.
La mesa ya estaba puesta. Me senté y vacié de unos cuantos tragos el vaso de agua que tenía delante.
—Las jarras de la encimera son de agua potable —dijo tío Paul—. Sírvete, si quieres más.
Me levanté para ponerme más. Mientras estaba en ello, Darla entró por la puerta trasera con una sartén y un plato repleto de tortillas francesas. La seguía tía Caroline, cargada con un plato de pan de maíz.
Era una cena rara, pero fue, de lejos, la mejor comida que había tomado en semanas. El pan de maíz era auténtico, no tortitas de maíz. La tortilla francesa, deliciosa, aunque no tenía el mismo sabor de siempre. El relleno eran unas hojas purpúreas que no supe identificar, y los huevos y el queso tenían un sabor raro; no era malo, sino diferente. Se lo pregunté a mi tía.
—Es una tortilla hecha con huevo de pato, queso de cabra y col rizada —respondió.
—Los patos son míos —declaró Anna, sonriendo con orgullo.
—No sé durante cuánto tiempo vamos a poder conservar los patos —dijo tío Paul. Anna lo fulminó con la mirada, pero él continuó—. O las cabras, dicho sea de paso. Vamos a quedarnos sin heno.
—¿Cómo los mantuvisteis vivos durante la lluvia de ceniza? —preguntó Darla.
—No lo hicimos…, o no tan bien como me habría gustado. Perdimos cuatro patos y dos cabras por culpa de la silicosis. Pero cuando nos dimos cuenta de qué estaba pasando, empezamos a mantenerlas dentro del granero y a esparcir paja mojada para que no se levantara polvo.
—¿De dónde sale la col? —pregunté yo.
—Plantamos un huerto de otoño en nuestro invernadero, antes de la erupción. Pero el frío llegó tan repentinamente que sólo sobrevivieron las coles. Hemos estado dándoles de comer las plantas muertas de pepinos, tomates y demás a las cabras, pero se nos han acabado. Volvimos a plantar, sobre todo col, así que espero que os guste.
—A mí me gusta —dije.
—Tus papilas gustativas necesitan un ajuste —dijo Max, malhumorado, aunque también se comía la tortilla.
—Háblanos de tu viaje —dijo tío Paul—. Por lo poco que nos ha contado Darla, lo has pasado mal.
—No quiero hablar de eso, en serio —dije. Eso no era cierto del todo; ni siquiera quería pensar en eso, así que mucho menos hablar al respecto.
—¿Tan mal?
—Sí.
Abrigaba la esperanza de que dejaría al asunto, cambiaría de tema o algo parecido, pero siguió haciendo preguntas. Así que solté lentamente el aliento que había estado conteniendo, y cedí. Durante el resto de la cena y un par de horas después, les conté mi historia. Darla colaboró un poco a partir del momento en que nos habíamos conocido: hice una pausa antes de explicarles lo de la violación y el asesinato de la madre de Darla, ya que no sabía muy bien cuánto debía contar en presencia de Anna, Max y mi hermana. Anna y Max tenían diez y doce años, o tal vez once y trece, no lo sabía con seguridad. Mi hermana cumpliría catorce al mes siguiente. Se lo pregunté a mi tío.
—¿De cuánto quieres que hable estando aquí tus hijos? Lo que pasó cuando volvimos de Worthington fue… obsceno. Ni siquiera sé si quiero que mi hermana lo oiga.
Paul y Caroline se miraron el uno al otro.
—Adelante —dijo él—. Tienen que saber en qué mundo viven ahora.
—Anna podría tener pesadillas —dijo Caroline.
Paul miró a Anna.
—¿Quieres quedarte? No tienes que escucharlo, si no quieres.
—Me quedo —contestó.
Así que les conté la historia completa a todos. Aun así, intenté suavizar las peores partes. Darla no tenía ninguna necesidad de revivir ese día. Le cogí una mano y se la apreté para ofrecerle el escaso apoyo que pudiera darle.
Cuando acabé de hablar, Rebecca estaba mirándome con la cabeza ligeramente ladeada.
—¿Qué? —le pregunté.
—No puedo creer que hicieras todo eso. Siempre he sabido que eras así como más duro de lo que parecías, pero…
—No habría sobrevivido sin Darla.
Rebecca desvió la mirada hacia Darla. Se miraron la una a la otra durante un momento; luego, mi hermana asintió con la cabeza y Darla sonrió un poco. No sabía muy bien qué conclusión sacar de eso. De algún modo, durante las últimas ocho semanas mi parlanchina y exuberante hermana había sido reemplazada por una alienígena meditabunda que podía comunicar con una mirada lo mismo que a la antigua Rebecca le habría costado una hora de palabras.
—Será mejor que nos vayamos a la cama —dijo tío Paul—. Mañana hay más maíz que moler y leña que cortar.
—¿Dónde quieres que durmamos? —pregunté.
—Tú puedes dormir con Max. Darla y Rebecca tendrán que compartir la habitación de invitados, el cuarto en el que te has despertado.
Max y Anna estallaron en protestas simultáneas.
Max:
—¿Por qué tengo que compartir mi habitación? ¿Por qué Anna tiene una para ella sola?
Anna:
—¿Y yo por qué no tengo una compañera de habitación? ¿Por qué Max lo consigue siempre todo?
Tía Caroline no hizo caso de ninguno de ellos.
—Anna, quiero que vayas a buscar el colchón hinchable. Creo que está en el armario de la ropa blanca. Max, ven conmigo. Te ayudaré a despejar un poco de espacio para Alex en esa porqueriza en la que duermes.
Darla me tomó del brazo.
—Alex —susurró—, preferiría que nosotros durmiéramos…
—Hablaré con él.
Asintió con la cabeza.
Tío Paul se levantó de la silla. Lo miré.
—Eh…, ¿puedo hablar contigo?
—Claro. —Volvió a sentarse.
Mi hermana continuaba sentada a la mesa. Con la cabeza le hice un gesto para que se largara. No se movió.
—¿En privado? —dije—. ¿Por favor?
—Ah. Sí. —Rebeca y Darla salieron de la cocina.
—Eh… —Me estrujé los sesos. ¿Cómo tenía que empezar?—. Ya hace seis semanas que Darla y yo estamos juntos.
—Una eternidad en el ciclo vital de un adolescente de los Estados Unidos. —Mi tío sonrió, con bondad.
—Darla casi tiene dieciocho, y la verdad es que ya ni pienso en mí mismo como adolescente.
—Has pasado por cosas con las que ningún joven debería tener que enfrentarse jamás, es cierto. Pero sigues siendo menor de edad, Alex.
—Lo sé, pero… —Aquello no estaba saliendo como yo había esperado—. Mira, hemos estado durmiendo juntos…
—¿Cómo debo interpretar eso, exactamente? ¿Existe la posibilidad de que esté embarazada? ¿Tenéis la más remota idea de lo arriesgado que podría ser, de con qué frecuencia morían durante el parto las mujeres y los bebés antes de existir la asistencia médica moderna? Cosa que no tenemos en estos momentos.
Me ardían las mejillas. Había intentado, sin éxito, intervenir entre esas preguntas disparadas tan de súbito. En ese momento hizo una pausa para respirar.
—Cuando he dicho «durmiendo juntos» —comencé—, eso es justo lo que he querido decir. No hay ninguna posibilidad de que esté embarazada. Aunque no hubiese riesgo en ello, lo último que queremos es traer un bebé a este caos.
—Eso es un alivio.
—Con Darla me siento seguro. Sigo vivo gracias a ella.
—Y le estamos agradecidos…
—Anna quiere compartir su habitación. Max, no. ¿Por qué no ponemos a mi hermana en la habitación con Anna, y Darla y yo nos quedamos con la de invitados?
—Lo que iba a decir es que le estamos agradecidos por traerte hasta aquí de una pieza. Y estoy seguro de que será una gran ayuda. Pero los dos sois menores. Hasta que regresen tus padres, tendréis que vivir de acuerdo con las normas que establezcamos Caroline y yo.
—Y por eso te pregunto…
—Hace sólo seis semanas que os conocéis. Sé que ahora te parece intenso, y que estás seguro de que la amarás para siempre, pero las cosas cambian cuando uno es joven. Sois demasiado jóvenes como para tomar decisiones definitivas, y demasiado jóvenes como para compartir una habitación.
—Pero…
—Respuesta final, lo siento. Cuando vuelvan tus padres, podrás retomar el tema con ellos.
Me inundó una ardiente ola de enfado. Se me tensaron los músculos. Inspiré profundamente y reprimí el enojo. Se me ocurrieron varias contestaciones, pero ninguna habría favorecido mi causa. Desde su punto de vista, tenía sentido… tal vez. Me veía como el callado crío enfadado que solía visitar la finca bajo coacción, aquél al que había dejado en Worthington, junto con un par de litros de sangre.
—Vale —dije.
Paul se quedó mirándome, sus labios se separaron y ladeó la cabeza.
—No me gusta, pero tienes razón en una cosa: es tu casa y son tus normas. Me ves como un crío…
—Sé que has cambiado.
—Nos aguantaremos de momento. Pero dieciocho es sólo un número. El número mágico podría ser fácilmente, y lo ha sido para otras sociedades y en otras épocas, trece, dieciséis o veintiuno.
—Muy cierto.
—Necesitas que todos nosotros actuemos como adultos para superar esto.
Mi tío asintió con la cabeza.
—Es una de las cosas que más nos molestan a Caroline y a mí. ¿Qué clase de infancia pueden tener los críos en medio de este caos? Unas cuantas tareas, la responsabilidad de cuidar a los animales…, esas cosas siempre han sido buenas para ellos. Pero ahora estamos todos trabajando del alba al ocaso, intentando prepararnos para el largo invierno.
—Darla ha pasado los últimos años trabajando cada minuto que pasaba despierta para mantener en marcha su finca. Y ha salido bien como persona. Los niños podrían tenerlo peor.
—Sí. Pero aun así me siento culpable. Debería estar enviándolos al colegio cada mañana, no a los campos a desenterrar maíz.
Me encogí de hombros.
—Ya habrá tiempo para el colegio cuando las cosas mejoren.
—Eso espero. Me voy a la cama. Buenas noches.
—Buenas noches. —Mientras se marchaba, miré su espalda con el ceño fruncido. Lo había hecho lo mejor posible, me había mantenido tranquilo y había presentado un sólido argumento racional, pero ¿de qué me había servido?
Fui hasta la habitación de invitados, que estaba al final de la planta baja, y llamé a la puerta con los nudillos. La abrió Darla vestida con una camiseta demasiado grande, de Caroline, supuse.
—¿Cómo ha ido? —preguntó, cerrando la puerta del dormitorio detrás de sí.
—No muy bien. Somos críos, y no nos hemos conocido durante el tiempo suficiente, nos desenamoraremos, somos los dos menores, ay, Dios mío, no la dejes embarazada. Y es mi casa y mis normas.
—Mal, ¿eh?
—Sí. El problema que hay con los adultos es que te ven siempre en la cuna donde dormías cuando eras un bebé, la que tenía barandillas a los lados. Tenía la esperanza de que tío Paul viera las cosas de otra manera.
—Lo hará.
—Estoy medio decidido a ir a buscar a mis padres a Iowa.
—No sé muy bien cómo los encontraríamos.
—Volvería a Cedar Falls. Tal vez hayan estado en casa. —Entonces caí en lo que Darla acababa de decir— ¿«Encontraríamos»?
—No pensarías que iba a dejarte volver solo a Iowa, ¿no?
—Eh…
—Creo que ni siquiera confío en que puedas ir desde aquí hasta el granero sin hacerte daño, o sea que mucho menos hasta Cedar Falls.