—¡Agáchate! —gritó Darla, y golpeó una palanca con una mano hacia la derecha. La pala de la máquina empezó a subir. Vi que más adelante había dos guardias que levantaban los subfusiles. Debían de estar patrullando alrededor de la valla. Me agaché, y entonces oí el repiqueteo de los disparos, el ruido de las balas al impactar contra el metal. Darla levantó la pala de modo que el borde superior nos protegiera un poco.
—¡Súbela más! —Me aferraba con todas mis fuerzas al apoyabrazos. El vinilo que tenía debajo de las manos resbalaba por el sudor.
—¡No sube más!
Nos asomamos por encima de la parte superior de la pala. Los dos guardias empezaron a dar un rodeo, corriendo para intentar dispararnos por un lateral. Darla giró el vehículo hacia ellos, manteniendo la pala entre nosotros y las armas. Ellos continuaban intentando rodearnos, y se acercaban.
—¡Quédate agachado! —Darla invirtió el giro y el buldócer comenzó a dar la vuelta y alejarse de los guardias con lentitud. Levantaron las armas; por un momento tuvieron una línea de disparo despejada a través de la ventanilla del lado de Darla. Se tendió en el lado contrario, sobre mi regazo, tan plana como pudo. Yo me enrosqué sobre ella. Las balas impactaron en el metal cerca de nosotros. Darla acabó de girar. Comenzamos a alejarnos de los guardias en línea recta. Esperaba que la cubierta de la parte trasera de la cabina fuese lo bastante gruesa como para resistir las balas. Atravesamos la valla y nos adentramos en el campamento.
—¡Cuidado! —grité—. ¡Apartaos! ¡Apartaos! La gente se dispersó ante la máquina. Había personas corriendo por todas partes; el follón había despertado a todo el refugio.
Dejé de oír tiros. A lo mejor los guardias no estaban dispuestos a disparar contra la multitud. Al menos, eso esperaba.
Miré para atrás; no vi a los guardias, sólo un río interminable de gente que corría. Darla torció hacia el lado este del campamento. Cuando llegamos allí volvió a girar para hacer pasar el buldócer por encima de la verja, y se dirigió al norte, aplastando la malla bajo las orugas. Multitudes de refugiados salieron a toda velocidad detrás de nosotros, corriendo hacia la libertad.
Cuando llegamos a la esquina del campamento, Darla continuó en línea recta. Bajó la pala medio metro para que pudiéramos ver mejor. El refugio había sido erigido encima de una cresta, así que unos quince metros más adelante la ladera cedía paso a un barranco.
—Eh…, sabes que hay un precipicio ahí delante, ¿verdad?
—Tengo la esperanza de que sea una ladera empinada y no un precipicio. Tenemos que llegar a algún sitio donde resulte difícil seguirnos. Esta cosa es más lenta que una tortuga atropellada, por si no te has dado cuenta.
La parte frontal del buldócer se inclinó para abajo al pasar por el borde de la cumbre. Aplastamos unos cuantos arbolillos que había en el límite del barranco, y el vehículo aceleró.
—¡Sujétate! —gritó Darla.
Nos lanzamos colina abajo. Las manos de Darla se movían nerviosamente sobre las palancas, haciéndonos dar bandazos a derecha e izquierda para intentar esquivar los árboles más grandes. A pesar de sus esfuerzos acabamos chocando con uno. El impacto me lanzó hacia delante. El árbol cayó, y una de las orugas le pasó por encima de modo que el vehículo se ladeó a la derecha en un ángulo pronunciado durante unos segundos aterradores. Luego recuperamos la horizontal. La oruga izquierda volvió a caer al suelo con un golpetazo y continuamos nuestra precipitada carrera bajando por la ladera.
De algún modo, Darla logró que llegáramos al pie de la pendiente sin chocar contra nada capaz de detener el buldócer. Avanzamos por una zona de suelo blando y aplastamos algunos arbustos. El morro de la máquina descendió de modo alarmante y fue a detenerse en medio de un arroyo.
—Jope. Menudo viajecito. —Me temblaban las manos y jadeaba.
—Sí. —Darla miraba hacia delante, supuse que intentando decidir adónde ir a continuación.
Asomé la cabeza por el lateral de la cabina y alcé la mirada hacia la cuesta que teníamos detrás. Un Humvee que avanzaba con lentitud se encontraba más o menos a una cuarta parte del descenso. Un segundo Humvee comenzaba a bajar de la cumbre.
—¡Ya vienen! —grité.
La pala estaba baja, dentro del arroyo. Darla la levantó y accionó el estrangulador. El vehículo avanzó y la parte trasera chapoteó al bajar. Entonces pudimos ver la otra orilla del arroyo: una pared vertical de tierra de un metro de altura, más o menos. La pala chocó contra la orilla y las orugas dieron vueltas en el fango y el agua. No podíamos salir del arroyo. Tampoco teníamos sitio para girar.
Estábamos atascados.
DARLA tocó el estrangulador, esta vez con suavidad, y el buldócer se lanzó para delante. Cuando la pala se estampó en la orilla, las orugas patinaron y el vehículo retrocedió.
—Será mejor que bajemos y corramos —dije con ansiedad.
—No, tengo esto. —Volvió a tocar el estrangulador una y otra vez, provocando un movimiento de balanceo. Comenzaron a caer tierra, ceniza y nieve de la zona que estábamos golpeando.
Miré atrás. El Humvee que iba en cabeza se encontraba ya a medio camino. Lo seguían otros dos.
El movimiento de la máquina era cada vez más violento. Darla se mecía al mismo ritmo, e iba tocando el estrangulador mientras su cuerpo oscilaba atrás y adelante en el asiento. El buldócer arrancaba grandes trozos de tierra cada vez que avanzaba, abriéndose paso lentamente fuera del arroyo.
Volví a mirar atrás. El Humvee más próximo ya nos tenía a tiro. Me metí de nuevo en la cabina.
—¡Mantén la cabeza baja, están cerca! —grité. Darla se agachó todo lo que pudo en el asiento e hizo avanzar el buldócer… con violencia. Golpeó contra la orilla, pero esta vez las orugas hicieron tracción. Nos inclinamos en un ángulo ascendente de casi cuarenta y cinco grados. Cuando coronamos la subida, el morro cayó hacia delante e impactó con tal fuerza que me lanzó adelante sobre el apoyabrazos, directamente contra el estrangulador. El buldócer aceleró al máximo en línea recta hacia un gigantesco arce. Retrocedí a toda prisa y Darla sujetó el estrangulador y lo desplazó a un lado precipitadamente. De un giro esquivamos el árbol por muy poco. Me volteé para mirar. El primer Humvee estaba atascado en el barro. Otros dos hacían cola detrás de él, sin poder pasar. Me di cuenta de que estaba conteniendo la respiración y la dejé escapar en un potente suspiro.
Pasamos por una zona plana salpicada de árboles enormes, acompañados por el rugido sordo del buldócer. Darla trazó un recorrido en forma de S en torno a otros dos arces, y comenzamos a ascender por una larga y suave cresta que se alzaba al otro lado del valle.
La cadena era engañosa. Nos atrajo con la promesa de una pendiente floja, pero se fue empinando a medida que subíamos. Sin embargo, avanzamos con facilidad, aplastando maleza y pequeños árboles con la pala y las orugas. Cerca de la cumbre, la cuesta se volvió completamente vertical, rematada por una línea de rocas partidas y riscos. Sólo medían entre dos y dos metros y medio de altura; era sencillo trepar por ellos a pie, pero imposible con un buldócer.
Darla elevó la pala al máximo e hizo avanzar el vehículo hasta que tocó el risco. Salimos de la cabina y nos subimos a uno de los grandes brazos metálicos que daban soporte a la pala. Darla subió dos pasos por el inclinado puntal y se sujetó al borde. Luego se izó sobre ella y se quedó en equilibrio allí durante un par de segundos, antes de avanzar hasta lo alto del risco.
Comencé a subir tras ella. El brazo parecía resbalar bajo mis botas. Intenté subir andando por él, me tambaleé un poco y me lo pensé mejor. Me senté y me arrastré y contoneé sobre las nalgas. Me sujeté al borde de la pala; estaba pegajosa, cubierta por la sabia de los árboles que habíamos derribado. Me levanté con cuidado y me puse de pie sobre el brazo, aferrado a la pala. Caminar hasta la parte superior de la pala pareció fácil cuando lo hizo Darla, pero pasé un mal rato terrible para llegar a poner siguiera un pie allí arriba. Opté por montarme a horcajadas y deslizarme con lentitud hacia arriba, agarrándome con todas mis fuerzas durante todo el ascenso.
Darla volvió a poner un pie dentro de la pala, a mi lado. Mantenía el otro sobre el risco.
—Dame la mano.
—No sé qué me pasa. Esto debería ser fácil. —Tenía la cara ardiendo a pesar del frío gélido que hacía.
—Hace casi dos semanas que estás sometido a una dieta de inanición, y es probable que sufrieras una conmoción cerebral cuando los guardias te golpearon con las armas.
Darla tiró de mí para levantarme. Intenté controlar el temblor de las rodillas al ponerme de pie en lo alto de la pala. Inspiré profundamente y pasé por encima de la brecha, hundiendo la pierna en la nieve que se acumulaba en lo alto del risco y agarrando la mano de Darla para no caerme.
Ella volvió a cruzar la brecha. Me aparté otro paso del borde del risco y apoyé las manos sobre las rodillas con la intención de descansar y no desplomarme.
Darla esperó a mi lado durante un par de minutos, y luego continuamos ascendiendo por la colina con dificultad. La pendiente ya no era tan pronunciada, pero aun así costaba subirla. La nieve tenía casi un metro de alto. Nos veíamos obligados a levantar mucho los pies y a arrastrarlos a través de la capa superficial. Empezamos yendo el uno junto al otro, pero pronto me rezagué y comencé a caminar por las huellas de Darla. También estaba oscuro, y al no contar con las luces del buldócer, los arbustos y árboles surgían de la noche de modo repentino y se veía obligada a dar frecuentes rodeos.
Pasados unos minutos, las perneras de mis pantalones quedaron empapadas. Los de camuflaje de Darla se habían mojado hasta la cintura; se estaba llevando la peor parte en el proceso porque era la que abría camino. Tenía frío, pero el esfuerzo que se requería para avanzar evitaba que me helara. Supuse que si nos deteníamos en ese momento, sin fuego ni cobijo, los dos sufriríamos una hipotermia al cabo de pocos instantes.
Al llegar a lo alto de la cuesta, el bosque acabó y entramos en un campo. Darla se dobló por la mitad para descansar.
—¿Hacia dónde?
—Hacia alguna parte del nordeste. Más o menos recuerdo cómo llegar. En coche, por lo menos. Tendremos que encontrar una carretera.
—Tenía pensado que nos mantuviéramos lejos de las carreteras hasta alejarnos del campamento.
—Me parece sensato. ¿Cómo conseguiste robar el buldócer, a todo esto? Ha sido… la caña.
Darla apartó la mirada. No podía ver muy bien su mejilla en la oscuridad, pero quizá se sonrojó.
—Lo conseguí y punto, ¿vale?
—Ha sido un alucine. Estaba intentando encontrar una manera de escaparme, ir a buscarte y salir del campamento a escondidas, y entonces… ¡zas! Vas y te cargas la barraca.
—¿Tenemos que hablar de eso?
—No, supongo que no… ¿Qué pasa?
Darla no respondió de inmediato.
—¿Recuerdas cuando el capitán Jameson habló de «entretenimientos nocturnos»…?
—Sí, espero haberle roto la nariz.
—Lo hiciste. Para cuando te llevó a rastras a la caseta, se le estaban poniendo negros los ojos. Lo seguí por dentro de la valla y lo vi todo.
—Fue así como supiste en qué choza estaba.
—Sí. En fin, el caso es que debería haber dicho «destacamento de prostitución»…
—Ya sabía que se refería a eso. Algo en la forma en que lo dijo… Podía oír cómo le chorreaba baba de la voz.
—Pues, lo que sea…, que me presenté voluntaria.
—¿Qué hiciste qué?
—Ya me has oído.
—Pero…
—Pero nada. ¿De qué otra manera iba a meterme en el recinto de los guardias? Chet siempre me vigilaba durante el día, y además pensé que tendríamos más posibilidades de marcharnos por la noche.
—Pero por eso pateé a ese tipo. Porque lo que estaba sugiriendo era repulsivo, ya de entrada. Porque quería protegerte.
—Si es así, lo hiciste fatal. Me estaba haciendo proposiciones a mí, no a ti, y yo no intenté tumbarlo de un golpe. ¿En qué estabas pensando? Si hubieras conservado la calma, no habría tenido que ofrecerme como prostituta, ni habría tenido que robar el buldócer para sacar tu culo de esa caseta. —Darla me golpeaba el pecho con un dedo, con fuerza.
—Yo me habría…
—¡Ni siquiera tienes idea de lo mal que pintaba tu situación! Se lo sonsaqué a Chet. Puede que llamen «barracas de castigo» a esas perreras, pero no son para castigar. Nadie sale vivo de ellas, Alex. Arrojan dentro a los alborotadores y los dejan morir, de modo que no queda ninguna prueba física que contradiga los informes que le presentan a la FEMA. «Muerto por exposición» no requiere investigación ninguna. Para ellos es más seguro que meterte una bala en esa tonta cabeza que tienes. Aunque un balazo en la cabeza tal vez no te mataría porque le erraría a todos los órganos que usas para pensar.
Darla se giró con brusquedad y siguió la línea de los árboles de la derecha.
Durante unos quince minutos luché para seguir el ritmo furioso que marcaba. Luego me detuve y la llamé.
—Darla —dije, entre resuellos—. Lo siento.
—No sé si basta con ese «lo siento». —Volvió atrás, pateando a través de la nieve—. Resulta que sólo me ofrecí para prostituirme, no tuve que llegar a hacerlo. Pero ¿y si hubiera tenido que hacerlo? ¿Y si hubiera tenido que follarme a todos los guardias hijos de perra de ese campamento dejado de la mano de Dios?
—Yo no…
—¿Eso me habría hecho menos mujer, en tu opinión? ¿Menos persona? ¿Sólo una de esas chicas, las fáciles, ésas sobre las que chismorrean los grupitos del colegio secundario y a las que llaman putillas? ¿Ésa es la clase de chico que eres, Alex? ¿Ésa es la clase de hombre que quieres ser?
—No, me… —No sabía qué decir. Me enfadé cuando ella empezó a despotricar, pero luego admití que tenía razón. Había reaccionado de modo impulsivo al patear al capitán Jameson. Eso nos había complicado la situación a ambos. Surgió un pensamiento que casi pareció golpearme, como la onda sonora de la erupción de ocho semana antes: me di cuenta con exactitud de hasta qué punto había estado Darla dispuesta a sacrificarse por mí. Luché para contener las lágrimas. Sólo podía decir una cosa.
—Te quiero, Darla.
Abrí los brazos. Se me acercó dando traspiés.
—Dios —susurró—, estaba muy asustada, Alex. Estaba tan asustada… —Rompió a llorar y yo perdí la lucha que libraba para contener mis propias lágrimas. Nos quedamos de pie en la gélida nieve, y nos abrazamos durante un rato.