Así transcurrieron otros cuatro días. No hubo noticias del trigo. Los de anorak amarillo no sabían nada al respecto. Cuando solicité ver al director Evans, me respondieron que estaba ocupado. Era obvio que los bautistas se quedaban sin comida; la cola se deshacía cada vez con mayor rapidez. Darla continuaba obligándome a comer su ración de arroz. Sin embargo, a pesar de esta comida de más, cada vez me resultaba más difícil mantenerme despierto y marchar en círculos alrededor de la tienda durante la guardia de noche.
Darla, por su parte, estaba cada vez más cargada de energía y alegre. Dos comidas decentes al día estaban obrando maravillas. Seguía ocupándome del primer turno de guardia, como siempre, pero en dos ocasiones se despertó y me relevó antes de que completara mis 360 vueltas.
Darla adquirió el hábito de dormir con su muda de ropa «limpia», y cambiársela por la grasienta justo antes de irse a trabajar. De ese modo sólo se iba ensuciando una. Aunque, para ser franco, la grasa probablemente estaba más limpia que la suciedad que nos cubría de la cabeza a los pies. En el campamento no había dónde lavar la ropa, ni dónde bañarse o ducharse. Todos estábamos mugrientos. El cabello me picaba horrores. Esperaba no tener piojos, pero no me atrevía a pedirle a Darla que lo comprobara.
Observaba el depósito de vehículos mientras Darla trabaja. Normalmente no podía ver nada. Llevaban a cabo la mayor parte del trabajo en la enorme tienda que usaban como garaje, cosa que tenía sentido porque los protegía del viento. A veces veía a Chet moviendo un buldócer o remolcando una camioneta al interior. Una vez vi a Darla conduciendo un buldócer; Chet estaba apretujado en el asiento, a su lado. No oía lo que decían, pero ella reía de algo. La pala de la parte frontal de la máquina subía y bajaba. Daba la impresión de que Chet le estaba enseñando a conducirla. Debería estarle agradecido por darle un trabajo a Darla y garantizar que comiera lo suficiente, pero en ese momento nada me apetecía más que dejarlo tonto de un puñetazo.
Dado que no conseguía ninguna respuesta de los bautistas referente al trigo, me puse a incordiar a los guardias. Cada vez que veía a uno que empezaba su turno en la puerta, le preguntaba por el asunto. Ninguno de ellos sabía de qué estaba hablando.
Al final pensé en preguntárselo a Chet. Recogía a Darla cada mañana en la puerta, y la llevaba de vuelta por la noche, puesto que no le permitían salir del recinto del refugio sin escolta. Él tampoco había oído hablar de la gabarra de trigo, pero al menos me escuchó. Le conté toda la historia: la reunión que habíamos tenido con el director Evans y el coronel Levitov, durante la cual les habíamos hablado del tesoro en cereal que flotaba sobre el Misisipi, y el hecho de que ya no habíamos recibido noticia alguna desde entonces.
—No he oído nada sobre el tema —dijo Chet—. Pero si no tenéis nada más que hacer, podéis esperar aquí mientras voy a ver qué puedo averiguar.
—Claro —dije. Era obvio que no teníamos nada más que hacer. No te digo…
Esperamos unos veinte minutos. Luego Chet salió de una de las tiendas de administración, seguido por el capitán Jameson, el hombre al que habíamos conocido el primer día, el que había ordenado que mataran a
Roger
. Esperaba que no nos reconociera. Quizá lo hizo, porque al atravesar la puerta hasta donde estábamos nosotros, sus labios se afinaron y endurecieron, en una mueca cruel.
—El de mantenimiento me ha dicho que vosotros dos sabéis algo sobre una gabarra de trigo. ¿Cómo os habéis enterado de eso?
—Nosotros la encontramos —respondí—. Fuimos quienes se lo dijeron al capitán Levitov.
—¿Ah, sí? En ese caso, supongo que estamos en deuda con vosotros. Pero ahora es información confidencial. No habléis más del asunto.
—¿Confidencial? ¿Qué? ¿Por qué…?
—No se lo diremos a nadie —dijo Darla—. Tengo un buen trabajo ayudando a Chet. Puede confiar en nosotros.
—Bien. —El capitán Jameson se dio la vuelta y se fue.
—Pero ¿dónde está la comida? ¿Por qué estamos comiendo arroz cuando tenemos todo ese trigo aquí cerca? —pregunté.
—El trigo no es nuestro. El coronel pasó la información a Washington. Resulta que es de Cargill.
—¿Cargill?
—Un gran distribuidor de cereal —replicó Darla.
—Sí —asintió el capitán Jameson—. Black Lake ha obtenido un buen contrato para custodiarlo hasta que puedan recogerlo. Ha habido gratificaciones para todos, tengo entendido.
—¡La gente se está muriendo de hambre! —Gesticulé con los puños cerrados, cosa que era mejor que lo que de verdad quería hacer con ellos.
—La gente se muere de hambre por todas partes. Ha habido altercados por la comida en cincuenta y seis países.
—¿Países? —pregunté—. ¿Qué ha pasado, han hecho erupción otros volcanes?
El capitán Jameson me dedicó una sonrisa condescendiente.
—No, los Estados Unidos producían el veinte por ciento de todo el cereal del mundo. Y ya antes de la erupción quedaban reservas para menos de dos meses. Se han acabado todas. Todo el planeta está pasando hambre, salvo la gente que tiene las armas. Tenemos más contratos de seguridad de los que podemos aceptar, pero me imagino que tú no sabes nada de eso, ¿verdad?
—Lo único que sé es que la gente se está muriendo de hambre aquí mismo, ahora mismo, y que cerca tenemos alimento abundante.
—¿Qué, crees que deberíamos robar esa comida? Es propiedad privada, hijo. Además, me despedirían. Tal vez estemos en deuda con vosotros por darnos el dato. Me ocuparé de que Chet os traiga una chocolatina o algo.
No supe qué decir. Me quedé ahí, de pie, mirándolo con absoluta incredulidad.
Él desvió la mirada hacia Darla.
—Mira, si estáis tan desesperados, tu chica podría conseguir comida extra entreteniendo a los soldados por las noches. Lo están haciendo muchas, algunas no tan guapas como ella.
Algo de la manera en que dijo «tu chica» (como si yo fuera su chulo, no su novio), atizó mi furia hasta el punto de ebullición. Solté un chillido como el silbato de una tetera al hervir, y ataqué con una patada que le dio de lleno en la nariz. Su cabeza salió disparada hacia atrás y le manó un chorro de sangre de la nariz. Cayó de espaldas en la nieve. Avancé con la intención de golpearlo un poco más, pero los guardias de la puerta se me echaron encima por ambos lados. Bloqueé al de la izquierda, pero el de la derecha me golpeó la sien con la culata del arma. Caí. Volvió a levantar el arma.
—¡Basta! No… —gritó Darla.
La culata descendió y se oscureció el mundo.
DESPERTÉ con la madrastra malvada de todos los dolores de cabeza. Durante un rato me quedé tumbado, enroscado como una bola dura. Cuando por fin intenté sentarme, me golpeé la cabeza contra algo y eso me provocó una nueva ola de dolor y náusea. Me quedé acostado y quieto, intentando no vomitar.
Cuando las náuseas cedieron ligeramente, abrí los ojos. Me encontraba en una habitación que era apenas lo bastante grande como para que cupiera mi cuerpo encogido; deduje que era una de las casetas tipo perrera que había justo fuera del recinto del campamento: una barraca de castigo. Por entre las tablas que formaban las paredes, se filtraban finas líneas horizontales de luz gris. Se pusieron a danzar cuando las observé, uniéndose y desdoblándose, girando en un lento minueto repetitivo que me indicó que, literalmente, veía doble.
Volví a cerrar los ojos y esperé. El tiempo no pasa del mismo modo cuando sufres un dolor de cabeza tan severo como aquél. Estando allí tumbado, tuve la sensación de que siempre había estado dentro de aquella choza y de que siempre lo estaría. No había nada más que el dolor. Podría haber pasado media hora o toda la noche, no sabía decir.
Al fin se me pasaron el mareo y la visión doble, y el dolor de cabeza disminuyó hasta ser la fastidiosa hermanita de todos los dolores de cabeza. Me picaba la cara. Al rascármela hice caer una lluvia de escamas de sangre seca. Mi mochila había desaparecido. La bolsa en sí me importaba poco, pero tenía frío, y me habría gustado contar con la manta y el plástico de pintor.
La barraca de castigo estaba hecha de tablas vastas como las que se usan para los palés. Cuatro postes en las esquinas conformaban su estructura. El suelo era de ceniza, cosa que estaba bien; no sería la primera vez que dormía sobre un lecho así. Habían abierto una trampilla en una de las paredes; tenía un poco de juego, como si el candado no la mantuviera bien cerrada. Tal vez podría romper una de las tablas, forzar la puerta, o cavar un hoyo a través del suelo de ceniza. Pero en aquel preciso momento no tenía la energía necesaria para nada de eso. Opté por dormir.
Desperté con un tortícolis horrible, y con dolor en la zona lumbar. Antes de que recordara dónde estaba, intenté desperezarme y me golpeé los nudillos de una mano contra uno de los postes esquineros.
En ese momento se apreciaba luz diurna en el exterior. Evidentemente, el interior de la choza estaba a oscuras, pero entre las tablas se filtraban los rayos suficientes como para que pudiera ver un poco. Oí ruidos procedentes del campamento, el murmullo apagado de cincuenta mil personas hablando. Contorsionándome, logré darme la vuelta y quedar apoyado con el otro costado en el suelo de ceniza. Vi que tenía sangre seca en una bota; del capitán Jameson, supuse sonriendo.
No quería intentar escaparme durante el día, así que aguardé. Al principio abrigué la esperanza de que un guardia me llevara agua, o mi ración de arroz, o me dijera cuánto tiempo tenían planeado dejarme allí. Pero pasaban las horas y no venía nadie. Cada vez tenía más y más sed, aunque no pensé que estuviera deshidratado, ya que me vinieron ganas de orinar.
Al final me di cuenta de que nadie vendría a darme nada de beber o comer. Quizá me dejarían encerrado allí unos cuantos días. Pensé en la situación durante un rato y encontré una solución para mis dos problemas más inmediatos.
Para solventar la cuestión de la sed, cavé en la ceniza. La choza había sido construida después de la lluvia, así que pude excavar un pequeño túnel por debajo de las tablas que formaban las paredes laterales. Cuando logré sacar la mano fuera, escarbé hacia arriba para atravesar la capa gris y pude coger puñados de nieve. No estaba muy limpia después de sacarla a través del túnel de ceniza, pero me la comí de todos modos.
El otro problema era mear. Mis captores no habían dispuesto absolutamente nada para la higiene. Hice otro agujero en un rincón de la choza. Oriné dentro con todo el cuidado posible (cosa que no resultaba fácil porque tuve que hacerlo tumbado de lado), y lo cubrí con ceniza.
Luego no tuve nada que hacer salvo esperar. Prestaba atención a los sonidos del campamento con la esperanza de oír a Darla. Pero o bien no intentó gritar para comunicarse conmigo, o bien yo estaba demasiado lejos como para oírla. La conmoción y el estómago vacío me habían arrebatado algo de dentro; apenas unas horas más tarde ya me encontraba bostezando y soñoliento. No tenía sentido luchar contra ello (las pesadillas que plagaban mis sueños serían mejores que aquella en la que se había convertido mi vida), así que me abandoné otra vez al sueño.
ME desperté con un estruendo y el rechinar de los clavos que arrancaban de la madera. Por un momento retrocedí en el tiempo y pensé que estaba en mi dormitorio de Cedar Falls, volando a través de la habitación mientras la casa se derrumbaba. Me enrosqué todavía más y me puse las manos sobre la nuca.
Oí gruñir un motor diésel muy cerca de donde estaba. De repente, la caseta empezó a levantarse por encima de mí. El cimiento de hormigón de dos de los postes ascendió con ellos: dos pequeñas masas como rocas que quedaron suspendidas sobre mi cabeza. Me alejé gateando desesperado, arañando la nieve para escapar a la muerte que pendía sobre mí. Entonces, toda la choza se fue hacia atrás y cayó de costado sobre la nieve que tenía detrás, con un golpe asombrosamente suave.
Había una pala de buldócer flotando encima de donde me encontraba.
—¡Levántate! —oí que gritaba Darla—. ¡Venga!
Rodé para salir de debajo de la pala, y me puse de pie. Estaba sentada dentro de la cabina del vehículo. Trepé a la oruga, y desde allí entré en el buldócer. Darla llevaba una ropa diferente: traje de camuflaje y botas de combate, como los guardias. Tenía las mangas de la camisa enrolladas a la altura de las muñecas, y las botas le quedaban como zapatos de payaso.
Había un solo asiento, así que me instalé sobre el apoyabrazos, a su lado. Al situarme accioné una palanca, y el vehículo salió disparado hacia delante y aplastó la choza con las orugas.
—¡No toques el estrangulador! —gritó Darla.
Sujetó la palanca y la desplazó con brusquedad hacia un lado, haciendo que el aparato girara suavemente. Lo enderezó y lo encaminó directo al campamento.
—Eh… ¿Adónde vamos? —grité con voz ronca.
—Tengo un plan.
Íbamos hacia la valla que rodeaba el recinto del refugio. Darla se empotró en uno de los postes, que se partió con un grave ¡bam! metálico.
Hizo girar el buldócer para avanzar justo por encima de la línea de la valla. Aceleró al máximo, de modo que a cada segundo, más o menos, nos llevábamos un poste por delante. ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam! La malla y el alambre de espino desaparecían metódicamente debajo de nuestras orugas, como si la máquina se los estuviera comiendo. Al cabo de pocos segundos ya habíamos dejado atrás las barracas de castigo.
No corríamos a mucha velocidad, pero aun así sentía la brisa en la cara; me incliné hacia ella para saborear la libertad. Estaba cansado, dolorido y hambriento pero, a pesar de mis males, me puse a reír.
Estaba demasiado oscuro como para ver mucho más allá de los focos del buldócer. Se encendieron unas cuantas luces que enfocaron en dirección al depósito de vehículos. Oí gritos por encima del rugido del motor diésel. El jaleo iba despertando a los refugiados. Algunos grupos cruzaron corriendo la valla derribada, por detrás de nosotros. Al cabo de poco, la salida de gente aumentó hasta ser un torrente; cientos huían siguiéndonos para escapar del campamento. Entonces comprendí por fin el plan de Darla: esa marabunta estorbaría a cualquiera que intentara perseguirnos.
—¿No puede ir más rápido? —Si yo no hubiera estado tan débil, habría podido correr más rápido que el buldócer sin ningún problema.
—No mucho, y sólo marcha atrás.
—Mal.