Eso me pareció malvado, pero Darla sonreía mientras lo decía, así que se lo perdoné.
—Tienes razón, es posible que no lográramos encontrarlos. Y es probable que el tiempo empeore. Lo más prudente es esperar aquí.
—Quedarse sin hacer nada es difícil, aun cuando es lo correcto.
—No es sólo eso. Durante el viaje, fui libre. En Cedar Falls, o aquí, sólo soy el hijo de alguien. Entre medio, fui Alex. Decidía dónde dormía y cuándo, con quién hablaba y a quién evitaba. La ceniza y los asesinos psicóticos no fueron cosa de risa, claro, pero sólo llevo aquí un día y ya echo de menos la sensación de libertad, de ser dueño de mí mismo.
—Tu tío se dará cuenta de que no eres un niño. Dale un poco de tiempo para que deje de recordar al antiguo Alex y empiece a ver quién eres ahora.
—Espero que tengas razón. Y gracias.
Le rodeé la cintura con un brazo y la besé. Nos quedamos en el pasillo, besándonos sin parar, hasta que la voz de tía Caroline bajó flotando por la escalera para decirme que mi cama ya estaba preparada. Darla me dio las buenas noches, y yo subí dando pisotones hasta la habitación de Max.
EL colchón hinchable era cómodo, pero aun así dormí mal. Desperté en algún momento de las primeras horas de la mañana, con un torbellino de imágenes de personas en mi mente: Darla, Blanco, la señora Nance, el coronel Levitov, Darren y Joe, mi madre…
Di vueltas en la cama durante un rato antes de renunciar a seguir durmiendo. La ropa que llevé durante la cena del día anterior estaba al lado del colchón; me la puse con sigilo para no despertar a Max. Bajé la escalera en calcetines, con la intención de beber un vaso de agua.
Darla estaba en el salón, echando un leño al fuego.
—¿Quieres un vaso de agua? —le pregunté.
—Sí. ¿No podías dormir?
—No.
—Yo tampoco.
Traje de la cocina un vaso de agua para compartirlo. Cuando nos lo acabamos, me dejé caer en la esquina del sofá, donde el respaldo se une al apoyabrazos. Darla se recostó encima de mí y la rodeé con un brazo. Habíamos estado sentados cómodamente juntos durante apenas unos minutos cuando sentí que su respiración se hacía más lenta y su cuerpo se relajaba en mis brazos. Poco después me quedé dormido yo.
Me desperté por las sacudidas de Darla.
—He oído pasos arriba. Será mejor que vuelvas a la habitación de Max.
Me levanté y me desperecé.
—Vale. Te quiero.
—Yo también te quiero. —Me besó. Mantuve los labios bien apretados: seguro que tenía un horrendo aliento matinal. No pareció darse cuenta, o tal vez no le importaba.
Subí hasta la habitación de mi primo con todo el sigilo posible. Él seguía dormido. Me puse las botas y volví a salir de la habitación, esta vez haciendo ruido al andar.
El desayuno consistió en tortitas de maíz y col frita en grasa de pato. Cuando Darla llegó por fin a la cocina, hizo muchos aspavientos frotándose los ojos, como si aún no se hubiera despertado del todo, y diciendo «buenos días, Alex», como si no acabáramos de vernos. Tuve que reprimir la risa.
Después de desayunar, tía Caroline sacó dos morteros toscos que tenía en la despensa. Eran básicamente unas piedras ligeramente cóncavas, con otras piedras redondas que hacían las veces de mano de mortero.
—¿Quién va a moler maíz esta mañana?
—Supongo que yo —dijo Rebecca.
—¿Por qué lo moléis así? —preguntó Darla.
Todos la miraron un poco raro, así que intervine.
—Darla montó un molino accionado mediante una bicicleta, en su finca. Funcionaba de fábula.
—He estado pensando en probar algo parecido —dijo Paul—. Pero no ha habido tiempo.
—En realidad, no funcionaba tan bien —dijo Darla—. Hice las muelas con hormigón, así que dejaban mucho polvo y arena en la harina.
—Pero apuesto a que te ahorraba mucho tiempo —dijo Rebecca, melancólica.
—Creo que podría montar uno mejor. Me gustaría probar a hacer las muelas con granito, que no dejaría arenilla. Necesitaría unos trozos de granito de buen tamaño.
—Sé dónde puedes conseguirlos —dijo Max—. La mayoría de las lápidas del cementerio son de granito.
—¡Max! —exclamó tía Caroline—. Eso es una terrible falta de respeto.
—Es una buena idea —dijo tío Paul—. No creo que a los muertos les importe. A mí no me importaría si fuera mi lápida. —Tía Caroline lo fulminó con la mirada, y él añadió—: Podemos usarlas para moler y reponerlas cuando mejoren las cosas.
—Tallar lápidas sería mucho más fácil que tallar rocas de río —agregó Darla—. Lo único que tendría que hacer sería tallar los canales para la harina en la superficie, tal vez hacerla más áspera, y darle forma redonda. Ah, y también tendré que taladrar un agujero de alimentación en la muela que gira.
—Es una falta de respeto —repitió tía Caroline—. ¿Qué pensarían los vecinos si nos vieran robando lápidas?
—A lo mejor nos perdonarían a cambio de poder moler su maíz —dijo tío Paul—. Si podemos montar un molino, tal vez podamos cobrar por su uso. ¿Un diez o un veinte por ciento del maíz que traigan para moler? ¿Qué más necesitarías para montarlo?
—Herramientas para trabajar la piedra —contestó Darla—. Cinceles forjados en frío y ese tipo de cosas. Un par de bicicletas. Piezas de un camión o un coche viejos. Sería bueno tener un equipo para soldar, pero probablemente podré arreglármelas sin él.
—Nuestro vecino más cercano, Hill Jacobs, tenía un segundo empleo como cantero. Le preguntaré si nos prestaría las herramientas. Un equipo de soldadura será más difícil de conseguir; intenta apañarte sin él. En cuanto a las piezas, hay cuatro bicicletas en el garaje, usa lo que necesites. Las de coche pueden salir del monovolumen…
—¿El monovolumen? —protestó tía Caroline—. Está casi acabado de comprar.
—No es que tengamos mucho combustible. Y si lo conseguimos, lo más probable es que lo necesitemos para el camión.
—Pero los niños no pueden ir todos juntos en el camión.
—No creo que vayamos a llevarlos a ninguna parte en un futuro próximo, cielo.
Tía Caroline no parecía contenta, pero dejó de poner objeciones.
—Vale, Max —dijo tío Paul—. Enséñales a Alex y Darla cómo se hacen las tareas de la mañana. Cuando hayáis acabado, bajad al arroyo con el trineo y un par de patas de cabra. Si podéis encontrar en el lecho del arroyo alguna roca que pueda servir, fantástico. De lo contrario, llévalos al cementerio y tomad prestadas dos lápidas. Si hay alguien cerca, volved a buscarme antes de cogerlas.
—Vale, papá.
—Yo también quiero ir —dijo Rebecca.
—Acaba con tus tareas matutinas, y entonces podrás ayudarme a construir el tercer invernadero —le dijo tío Paul. Luego miró a Darla—. Trabaja en el molino por las mañanas. Reservemos las tardes para otros proyectos. El día no tiene horas suficientes para hacer todo lo que tiene que hacerse.
Darla asintió con la cabeza.
—Ah, y mientras estéis en el arroyo, piensa qué haría falta para construir una versión a gran escala. Tal vez podríamos embalsar el arroyo y hacerlo funcionar con energía hidráulica.
—¿Habrá la demanda suficiente como para justificar tanto trabajo? —preguntó Darla—. Antes o después, el maíz que está enterrado se estropeará. Podrían pasar años antes de que podamos plantar más. ¿Todavía necesitaremos un molino grande para entonces?
—No lo sé. Piensa en ello, de todos modos.
Las rocas del arroyo no servían. O eran demasiado pequeñas, o tenían la forma inadecuada, o estaban atascadas de tal manera que ni siquiera haciendo fuerza los tres con las patas de cabra podíamos sacarlas.
El cementerio estaba desierto. Encontrar dos lápidas apropiadas y dejarlas caer encima del trineo fue tan fácil que los esfuerzos inútiles que habíamos hecho en el lecho del arroyo resultaban ridículos. Darla armó un par de cruces de madera. Talló las iniciales de los muertos en cada cruz y las clavó en la tierra, en el sitio del que habíamos retirado las placas de granito.
Arrastrar el trineo cargado de vuelta a la finca no fue tan sencillo. Tuvimos que tirar los tres de la cuerda para moverlo. Aquellas lápidas pesaban mogollón.
Para cuando llegamos, ya era mediodía. Después de comer, tío Paul nos envió a mí y a Max de vuelta al arroyo con el trineo, esta vez a cortar leña. Necesitaban muchísima. La única fuente de calor era la chimenea de la sala de estar, lo cual significaba que la mayor parte de la casa parecía una nevera. Además, lo cocinaban todo en un fuego de leña que encendían en el exterior, ante la puerta de la cocina.
Tío Paul reclutó a Darla para que lo ayudara a construir el nuevo invernadero por la tarde. Para la estructura usaban listones y ramas de árbol. Cuando acabaran la estructura la cubrirían con plástico y prepararían el interior para plantar. Sólo les quedaba suficiente plástico para un invernadero más, aunque tío Paul dijo que iba a intentar conseguir más mediante trueque.
Todo parecía un poco fútil. Había cientos de acres de campos alrededor de la casa. En todos se había sembrado maíz y soja antes de la erupción volcánica. Por mucho plástico que consiguiéramos, la mayoría de esos campos quedarían en barbecho. Muchísima gente pasaría hambre. Esperaba que no acabáramos siendo parte de las víctimas.
LAS semanas siguientes pasaron más o menos del mismo modo. La primera semana fue bastante dura; me encontraba débil a causa de la dieta de inanición a la que me había visto sometido en el campamento de la FEMA. Pero una vez que recuperé las fuerzas trabajé con más ahínco que nunca.
Pasaba la mayor parte del tiempo desenterrando maíz, cortando leña o transportando agua. Algunas mañanas ayudaba a Darla a montar el molino para grano, pero normalmente se dedicaba a tallar las muelas y no necesitaba mi ayuda. Estropeó una de las piedras porque se le partió cuando intentaba taladrarle un agujero, y tuvimos que hacer otra incursión al cementerio para conseguir una nueva.
Desenterrar maíz era cada vez más difícil. Nevó otras dos veces, así que el suelo estaba cubierto por una capa de más de un metro y medio. La capa de ceniza de allí era de pocos centímetros, pero atravesar toda esa nieve hasta llegar a la ceniza y el maíz que había debajo suponía mucho trabajo.
A veces ayudaba a mi tío con los invernaderos. Aprendí que uno de los trucos para que funcione un invernadero de invierno era construir un disipador de calor: una serie de piedras negras colocadas en batería destinada a absorber los rayos del sol durante el día y radiar durante la noche el calor acumulado. No pensé que fuera a funcionar porque el sol estaba oculto, velado por la ceniza y el azufre de las capas altas de la atmósfera. Pero mi tío pensaba que hasta la tierra llegaban los rayos ultravioleta suficientes como para que mereciera la pena montar el disipador.
Mi tío siempre estaba faenando en los invernaderos: cambiando piedras de sitio, regando las plantas y arrancando hierbajos. Estaba probando con un bancal de nabos y otro de patatas. Había trocado las semillas de nabo y los ojos de patata por huevos de pato y carne de cabra. Hasta el momento no había crecido nada más que las coles.
Rebecca, Max y Anna se ocupaban de las cabras y los patos. Cuando ya llevábamos allí unos días, los críos nos enseñaron a Darla y a mí cómo hacerlo para que pudiéramos turnarnos con ellos. A los patos les dábamos maíz y un poco de col. Las cabras comían principalmente heno, aunque el henil ya estaba casi vacío. También les dábamos a las cabras todo lo que las personas no queríamos comer: tallos de maíz, malas hierbas, plantas que se marchitaban en los invernaderos, pinaza, incluso ramitas verdes; se lo comían todo. Sin embargo, perdían peso de manera constante y daban menos leche.
Mi tío Paul decidió matar un pato y un cabrito. Se ofreció a enseñarnos a Darla y a mí cómo se descuartizaban, y pareció sorprendido cuando aceptamos. Nos explicó con paciencia cada paso, pero salvo por el proceso de desplumar el pato, no parecía muy diferente de lo que Darla había hecho con los conejos. Y era mucho más fácil que descuartizar un cerdo. Tío Paul pareció asombrado al ver lo rápido que lo pillábamos.
Me sorprendí de que Max y Anna no protestaran cuando mi tío decidió sacrificar a dos de sus animales. Era evidente que los críos habían invertido muchísimo esfuerzo en cuidarlos, así que supuse que perder un pato y un cabrito sería mucho para ellos. Incluso Rebecca parecía tenerles cariño a los patos. Interrogué a mi tío al respecto cuando estábamos descuartizando el cabrito. Al principio, él no respondió.
—Creo que ya superamos eso con los perros —dijo, al fin.
—¿Los perros?
—¿Te acuerdas de ellos? ¿Denver y Gipsy?
—Sí.
—Se nos acabó la comida para perros. Podríamos haberles dado carne, pero no lo hicimos… No tenemos la suficiente. Estaban pasando hambre, sufrían. Tuve que… Pensé que era más humano matarlos que dejarlos morir de hambre. A los chicos los afectó mucho. Nos afectó mucho a todos.
—¿Os los comisteis? —preguntó Darla. La miré, pensando que tal vez estaba haciendo algún chiste morboso, pero hablaba en serio.
—No. Deberíamos haberlo hecho. Debería haberles mentido a los chicos, decirles que era carne de cabra, pero no fui capaz. Están enterrados en el linde del patio. Puedes pedirles a los chicos que te enseñen la tumba, si quieres. Yo evito ese lugar… Fue horrible. No quise malgastar una bala de escopeta… Lo hice con un cuchillo. No quiero pensar en ello.
—Lo lamento —dije. Las comisuras de su boca y los rabillos de sus ojos descendieron. Lamentarlo no parecía suficiente. Posé una mano sobre uno de sus brazos y apreté.
Tío Paul parpadeó y se volvió hacia el cadáver del animal que colgaba ante él.
DARLA tardó dos semanas en acabar el molino para grano. Nos proporcionó mucho tiempo libre a todos porque molía mucho más rápido que los morteros. Dado que se necesitaban dos personas para hacerlo funcionar (una para echarle el grano dentro y otra para pedalear en la bicicleta), me nombraron a mí para ayudarla. No me importó en absoluto; significaba que podríamos pasar más tiempo juntos.
En una sola tarde molimos todas las reservas de maíz de la casa. Al día siguiente, Hill Jacobs, el tipo que le había prestado a mi tío las herramientas para trabajar piedra, nos llevó seis sacos. Se lo molimos todo como pago del favor.
El otro momento en que Darla y yo nos veíamos era en medio de la noche. La mayoría de las noches, igual que en la primera, me despertaba, me escabullía hasta la sala de la planta baja, y encontraba allí a Darla, durmiendo en el sofá. Dormíamos acurrucados juntos durante la madrugada. Darla tenía el sueño ligero, así que me despertaba cuando alguien más de la casa empezaba a moverse, y regresábamos a nuestras respectivas habitaciones.