Antes de la erupción del volcán habría pensado que un encuentro furtivo con mi novia en mitad de la noche sería emocionante. Pero en la mayoría de las ocasiones no lo era. Bueno, en algunas lo era, y sí, estaba muy bien, pero por lo general hablábamos durante unos minutos, acurrucados, y volvíamos a dormirnos. Para empezar, los dos estábamos cansados; trabajábamos como locos durante el día, el trabajo físico y penoso nos dejaba agotados.
En segundo lugar, lo mejor de ver a Darla cada noche no eran las caricias; eran los pocos minutos que charlábamos mientras nos abrazábamos, la sensación de seguridad que tenía cuando estaba con ella, de ser comprendido y querido. Antes de la erupción, no habría creído que pudiera apretujarme cada noche con la chica que protagonizaba mis sueños sin estar nada preocupado por el sexo. Pero el viaje a través de Iowa había cambiado algo. Quería, necesitaba tantísimo verla que me despertaba por la noche. Los besos y caricias eran algo incidental y bonito cuando sucedía, pero secundario con respecto al simple placer de dormir a su lado.
Hacía poco más de un mes que habíamos llegado a Warren cuando tío Paul descubrió lo que estaba pasando. Una mañana desperté en el sofá, no porque me sacudiera Darla, sino porque mi tío se aclaró la garganta. Estaba tumbado de espaldas, con Darla a medias sobre mí, también de espaldas. Tenía el brazo derecho pasado por encima de su hombro, y con la mano le rodeaba el pecho izquierdo a través de la camisa. Aparté la mano con rapidez y la desperté.
—¿Cuánto hace que dura esto? —preguntó tío Paul.
El corazón me latía con fuerza y sentí la cara ardiendo, pero respondí con toda la calma que pude.
—Desde que salimos de Worthington. —Miré a mi tío a los ojos.
—Hmm. Preparaos para desayunar.
Darla se levantó y se escabulló hacia la habitación de invitados. Yo subí a paso lento a buscar mis botas.
Durante todo el día esperé que cayera el martillazo. Sentía que pendía sobre mi cabeza, colgado de un hilo como la espada de Damocles. Pero no me dijo nada salvo para darme instrucciones de dónde apilar la leña que Max y yo habíamos cortado. Su silencio sobre el tema persistió hasta después de cenar.
—Hoy he hablado con todos los implicados —anunció—. Vamos a hacer algunos cambios en el reparto de las habitaciones. Rebecca se mudará arriba, a la habitación de Anna, Y Alex se mudará a la habitación de invitados.
—Papá ha descubierto que a pesar de todo no has estado durmiendo mucho en mi habitación, ¿eh? —me susurró Max.
—Sí, ¿tú lo sabías? —le susurré de vuelta.
Max sonrió.
—Gracias por no decir nada.
—Claro que no, primo.
—Alex —dijo tío Paul—, quiero hablar contigo. —Me quedé en la cocina mientras todos los demás se marchaban al salón, que estaba más calentito—. Eh…
—Gracias por cambiar el reparto de habitaciones —dije.
—Sí. Bueno, a veces incluso yo puedo ver lo obvio. Caroline y yo no estamos del todo convencidos de que sea lo correcto. ¿Qué pasará si tú o Darla cambiáis de parecer?
—No creo que eso vaya a suceder, pero de ser así te lo diré, y podrás volver a cambiarnos de habitación.
—Vale. Mira, hay un médico en Warren, pero al no tener electricidad ni suministros, casi puede decirse que practica la medicina del siglo XVIII. Si Darla quedara embarazada…
Ay, Dios. Otra vez eso, no. Me ardía la cara.
—No estamos haciendo… Bueno, nos gustaría. Ya hablamos de esto incluso antes de salir de Iowa. Pero queremos traer un bebé a este infierno tanto como tú. Lo que quiero decir es que tal vez un día nos casemos y quizá tengamos hijos, pero… —Dejé de hablar, silenciado por el asombro al ver la cara de mi tío. Se estaba ruborizando.
—Ésa es, eh…, una actitud responsable. Sé cómo me habría sentido al respecto cuando tenía tu edad. No estoy seguro de si hubiese tomado la misma decisión, la correcta. Toma. —Me puso algo en una mano. Bajé la mirada: dos cuadrados envueltos en papel metálico. Preservativos.
—No te sientas obligado a usarlos —dijo—. La abstinencia está perfectamente bien, y de hecho es preferible, siendo tan jóvenes como sois. Pero si llegarais a…, ya sabes, quiero que tengas…
—Gracias.
—Sólo puedo prescindir de dos.
—Vale.
—Y si decidís no usarlos, devuélvemelos.
—Vale. —No tenía intención de mostrarme seco. Simplemente no tenía ni la más remota idea de qué decir. Al parecer, él tampoco sabía qué decir, porque me dio una palmada en un hombro y salió de la cocina.
Encontré a Darla en la habitación de invitados, donde ayudaba a Rebecca a trasladar sus cosas.
—¿Por qué estás ruborizado? —me preguntó Darla.
—Bueno, yo, eh… —miré a mi hermana.
—¿Te importaría dejarnos un minuto? —preguntó Darla.
—Sin problema. —Rebeca se marchó sin la más mínima protesta. Tío, cómo había cambiado.
Saqué los preservativos del bolsillo y abrí la mano para enseñárselos a Darla.
—¿Has conseguido…? ¡Ostras, ésta no la vi venir! —dijo ella.
—No, yo tampoco.
—¿Te los ha dado tu tío?
—Sí.
—¿Sólo dos?
—Dijo que eran los únicos de los que podía prescindir.
—¿Crees que pueden reutilizarse?
—¡Qué asco! —dije. Darla me miró confundida. Lo pensé por un momento y añadí—: Lo preguntaré.
Darla sonrió. Fue hasta la puerta de la habitación de invitados, giró el pomo de modo que quedara echado el cerrojo, y luego me llevó de la mano hasta la cama.
El caso es que pensaba que me sentiría diferente después de que el invisible letrero de neón en mi frente que proclamaba «virgen» se apagara. Había estado años obsesionado con el asunto, así que daba la impresión de que debería haber cambiado algo. Y tal vez habría sido así de haber estado aún en el instituto de Cedar Falls, rodeado por los chismorreos y el fanfarroneo de los chicos adolescentes.
Pero en la familia de mi tío nadie se dio cuenta, o al menos nadie dijo nada. Al día siguiente, como siempre, desenterramos maíz, cortamos leña y acarreamos agua. Y la verdad es que tampoco cambiaron muchas cosas entre Darla y yo. Sí, hacer el amor estuvo bien, pero no era realmente mejor que cualquiera de las otras cosas que ya habíamos estado haciendo juntos. Simplemente era distinto.
Me alegré de que nadie lo notara. Me habría dado vergüenza que mi tío me hubiera dado un puñetazo en un hombro diciendo alguna estupidez como: «Así que ya eres un hombre.» Además de resultar indeciblemente bochornoso, habría errado en la auténtica fecha de mi paso a la edad adulta por un mes o más.
Una cosa sí que cambió. Una vez que Darla y yo nos trasladamos a la habitación de invitados, dormí mejor. Hacía más frío que en el salón, pero ya no tenía que despertarme en mitad de la noche para trasladarme. Ella nunca estaba a más distancia que la de mi brazo extendido.
POCAS semanas después llegó otra tormenta invernal. El viento hizo grandes agujeros en el plástico de uno de los invernaderos. Tío Paul y Max se ocuparon de poner parches en el plástico dañado. Apoyaron por fuera en una de las vigas una escalera extensible de aluminio. Paul subió a la escalera para intentar cerrar los agujeros con cinta desde el exterior, mientras Max sujetaba la escalera.
La mayor parte de las coles se habían congelado, al menos parcialmente. Rebecca, Darla y yo pasamos la mañana dentro del invernadero, arrancando las hojas afectadas. Teníamos la esperanza de que sobrevivieran si quitábamos las partes congeladas.
—Qué desperdicio —dijo Rebecca, mientras arrancaba otra hoja y la echaba dentro de un cubo.
—Al menos las cabras comerán bien hoy —dijo Darla.
—Sí, pero ¿qué vamos a comer nosotros? —A Rebecca se le puso la cara roja y empezaron a temblarle las manos—. ¿Y si las tormentas no hacen más que empeorar? Podríamos perder todos los invernaderos a la vez. E incluso en el caso de que las tormentas no los destruyan, cada vez hace más frío. ¿Los invernaderos seguirían funcionando? ¿Y si el año que viene no hay primavera? ¿Y si…?
—Rebecca. —Le puse las manos sobre los hombros y se los apreté con suavidad—. No pienses así. Vamos a conseguirlo.
—Eso no lo sabes. No puedes saberlo. No dejo de pensar en que mamá y papá van a volver. Miro sin parar hacia el final del camino con la esperanza de verlos llegar, pero no llegan. Puede que no vuelvan nunca. Es posible que estén muertos. A lo mejor morimos también nosotros. Moriremos de hambre o nos congelaremos en este invierno interminable. —Empezó a llorar.
La atraje hacia mí y la abracé.
—No moriremos de hambre. Ni nos congelaremos. Y si mamá y papá no han regresado en primavera, iré a buscarlos, te lo prometo.
Rebecca estaba sollozando. Darla se acercó y nos abrazó a los dos.
Tío Paul dejó de trabajar y nos miró a través del techo de plástico del invernadero.
—¿Estáis bien, chavales? —gritó.
—Sí, estamos bien —le contesté.
Asintió con la cabeza y volvió al trabajo, estirándose para remendar otro agujero. Lo oí gritar y levanté la mirada justo a tiempo de ver que su pie izquierdo resbalaba y se colaba entre los peldaños de la escalera de mano, que estaba colocada junto a la viga. Intentó evitarlo con demasiada fuerza y cayó sobre el techo del invernadero con un impacto sordo y el ruido del plástico que se rasgaba. La escalera giró al caer él, de forma que Max no pudo retenerla y encima le dio un golpe en un costado lo bastante fuerte como para derribarlo. La pierna izquierda de tío Paul quedó atrapada entre la escalera y la viga. Oí un crujido espeluznante, como una planta de apio cuyos tallos se partieran todos a la vez, cuando la pierna de Paul se rompió justo por debajo de la rodilla. Quedó colgando hacia el interior del invernadero, atrapado entre dos vigas por la pierna rota y boca abajo.
Paul gimió, un sonido que comenzó bajo y dolorido pero que ascendió con rapidez hasta ser casi un grito. Dejé a Rebecca y corrí hacia él. Darla se quedó quieta un segundo, observando la escalera que tenía atrapada la pierna de Paul, y a Max que estaba tendido en la nieve de fuera del invernadero. Luego corrió hacia la puerta del invernadero.
El techo era lo bastante bajo como para que pudiera llegar hasta Paul. Lo sujeté por los hombros e intenté levantarlo para aliviar la presión sobre su pierna rota. Sobresalía entre la escalera y la viga en un ángulo horrible, como si le hubiera crecido una segunda rodilla en la espinilla y se doblara en un ángulo de noventa grados en la dirección equivocada. No le veía sangre en los vaqueros, así que pensé que tal vez el hueso no había atravesado la piel.
Darla llegó hasta Max, que estaba tendido justo al salir del invernadero. Se había puesto en pie de un salto y forcejeaba con la escalera. Darla la sujetó para ayudarlo, intentando hacerla girar lateralmente para apartarla de la viga y liberar la pierna de Paul.
Tío Paul soltó un alarido al moverse la escalera. De su cara cayó una gota de sudor que se estrelló en mi mejilla porque estaba justo debajo de él. Darla y Max volvieron a tirar de la escalera y la pierna de Paul se soltó. Entonces cayó y yo intenté atraparlo. Rebecca también estaba conmigo y extendía los brazos hacia arriba para agarrarlo pero se escurrió entre nuestros brazos y aterrizó con un golpe seco en medio de las coles.
Me arrodillé junto a él. Sudaba, jadeaba y temblaba, todo al mismo tiempo.
—¡Creo que sufre un shock! —grité—. Traed unas cuantas mantas. Y dos palos que podamos usar para hacer una camilla. —Darla y Max corrieron hacia la casa. Reparé en que Max tenía una mano sobre el costado izquierdo, donde le había golpeado la escalera. Rebecca me miró.
—Yo me quedaré con él —le dije—. Ve a buscar a tía Caroline. —Asintió con la cabeza y corrió hacia la puerta del invernadero.
—Aguanta —le dije a tío Paul—. La ayuda está de camino. —Él gimió y me apretó una mano.
Pasó menos de un minuto antes de que Darla, Max y Rebecca volvieran a entrar corriendo en el invernadero, seguidos por tía Caroline y Anna. Llevaban los brazos cargados de mantas y dos palos largos que habían sobrado de la construcción de los invernaderos. Tía Caroline hizo una mueca de dolor al ver el ángulo antinatural de la pierna de su marido, y Anna apartó la mirada y hundió la cara en el pecho de su madre. Darla extendió la manta más grande y la dobló por encima de los palos para improvisar una camilla.
—Deberíamos entablillar esa pierna antes de moverlo — dijo Darla.
—¿No deberíamos enderezársela antes? —pregunté yo.
—No hagáis eso —dijo Caroline—. Podríais empeorarlo.
—Tendremos que recolocar el hueso en su sitio en algún momento —dijo Darla.
—No. Quiero que lo haga el doctor McCarthy —insistió Caroline.
—¿Está en Warren? —preguntó Darla.
—Sí.
—Llevémoslo a dentro, de momento. —Fui hasta la pierna rota de tío Paul y deslicé una mano por debajo de su rodilla y otra por debajo de la pantorrilla, justo después de la fractura—. Intentaré mantener inmóvil la fractura. Todos los demás, sujetadlo. Lo deslizaremos para ponerlo encima de la camilla.
—A la de tres —dije, cuando todos estuvieron en posición—. ¡Uno… dos… tres! —Deslizamos a Paul hasta dejarlo sobre la camilla. Hice todo lo posible por mantener la pierna quieta, pero sentí cómo los huesos frotaban unos contra otros. Él se aferró a mi brazo, apretando con tanta fuerza que me dolió.
Extendimos dos mantas sobre él, y lo trasladamos con lentitud al interior de la casa. Tío Paul gimió cuando lo dejamos en el suelo del salón, delante de la chimenea encendida. Anna sacó un almohadón del sofá y se lo puso debajo de la cabeza.
—No tengo ni idea de cómo entablillar eso —dijo tía Caroline, mientras miraba la fractura.
—Vamos a tener que recolocar el hueso y entablillarle la pierna para llevarlo hasta Warren —dijo Darla.
—No —insistió tía Caroline—. Iré al pueblo a buscar al doctor McCarthy. Estoy segura de que vendrá. Ha sido el médico de nuestra familia desde siempre.
Una mano de tío Paul salió disparada de debajo de las mantas y la sujetó por un tobillo.
—No. Reparad el invernadero. —Su voz era débil y jadeante.
—Podemos encargarnos de eso cuando te hayamos arreglado la pierna, cielo.
—No. El invernadero es la prioridad principal. No podemos permitirnos perder las coles.
—Ocuparse de tu pierna es la prioridad principal. —Los labios de tía Caroline estaban apretados entre sí con gesto de determinación.