El día que los vecinos se presentaron en nuestro jardín, mi padre nos había dicho que estaba en Erie, Pensilvania, agitando viales de limo contaminado y calculando los niveles de sedimentación en el agua potable.
Mi madre estaba en la cocina, y justo en ese momento yo había entrado por la puerta lateral. Tras la muerte de Billy dejó de preguntarme dónde había estado. Podría haber estado en la cama con el chico al que ella llamaba «el monstruo», que vivía un poco más abajo y lucía un tatuaje en una época en que tal cosa estaba vista como la señal de Caín. Mi madre tenía que guardarse todas sus energías para tenerse en pie.
En un momento dado, después del pitido del horno y cuando ya había bajado de lavarme las manos en el piso de arriba, mi madre y yo oímos el mismo rumor grave.
Era una reunión de hombres.
No sé explicar por qué, pero sabía que debía asustarme. Lo que sí sé es que me alegré de inmediato de que mi padre estuviera lejos. Lo suficientemente lejos como para no volver en unos cuantos días. Y nunca he sabido si fue ese el motivo por el que aquellos hombres eligieron ese día en particular.
Cuando estaba en sexto estudié la fotografía de un linchamiento en el sur. Era una pequeña fotografía en blanco y negro que nuestro profesor de historia se había encargado de reproducir y de repartir en clase, ya que era de la opinión que la historia resulta más impactante cuando se estudia ilustrada. Los padres de todo el vecindario se habían quejado porque sus hijos llegaran a casa con fotografías de linchamientos, de Auschwitz, o de la cabeza de un señor de la guerra africano ensartada en un palo y chorreando sangre. Pero el profesor no se había equivocado, y la fascinación que aquellas imágenes habían ejercido sobre mí se me agarró en aquel momento a la boca del estómago, allí de pie junto a mi madre, que sostenía entre las manos un guiso de verduras.
La distancia entre los fogones y la encimera era corta, pero aquel día el ruido de fuera se convirtió en un factor dilatador con el que ella no podría haber contado. Oímos el ruido, y el calor que desprendía la cazuela a través del trapo con el que mi madre la sostenía hizo que la soltara y cayera al suelo.
—Ve tú —dijo.
Su mirada rebosaba pánico.
—Te quieren a ti —respondí.
—Pero yo no puedo. Sabes que no puedo.
Y sí, lo sabía.
Sabía de las limitaciones de mi madre porque también yo las llevaba en el tuétano. Entonces me di cuenta de algo que intuía desde hacía años pero no había sido capaz de nombrar: que yo había nacido para ser su representante en el mundo y llevar ese mundo a casa, ya fuera con manualidades de papel pinocho hechas en los primeros años de escuela o enfrentándome a un grupo de hombres enfurecidos en nuestro jardín. Lo haría todo por ella. Aquel era nuestro acuerdo tácito particular, la forma en que esta niña servía a su madre.
Ese día había hecho calor y al llegar a casa de la escuela me había puesto unos vaqueros que yo misma había cortado. Mi madre detestaba los pantalones cortados, le parecían vulgares y desastrados por la misma razón que a mí me encantaban, aquellos hilos enmarañados que colgaban y que tanto me gustaba arrancar. Supe que podía ponérmelos por la misma razón que aquella primavera me había atrevido a pintarme las uñas. Mi madre estaba demasiado débil, por primera vez en mi vida, para expresar sus quejas.
Salí de puntillas de la cocina, crucé el pasillo de la parte trasera y cuando entré en el salón agarré la colcha que colgaba de un brazo del sofá. No sé qué se me ocurrió que podría hacer con ella, pero el instinto me dictó que debía cubrirme lo mejor posible. Recuerdo que me la eché sobre los hombros como si fuera una gigantesca toalla de playa.
Uno de los hombres me vio a través de la ventana y a ese lado del jardín estalló el ruido. Iba descalza, y el pelo, tan fino que dejaba al descubierto las orejas, me caía a ambos lados de la cara. Deseé que Natalie estuviera conmigo. Como si juntas formáramos un ejército capaz de flanquear y vencer a un grupo de hombres.
Crucé el pequeño salón y, mientras apoyaba la mano en el pomo de la puerta que daba al porche acristalado, oí que mi madre se aventuraba a decir dos palabras desde la cocina, donde se había escondido. «Ten cuidado», dijo en voz baja. Sabía que aquello le había costado un esfuerzo heroico. Pero algo sucedió en el tiempo que tardé en cruzar el salón y ponerme, como más tarde pensaría en ella, mi capa de superhéroe. Mi madre, en ese momento, había dejado de existir para mí.
La primera persona que vi, una vez que hube dejado atrás el porche y salido al jardín, me tranquilizó. Era el señor Forrest. Estaba con Tosh. Algo apartado del grupo de padres y maridos, cuando lo miré por encima de nuestra valla, que me llegaba a la altura de la cintura, hizo amago de dibujar una sonrisa. Aunque fue un amago cargado de angustia y preocupación. Tosh, que en circunstancias agradables solía mostrarse desenfrenado, se escondía detrás de las piernas del señor Forrest.
— ¿Dónde está tu madre? —preguntó uno de los hombres. Conté a seis, siete con el señor Forrest.
—Está dentro —respondió otro, sin apartar de mí la mirada—. Siempre está dentro, ¿no es así?
Aquella verdad, pronunciada de manera tan directa delante de todos, la sentí como una flecha envenenada surgida de la nada. Sentí una opresión en el pecho y me quedé callada para tomar aire.
— ¿Es que no vas a decir nada? —preguntó el señor Tolliver.
Lo odiaba, y ese odio nada tenía que ver con las críticas de mi madre sobre el hecho de que obligara a su mujer a desfilar por el barrio. Tenía una pequeña tabla de madera blanca en forma de lápida en la que se leía:
«¡Aquí yace, frío como el mármol, el último perro que se cagó junto a mi Árbol!»
. Como rimaba se suponía que tenía que hacer gracia. Siempre he detestado eso que los generosos llaman «adornos de jardín» desde el mismo día que leí aquellas palabras en la falsa tumba.
—Sed amables —dijo el señor Forrest, su tono de voz más elevado de lo que era habitual en él.
Se había desabrochado el cuello de la camisa pero aún llevaba la corbata del trabajo. Más tarde me di cuenta de que, con toda probabilidad, se había encontrado con aquellos hombres mientras sacaba a Tosh a dar una vuelta por el barrio.
Los hombres protestaren. La mayoría de ellos aún iban vestidos con lo que parecía ropa de trabajo: pantalones raídos y chaquetas, y alguna que otra cazadora con el logotipo de la compañía de aceros.
—Helen —dijo el señor Warner—, venimos a hablar con tu madre.
El señor Warner, al que mi madre había bautizado «el gallito», se erigía como portavoz en todas las ocasiones. Era capaz de mantener una conversación sobre cualquier tema. Una vez se presentó en nuestro jardín y aleccionó a mi padre —la persona que más sabía acerca de los sistemas de tratamiento del agua en muchos kilómetros a la redonda— sobre las ventajas de las plantas de eliminación de sílice en Liberia. «Ha leído un artículo —dijo mi padre, cuando por fin comenzó a oscurecer y logró librarse de él—. Está bien que el hombre se emocione, pero ni siquiera a mí me apetece hablar tanto sobre el tratamiento del agua.»
Me quedé detrás de nuestra valla metálica.
—Ven aquí y habla con nosotros, Helen —dijo un padre al que no reconocí.
¿Por qué no me fijé en la mirada de advertencia del señor Forrest antes de levantar el pasador de la concordia y salir al jardín? Supongo que estaría mirando a los hombres que había junto a los setos, no a él. Solo cuando me hube dado la vuelta y cerrado la puerta tras de mí le vi la cara. Y leí en ella el miedo como se leen las cartas del tarot.
— ¿Dónde está tu madre, Helen? —preguntó el señor Warner.
Sabía lo suficiente, o al menos eso creía, como para avanzar pegada a la valla y acercarme al señor Forrest. Ahora estaba preocupada. Di otro paso hacia el señor Forrest.
—Ojalá pudiera ayudarte, Helen —dijo con voz apagada.
Sabía qué debía temer, y yo no. Estaba comenzando a asomarme a ello, muy cerca de la verdad, pero allí descalza, con la colcha como capa, aún no me podía imaginar que hombres como mi padre, que vivían a nuestro lado, quisieran hacerme daño. Los Murdoch se habían mudado. Habían pasado ocho meses desde la muerte de Billy. Solo me quedaba un mes para terminar tercero. Pero lo que más seguridad me daba, lo que hizo que estuviera tan ciega hasta el instante en que sucedió, era que yo era una niña. En el mundo en que me había criado, tan distinto de aquel en que me aseguré de que crecieran mis hijas, a las niñas no se les pegaba.
El señor Warner se acercó a mí y después se detuvo.
—Tenemos un asunto pendiente con tu madre, Helen, no contigo.
Todo aquello, entonces me di cuenta, se había ido fraguando desde la investigación. Al menos de manera oficial, mi madre jamás fue declarada responsable de la muerte de Billy, porque, según el informe del forense, Billy había sufrido heridas tan graves que habría muerto aun si mi madre hubiera bajado a la calzada. Era culpa del conductor que se había dado a la fuga, no de mi madre. Tal vez podría haberlo sostenido entre sus brazos, como habrían hecho otras mujeres, o corrido a avisar a su familia, o llamado a una ambulancia, pero ninguna de esas acciones, concluyeron las autoridades, habría servido para salvar la vida de Billy Murdoch. Oficialmente, no era más que una testigo inocente.
Cuando miré a mis espaldas, vi que el señor Forrest había cogido en brazos a Tosh.
— ¿Señor Forrest?
Me mantenía en equilibrio al borde de algo muy delgado y peligroso, y él era el único en quien podía confiar,
—Ven conmigo, Helen. ¿Te parece?
Al oír aquello, uno o dos de los hombres se echaron a reír, y después todos vimos que el señor Forrest se alejaba sobre las tres losas que cubrían ese lado del jardín y conducían a 3a acera.
—Tony tiene un punto de histérico —dijo el señor Warner—. Nadie va a hacerte daño.
Pero aquellas palabras no me tranquilizaron. Si el señor Warner era quien había de protegerme del grupo de padres y extraños, entonces estaba metida en lo que los niños de la escuela llamaban «un buen marrón». El señor Warner era un experto en todo tipo de carnes. Se sabía los nombres y era capaz de detallar sus cualidades. Tierna, filamentosa, correosa, jugosa. Tal vez el señor Warner no se ocupara él mismo de descuartizarme, pero no me costaba imaginarlo aleccionando a los demás sobre cómo hacerlo.
— ¿Dónde está la bruja? —preguntó el señor Tolliver. Tenía el rostro encendido, hinchado de orgullo.
— ¿Dónde está la bruja loca? —dijo el padre que no conocía. Su particular jerga de machitos incluía adjetivos.
Sabía que Aceros Phoenixville había despedido al señor Tolliver ese invierno. Hombres de toda la zona se estaban quedando sin trabajo. Mi padre, que tenía el suyo asegurado, siempre encajaba mal las noticias de los despidos. «"Liberado de su cargo" —decía, y meneaba la cabeza—. Odio esa expresión. Como si el hombre fuera un animal salvaje y tuviera que ser liberado.»
El señor Warner lanzó a los hombres una mirada elocuente.
Yo no tardaría en descubrir que mi madre, demasiado asustada para espiar por la ventana, se había encerrado en el baño del piso de abajo y había encendido la radio.
—No sé qué hacer, señor Warner —dije.
Tenía hijos. Uno, dos y tres años mayores que yo, que apenas me hablaban, solo me gruñían algún saludo cuando había adultos presentes.
—Lo mejor será que entres y le digas a tu madre que salga. No quiero que te hagan daño. Tú no has hecho nada.
Pronunció aquellas palabras con el tono compasivo que utilizaría un médico que concediera a su paciente unos días más de vida. Pero la noticia seguía siendo mala. Si no a mí, a mi madre sí le harían daño.
—No puedo hacer eso, señor Warner —dije—. ¿A qué han venido? Lo sabía muy bien, por supuesto, pero quería oírselo decir.
—Puta —dijo el señor Tolliver.
Observé que una expresión de contrariedad se instalaba en el rostro del señor Warner. Aquello no era lo que, al menos él, había planeado. Me fijé en que los hombres se dispersaban por detrás del señor Warner. Estaban el señor Tolliver y el hombre que no conocía, los dos con la cazadora de Aceros Phoenixville. Y estaban los otros, que, como el señor Forrest antes que ellos, comenzaban a acercarse al borde del jardín, pisoteando el pequeño huerto en el que, desde mi más tierna edad, mi padre había plantado, cuidado y podado especias para mi madre.
Fue aquello lo que finalmente me impulsó a actuar. Cuando el señor Serrano, que era contable y tenía una hija pequeña, aplastó el perejil italiano de mi padre, me quité la colcha de los hombros y di un paso al frente.
—Lo va a matar.
Fue esa palabra.
El amigo del señor Tolliver apareció de repente a mi derecha, pero yo miraba al señor Serrano mientras se apartaba con cuidado del borde del huerto de especias. Justo cuando respiré aliviada, sentí el escozor de una bofetada en la cara.
Caí en el césped y me llevé una mano a la mejilla. El señor Warner pasó corriendo junto a mí para contener al padre desconocido, al que el señor Tolliver daba palmaditas en la espalda. Vi que el señor Serrano bajaba la vista para mirarme antes de marcharse. Aquella no era la primera vez que notaba la lástima que despertaba en la gente; la lástima era como un vasto océano que me resultaba imposible de cruzar.
Los hombres buenos ofrecieron sus más sinceras disculpas antes de irse, pero no a mí. Se disculparon con el señor Warner. Yo estaba en el suelo. Yo era una adolescente. Yo no importaba. El señor Warner dijo:
—No pasa nada. —Dijo—: Ya hablaremos. —Dijo—: Cuidaos.
El señor Warner había evitado que el hombre que me había abofeteado me hiciera algo más y por lo tanto se suponía que debía estarle agradecida, pero no lo estaba. Alargué un brazo para recuperar la colcha, que ahora se encontraba a unos metros detrás de mí. Me pareció que era lo único del jardín que podía ofrecerme alguna protección.
El señor Tolliver y su amigo se habían presentado dispuestos a irrumpir en la casa y encontrar a mi madre, pero habían topado con las normas del señor Warner y, además, supongo que ver a una chica en pantalones cortos y camiseta tendida en el suelo los había asustado. Verme allí les planteó un dilema con el que no contaban ninguno de los dos. El señor Warner les dijo que se despejaran y comieran algo.