Pensé que no habría nadie en casa de la señora Leverton. Su hijo siempre había evitado ir a su casa, pero si estuviera allí su Mercedes ocuparía toda la entrada. Podía ir a descansar a su casa, y con las reservas de comida que debía de tener podría servirme de escondite durante unos días.
Me levanté y avancé por el pasillo en dirección a la cocina. Encontré mi bolso encima de la mesa y metí en él la pistola. Respiré hondo.
Natalie había reformado la cocina aquel año. Ahora la pared del fondo estaba ocupada por una larga ventana que se extendía sobre las encimeras. «Me ha convencido para tener solo armarios bajos y crear así un ambiente de exterior.» Se refirió a él como un «encanto». ¿Cómo se llamaba?
Me vi en el cristal. Le volví la espalda a mi reflejo espectral y me acerqué a la nevera. Tenía tanta hambre como la noche anterior y caí en la cuenta de que, aparte de las sobras del desayuno de Natalie en la asociación de estudiantes, no había comido nada en todo el día.
Elegí lo que me pareció más rápido y proteínico —salchichas de frankfurt y palitos de queso— y comencé a engullir metódicamente, sin parar. Comí de manera mecánica, la mirada nebulosa puesta en los objetos que colgaban de la puerta de la nevera. Había una invitación de boda de alguien que no conocía. Natalie aún no había confirmado su asistencia. La tarjeta y el sobre estaban junto a la invitación, debajo del mismo imán. La boda se celebraba por Navidad y me pregunté si Natalie y su contratista irían. Si la ceremonia lo ayudaría a decidirse o si, como Hamish me había dicho que su madre esperaba, ya estaba decidido.
También había una fotografía de Natalie y yo tomada dieciocho meses atrás en una fiesta de Westmore. Me acordaba de aquel día. Emily, John, Leo y Jeanine se habían marchado el día antes, cuando en principio habían planeado quedarse tres días más. Me había despedido de Leo con un beso en el trocito de frente que no le cubría la gasa y había intentado abrazar a Emily, pero sus hombros, rígidos, se resistieron, y me recordó a mí.
La fotografía no reflejaba nada de esto, como tampoco la pelea que había tenido con mi madre antes de pasar a recoger a Natalie. Natalie estaba radiante y yo sentí que, como siempre, debía de tener el aspecto de la acompañante forzada.
Hamish entró justo cuando me metía la última salchicha en la boca. Se acercó y me colocó frente a él. Yo tenía los carrillos llenos de comida.
—Siento lo que ha pasado ahí arriba.
Mastiqué e hice un gesto con la mano para indicar que no pasaba nada, que no tenía la menor importancia.
—Es solo que puedes ser tan fría, y yo sé que en el fondo no eres así. Siempre lo he sabido.
Lo miré. Al tragar abrí los ojos como platos.
—No fue Manny, ¿verdad?
Me fijé en el teléfono colgado en la pared, cerca de la mesa. Me pregunté a quién llamaría si Hamish se negara a ayudarme. Vi mi bolso plantado sobre el tapete a cuadros. ¿Por qué le había quitado la pistola? ¿Qué creía que iba a hacer?
—Tiene sentido. Verás, estaba repasando el coche y he pensado: ¿qué hace aquí? ¿Para qué necesita el coche? Mamá me dijo que Jake está aquí, y tú me has dicho que Sarah también. Si no estás con ellos es porque no saben dónde estás.
—Hoy te noto muy espabilado —respondí.
—Llámalo agudeza poscoital. —Se volvió y abrió la nevera—. Además, todo encaja. Ayer por la noche viniste a ver a mi madre.
Eligió un batido de chocolate y se agachó para sacar un vaso de debajo de la encimera.
— ¿Piensas contárselo a alguien?
Se sirvió el batido y me miró apoyado contra la encimera.
—Ayer me preguntaste si había pensado alguna vez en matar a mi padre. Y la verdad es que sí. Diría que mucha gente lo hace. Aunque no se atreve a reconocerlo. Pero tú lo has hecho.
Se sacó algo del bolsillo, un juego de llaves plateadas, y me lo lanzó. Aterrizó a mis pies.
Me agaché para recogerlo.
—Mi madre no te lo perdonará. Los años la están volviendo muy moralista.
Entonces sentí que estaba a punto de marcharme, de meter la llave en el contacto y alejarme de allí.
—Tal vez mi destino sea estar con Sarah —dijo. Tomó un trago de batido—. Al fin y al cabo, amo a su madre.
Aquello me cayó como una patada en el estómago y Hamish lo notó.
—Me he pasado —dijo—. Lo sé.
—Tengo que irme, Hamish —respondí, deseando poder despedirme con la frase perfecta.
— ¿Adonde?
—Aún no lo he decidido —mentí—. Dejaré el coche en algún sitio y te llamaré para decirte dónde está.
Hamish se volvió. Agarré el bolso y lo seguí por la cocina y después por el salón. Vi un jarrón que le había regalado a Natalie innumerables años atrás. Contenía un ramo de flores.
Cuando llegamos a la parte de atrás del garaje donde guardaba los coches en los que trabajaba, Hamish se metió en un Ford de finales de los ochenta bastante corriente y me indicó con la mano que esperara. Arrancó y avanzó marcha atrás hasta que el morro del coche estuvo orientado hacia la calle, después se bajó, el motor aún en marcha.
Solo veía el coche abierto, esperándome. Solo pensaba que, con cada despedida, aquellos a los que abandonaba estaban a salvo de mí.
—Ojalá fuera lo bastante bueno para hacer que te quedaras —dijo Hamish.
Me abrazó y durante unos segundos él fue el padre y yo la niña. Me acarició el pelo y me estrechó una última vez entre sus brazos. Noté el peso incrementado de mi bolso en el brazo.
—Si me necesitas ya sabes dónde estoy.
Asentí con la cabeza. Por primera vez, me había quedado sin palabras.
—Cuídate —dijo—. Espero tu llamada.
— ¿Mi llamada?
—Por lo del coche.
—Gracias, Hamish. Despídete de tu madre de mi parte.
Me senté al volante y encajé el bolso a mi lado. Solo cuando oí el chasquido de la puerta que se cerraba supe que podía marcharme.
No lo miré. Cambié la marcha y bajé la cuesta del garaje, pasando a la derecha del coche de Hamish, por encima del césped. Una vez en la carretera encendí la radio. Sonó swing, cuando lo que yo esperaba era heavy metal o rock alternativo. Escuché la animada melodía unos segundos y la apagué. Agaché la cabeza y giré a la izquierda en dirección a Phoenixville.
Aún era temprano. El reloj del salpicadero marcaba las 7.08 de la tarde y el tráfico en la carretera que había tomado al salir de casa de Natalie era tan denso que sentí la necesidad de concentrarme. Vi furgonetas y todo terrenos que entraban en los garajes de sus casas y versiones de esos mismos vehículos de los que salían hombres y mujeres cargados con la compra y la ropa de la tintorería. Las lámparas iluminaban las ventanas de los pisos inferiores y las enormes pantallas de los televisores emitían destellos azulados.
Cuando llegué al final de aquel mundo de nueva prosperidad y enfilé el tramo de carretera abandonado que conducía a mi antiguo vecindario noté que me calmaba un poco. Allí la tierra había comenzado a venderse en pedazos como si fuera carne, pero aún quedaban algunas casas en ruinas enclavadas entre los árboles o, todavía más triste, tan cerca de la carretera que a sus propietarios les sería imposible aislarse de la afluencia de población, a pesar de las ventanas atrancadas y los generadores de ruido blanco. Los ocupantes de aquellas viejas casas ni siquiera sabrían qué eran los generadores de ruido blanco. Cosas como los auriculares con sistema de supresión de ruido o espacio de carga ampliado eran conceptos con los que no estaban familiar izados. Siendo como eran de la generación de mis padres, se quedaban sentados y sufrían hasta morir, y yo ya había llegado a una edad en la que comenzaba a intuir por qué razón aquella actitud parecía preferible a seguir en la brecha.
Había un hombre que decidió solucionar el asunto por su cuenta y levantó un muro de hormigón de tres metros alrededor de su propiedad. De vez en cuando decoraba lo alto del muro con cristales de botellas de cerveza, que en ocasiones caían al otro lado. Pese a las múltiples multas y amenazas de derribo que le llegaban por parte del condado, no estaba dispuesto a derruir el muro. La guerra entre las autoridades y aquel propietario duraba ya diez años y nada hacía prever su final, y aunque su historia había aparecido en los periódicos locales en repetidas ocasiones, nunca se había publicado una foto de él. Yo había comenzado a pensar en él como en un homúnculo que reunía todos los miedos del hombre moderno. No había fotos de él porque era como todos nosotros. Su miedo lo había convertido en un fantasma que cambiaba de forma detrás de las paredes de su casa. Era mi madre, escondida en el armario de la ropa blanca. Era mi padre, dibujando figuras en láminas de contrachapado. Era Natalie, temerosa de la soledad, o Sarah, robando monedas. Era yo cuando pasé frente a la casa de aquel tipo a las 7.23 de un viernes por la noche, de camino a la de la señora Leverton. Tenía la esperanza de que, mientras rugía, bramaba y se enfrentaba a todos los pleitos y demandas, viviera para siempre o, si no, que al menos muriera vencido y agotado mucho tiempo después que todos nosotros.
Me adentré en la auténtica Phoenixville, la parte antigua de la ciudad, donde los negocios revitalizados seguían cerrando sus puertas a las cinco de la tarde y las calles quedaban vacías con excepción de pequeños núcleos de actividad que giraban en torno a proyectos para la comunidad ideados con una extraordinaria estrechez de miras. Me fijé en la Antipode, la galería de escultura, toda iluminada. Era el lugar de reunión de los bohemios de la zona y yo la había visitado en más de una ocasión. Había sido el escenario de mi cita ebria con Tanner. El propietario y él, rodeados de gente mucho más joven que ellos, se habían enzarzado en un intento por demostrar su superioridad respecto a los logros del otro.
—Ha sido el espectáculo más lamentable que he visto en mucho tiempo —dije cuando Tanner y yo salimos a trompicones a la calle.
— ¡Oh, cierra la boca! ¿Qué has logrado tú en la vida? —gritó él.
Y allí empezó nuestro cordial episodio de miserias compartidas.
La Antipode estaba iluminada pero tranquila aquella noche. Vi movimiento en la parte de atrás. Estaban preparando una exhibición. Calle abajo, las carretas que cada noche llegaban a la librería Paperback Shack habían volcado en la acera y los libros ocupaban la carretera. La propietaria, una anciana solitaria, se agachó para recogerlos, sin duda arrepintiéndose de su decisión de cerrar más tarde para atraer a posibles clientes a la salida de sus trabajos.
Aparqué a un lado y salí del coche. Recogí unas cuantas novelas románticas desvencijadas de mitad de la carretera, las exuberantes féminas de las cubiertas descoloridas por haber pasado demasiado tiempo al sol. Pero lo que me llamó la atención fue una pila de libros de poesía mohosos, al parecer pegados entre sí, que habían caído como uno solo. Eché una ojeada rápida a los títulos y enseguida supe que aquellos eran los libros que el señor Forrest había donado a la biblioteca treinta años atrás. «Andan muy escasos de autores rusos», me había dicho.
Asusté a la mujer cuando le dije «Disculpe», y le mostré los dos montones de libros.
Me escupió, rociando a la vez mi mano y los libros.
—Los dejaré aquí —anuncié, y los coloqué encima del maletero de un viejo Lincoln Continental.
Cuando regresaba a mi coche oí que farfullaba. Había leído que la poetisa Marina Tsvetaeva se había ahorcado en una percha de pared. «¿Cómo es posible?», había pensado entonces. Con algún objeto fijado al techo, en un árbol… sí. Pero ¿en pomos de puertas y perchas de pared?
Dispararse en la cabeza, según me habían dicho, era un suicidio con mensaje, pero ¿qué tipo de mensaje pretendía dejar mi padre? Después de aquello registré la casa en busca de una nota, miré en sus cajones, debajo de su almohada, y terminé limpiando la escalera con trapos viejos para eliminar las únicas señales que había dejado.
Estaba ya cerca del barrio de mi madre cuando una oleada caliente de terror comenzó a recorrerme la columna, la espalda, avanzando de puntillas hasta los omoplatos y erizándome toda la piel. No sabía explicar por qué, exactamente, pero intuía que no debía ni siquiera acercarme al lugar, y mucho menos pasar la noche. Estaba cansada. Me resultaba más fácil atribuir las extrañas sensaciones que me cruzaban el cuerpo a un agotamiento desesperado —lo inútil y desastroso de las últimas veinticuatro horas apoderándose de mi corazón, mis extremidades, de los fogonazos de mi mente— que aceptar que no era más que un robot que había perdido el norte y que, después de años de fiel dedicación a su amo, había regresado, como cabía esperar, al lugar de donde había salido.
Algunas casas aún estaban a oscuras, a la espera de que llegaran sus propietarios, pero la mayoría tenían una o dos luces encendidas. En el barrio de mi madre había parejas jóvenes con hijos, aunque no el mismo tipo de parejas que compraban los falsos palacios cercanos a la casa de Natalie. Aquellas parejas se ocupaban ellas mismas de limpiar sus casas y de reparar las goteras. Se reservaban los fines de semana para cambiar las tejas podridas o pintar las chimeneas, podar los árboles o lavar los coches. Los niños ayudaban y se les recompensaba con helado o con su programa de televisión favorito.
Pasé junto a la casa de la señora Tolliver mientras tomaba la curva hacia la de mi madre y la de la señora Leverton. Las luces estaban apagadas y me pregunté dónde habría ido la señora Tolliver. Recordé que había sido una noche de verano cuando, gritándole a su esposa desde el jardín, el señor Tolliver se había llevado una mano al pecho.
—Cayó desplomado como una estatua de sal —dijo mi madre—. ¡Pum! El aspersor siguió girando sin que a nadie se le ocurriera cerrarlo. Se lo llevaron al hospital chorreando.
Había visto a la señora Tolliver seis meses más tarde, mientras estaba de visita en casa de mis padres con Emily y Jake. Habíamos ido a comprar a Acmé. Se le iluminó la cara al ver a Emily.
— ¡Qué maravillosa sorpresa! —dijo.
Estaba más animada de lo que la hubiera visto jamás. Encantada de verme en la sección de charcutería, me saludó con la mano en la que sostenía un paquete de pollo deshuesado.
Le pregunté por ella, por la casa, por su estado de ánimo.
—Ya es tarde para mí —dijo en algún momento—. Para ti no. Para ti no es tarde. —Miró a Jake y sonrió, pero la sonrisa era una mueca de dolor, como si temiera que le pegaran.