Estaba enfrascada en el recuerdo de la señora Tolliver cuando lo vi a través de la gigantesca ventana aún sin cortinas. El señor Forrest estaba sentado en su salón, como siempre, a la vista de todo el mundo. Aparqué a un lado de la calle, frente a su casa. Perdí la noción de lo que pudiera haber a mi derecha, una casa, el horizonte o el mismísimo Papa dando un paseo.
Bajé la ventanilla y me dejé llenar por el aire nocturno de mi antiguo vecindario. Respiré. Noté el olor a césped y asfalto. Y oí una música lejana. Salía de la casa del señor Forrest. Estaba escuchando a Bartók.
Mi madre y él se habían peleado a los pocos meses de la muerte de mi padre. No hubo funeral y al señor Forrest la omisión le pareció imperdonable; no le importaba si mi madre podía o no salir de casa. «Y… Helen, ¿por qué siguen ahí las armas?», me había preguntado.
Sin pensar, salí del coche, crucé la calle a toda prisa y comencé a subir por el camino empinado. Nunca le había gustado demasiado la vegetación y su césped llevaba décadas libre de ramas y arbustos. Dos enmarañados setos de boj, uno a cada lado de la puerta de entrada, eran la excepción.
Pero no llegué hasta ellos. A medio camino me detuve y lo observé. El señor Forrest tenía algo en el regazo, un animal al que estaba acariciando. Pensé por un momento en todos los perros que había tenido, pero entonces me di cuenta de que era Chico Malo, el gato de color naranja. Estaba panza arriba sobre las piernas del señor Forrest, dejándose acariciar.
Qué inteligente había sido el señor Forrest, pensé, qué extraordinariamente inteligente al decidir estar siempre solo.
Sentí las rodillas como si fueran de cristal y sabía que podría caerme en cualquier momento, pero no me moví.
No tenía ninguna duda acerca de por qué mi padre lo apreciaba; el señor Forrest había compartido con él la carga de mi madre. Había logrado descubrirle a mi madre su belleza sin que desconfiara de él. La conversación que el señor Forrest le ofrecía era como una copa de vino espumoso sostenida en alto. A sus ojos, mi madre no había dejado de ser la Garbo no reconocida, aún en enaguas, siempre joven, lozana.
Me pregunté si levantaría la vista y me vería en mitad del camino. Sobre la chimenea vi el cuadro de Julia Fusk que había comprado. Terminado el mismo año que me había pintado a mí, el retrato que el señor Forrest había elegido era el de una mujer vestida a la que se le veía la cara. Tenía los ojos cerrados y estaba inclinada hacia la izquierda, señalando con el dedo la repisa de la chimenea, por la que ahora se paseaban mis ojos. En ella, uno al lado del otro, había tres globos de madera casi perfectos que había hecho mi padre. Se había llegado a obsesionar con la idea de que aquellos globos anónimos constituían la obra más perfecta que hubiera realizado jamás. Recluido en su taller durante los últimos años de su vida, mientras yo daba a luz y asistía a fiestas de vino y queso como la esposa de Jake, mi padre dedicó interminables horas a lijar aquellas esferas. Regresaba a casa de noche, solo cuando veía las luces apagadas. Cruzaba el jardín de atrás sin hacer ruido, entraba por la cocina y subía con sigilo por las escaleras de madera de camino a su habitación, aquella donde estaban las armas.
Había culpado a mi madre. La había culpado de todo. Era fácil. Estaba loca. «Enferma mental», había dicho el señor Forrest.
Durante años me arrepentí por culpar a alguien que era, en esencia, un ser indefenso. Había calentado papillas y se las había dado con cucharas de plástico rosa que robaba de Bassin-Robbins. Había cargado con ella de médico en médico, primero cubierta de mantas y después de toallas con las que ocultarla del mundo. Había tenido incluso que verla soltar a mi nieto.
No molestaría al señor Forrest. No le pediría dinero ni le confesaría mis pecados. Lo dejaría allí, con su retrato, con sus figuras esféricas de madera y con Chico Malo, que había arañado la cara de mi madre.
Di media vuelta y me dirigí al coche para coger el bolso. No podía meterme de nuevo en el coche. No me imaginaba el sonido del motor. Rompería la música que sonaba y el silencio de los jardines, oscuros y desiertos. Saqué la llave del contacto y caminé hasta el otro lado. Las dejaría en la guantera.
Metí el brazo por la ventana abierta del copiloto y con un rápido movimiento abrí la guantera, solté las llaves y la volví a cerrar.
Agarré el bolso. «Primero la trenza y ahora balas», pensé. Cuánto habría disfrutado mi defenestrado psicoterapeuta. Habría hecho algún ocurrente juego de palabras y yo habría sentido ganas de partirle la cara. Tal vez lo telefoneara algún día. Una llamadita desde el infierno.
Oí que Bartók se quedaba en silencio. Me colgué el bolso al hombro con firmeza. Caminaría hasta casa de la señora Leverton, abriría la puerta y — ¿sería posible?— con mucha calma me pegaría un tiro.
Entonces me di cuenta de que el señor Forrest había apagado las luces. Vi a Chico Malo corriendo por el césped y oí que se cerraba la puerta. Me volví y avancé a un paso que me pareció normal, hasta llegar al final de la calle.
No miré la casa de mi madre, que nunca fue la de mi padre, aunque se hubiera pagado con sus ingresos. Los ingresos que me habían mantenido, que me habían permitido criar a dos hijas con un empleo de modelo y algún que otro trabajo de secretaria. Me había mudado, me había casado, había tenido hijos, mi propia casa, un trabajo, pero al igual que mi padre había conocido la poderosa marea creada por las necesidades de mi madre y me había dejado arrastrar. Jake solía decir que me había lanzado de cabeza y que estaba en mis manos salir de ella.
La enfermedad mental tenía la extraordinaria habilidad de metastatizarse de generación en generación. ¿Correría Sarah esa suerte? ¿O le tocaría al pequeño Leo? Sarah parecía la candidata más evidente, pero eso no significaba nada. Y nunca, nunca, se había tratado el tema, como si la cura de distancia que Emily había elegido fuera suficiente. Pero eso ya lo había intentado yo. Pensé que Madison, Wisconsin, me permitiría escapar de todo, pero no fue así. Como tampoco el matrimonio ni la maternidad. Ni el asesinato.
Volví a cruzar la calle. Vi una tira de cinta policial en la escalera de la entrada de mi madre. Zigzagueaba hasta llegar arriba, entre las dos barandillas de hierro. Seguí caminando. El acebo que mi padre había plantado cuando se instalaron ensombrecía un lado de la casa, pero aun así sabía dónde estaban las tres losas del camino. Mi padre siempre se ocupó de mantener los arbustos recortados a fin de poder trasladar grandes láminas de madera hasta el taller. Ahora las losas quedaban ocultas. Eran las tres losas por las que el señor Forrest se había alejado aquel día en el jardín, meses después de que muriera Billy Murdoch. Me agaché en el lugar donde las recordaba y me abrí paso entre los espinosos arbustos. Las ramas, pequeñas y duras, me arañaron la cara y las manos.
Había terminado por creer que mi padre había dejado innumerables señales. Recordé a mi madre y a mí contando los días que faltaban para que regresara a casa del lugar que con el tiempo Natalie me ayudó a comprender que debía de haber sido algún tipo de institución mental.
— ¿Qué recuerdas? —me preguntó.
—Solo que se hizo daño en el taller y estuvo varios meses en el hospital.
Y Natalie me había mirado fijamente el tiempo suficiente para que me diera cuenta de qué había sucedido en realidad, que no había tenido un accidente con un destornillador o un serrucho, sino que se había provocado lo que le hubiera sucedido.
—Y las armas —añadí en voz baja.
Natalie se limitó a asentir con la cabeza.
Oí a mi padre repetir aquellas palabras universales: «Es un mal día, cariño».
Era por la tarde. Mi madre aún iba en camisón. Mi padre ya no trabajaba en la planta de tratamiento del agua y se pasaba los días en casa, reservándose al menos un rato cada día para hacer encargos necesarios o inventados. Le parecía una buena manera de seguir en contacto con el mundo.
Compraba sellos. Hacía una parada en Seacrest's, en la esquina de Bridge y High Street, y compraba el periódico o se tomaba un café aguado en la barra. Mantenía la casa abastecida de productos de limpieza y pastillas de caldo, gelatina instantánea y huevos de un puesto de venta a las afueras de una granja regentado por una familia amish. Esperaba pacientemente sentado en los viejos bancos de madera de la barbería de Joe y comentaba con él las noticias del periódico. Pero al final siempre llegaba la hora de subir al coche y volver a casa.
Llegado el momento de pegarse un tiro ya debía de haberse dado cuenta de que salir de casa todos los días no era suficiente. Tomar el sol —si lo encontraba— para obtener su dosis de quince minutos de vitamina D no iba a obrar el milagro, fuera cual fuese ese milagro.
Mi madre salió de la cocina. Se había acostumbrado a merendar crema de cacao en la que mojaba palitos de zanahoria y apio, la ración de dulce que tanto le gustaba y que ella se permitía combinar con hortalizas. Mi padre había salido de casa por la mañana pero había vuelto temprano y se había encerrado en la habitación de invitados.
—Estaba durmiendo —explicó mi madre a la policía—. El estaba en la habitación cuando desperté. Me puse a leer. Solíamos hablar por la noche.
Me fijé en que el policía asentía en silencio. En algún momento del interrogatorio llegó el señor Forrest, y después la señora Castle.
Se había quedado en lo alto de las escaleras, dijo mi madre, y la había llamado tres veces.
—Estaba releyendo
Los diamantes de Eustace.
Me quedaban dos párrafos para terminar. Le dije que esperara un minuto.
Y él esperó. Después ella dejó el libro en la mesita redonda que había junto al sillón de orejas y se acercó a las escaleras.
— ¿Has terminado? —gritó él. Ya tenía la pistola en la sien.
—Levanté un brazo —nos dijo mi madre, y en la alfombra había un palito de apio untado de crema de cacao—, pero él…
Temblaba y la abracé, y yo también temblaba. No me atrevía a pensar qué habría contado después si hubiera logrado persuadirlo. Apoyaba la cabeza en mi pecho y la mía descansaba sobre su hombro. Hice la promesa de abrazarla más de aquel día en adelante y de visitarla y cuidarla porque ya solo quedábamos nosotras.
La policía le preguntó si se había decidido por una funeraria, y el señor Forrest mencionó la empresa Greenbrier's, en la Ruta 29. Hice un gesto de asentimiento. En aquel momento no supe darme cuenta de lo que acababa de sucederme. Mi padre había salido de escena y había entrado yo, y aquello no me pareció tan solo una obligación, sino tal vez el mayor regalo póstumo que pudiera hacerle: asumir para siempre la carga de mi madre.
Ahora, mientras me alejaba de la propiedad de mis padres, me di cuenta de que la casa había sido tan de él como de ella. Había sido la enfermedad de él y la de ella. Solo que la de ella había llamado más la atención. Siempre, un día sí y otro también, ella había estado allí. Mi padre había sido el consuelo para su culpa, el calor para su frío, pero ¿acaso al final no había pasado más frío que ella? Ella había peleado y lloriqueado y gritado, pero ¿no habíamos hecho nosotros dos lo mismo durante años?
La noche anterior la había dejado pudriéndose en su sótano y, ahora, terminada la autopsia, estaba metida en algún cajón de metal. Sarah lo sabía. Emily lo sabría pronto, si no se lo habían contado ya. Y Jake… Jake incluso había visto su cadáver y se había quedado conmigo.
No había ningún Mercedes en la entrada. Solo las luces de seguridad instaladas en el camino y en las cuatro esquinas de la casa iluminaban el césped de la señora Leverton. ¿Por qué no llamarla por su nombre ahora que estaba muerta? Beverly Leverton y su difunto esposo, Philip, vecinos de mi madre durante cincuenta años.
A diferencia de en casa de mi madre, donde predominaban las hojas de cristal sencillo, que podría haber roto sin dificultad dando un golpe seco en cada esquina con una piedra de tamaño decente, la casa de la señora Leverton tenía ventanas equipadas con grueso cristal térmico y conectadas a una alarma. Pero la señora Leverton había desconectado la alarma, y Arlene, la mujer jamaicana que tantos años llevaba haciendo la limpieza en su casa, había dejado una llave en la cesta del conejo de cemento que había a los pies de un pino, en el porche de la parte de atrás. Solía salir al jardín de mi madre y ver a Arlene agacharse con cuidado para sacar la llave. En los últimos tiempos había notado que cada vez le costaba más esfuerzo hacerlo. Las empleadas domésticas envejecían al mismo ritmo que las señoras de las casas.
La llave del conejo se encontraba en su sitio, bajo un huevo de cemento que estaba suelto. Miré a izquierda y derecha. El techo del taller de mi padre apenas se veía entre los árboles. Me resultaba extraño estar en un jardín tan cercano al de mi casa, donde se habían vivido vidas totalmente distintas, así como el hecho de no conocer a casi nadie, salvo por los que ya habían muerto.
Al fin y al cabo, aun con un pasaporte en regla, jamás podría haber escapado al molino convertido en casa en el que Jake vivía en Aurigeno, ni siquiera podría haber hecho autostop hacia el oeste. Le había dicho a Jeanine que Groenlandia era un trozo de tierra muy grande en la que solo vivían ogros. Ogros verdes que comían cosas verdes sentados en sillas verdes delante de mesas verdes enjardines verdes. Después seguimos con Islandia, que no podía ser sino una isla. Y después con China, donde la gente y los lugares brillaban como la porcelana. Cuando giré la bola del mundo ella se rió. «¡En Sudán los hombres sudan! —dije—. ¡En Australia hay australopitecos y la India es lo más
in! »
«En Madagascar… », pensé.
Abrí la puerta de vaivén y metí la llave en la cerradura. No saltó ninguna alarma. Me adentré a tientas en la oscuridad de lo que sabía que era la cocina de la señora Leverton. Vi sombras alrededor y distinguí fácilmente el teléfono, el cordón a la antigua enrollado hasta el suelo y de nuevo hacia arriba. Tsvetaeva se podría haber colgado sin problemas. Imaginé a Arlene limpiando las encimeras, los fogones, el fregadero, entrando y saliendo todas las semanas de una casa que no era la suya, descubriendo los hábitos y costumbres de esa persona. «Al menos a ella le pagaban», pensé.
No encendí las luces por miedo a ser descubierta. Decidí tomarme un tiempo para acostumbrarme a la oscuridad. Eso fue lo que pensé, pero entonces oí un maullido en la calle y di un respingo.