Casi la Luna (11 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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Pasé frente a gallineros y jardines oscuros, y al llegar al viejo túnel abovedado que separaba lo que quedaba del pueblo de las tierras de cultivo y del incipiente desarrollo suburbano que asomaba al otro lado, me di cuenta de que Hamish se había quedado dormido. La cabeza le colgaba suspendida hacia delante y no encontré razón para despertarlo. Juzgar a Natalie tal y como mi madre siempre me había juzgado era, sentí ganas de decirle a su hijo, mi torpe y contraproducente modo de demostrar amor. Me había pasado la vida tratando de traducir ese lenguaje y ahora me daba cuenta de que al fin había llegado a hablarlo con fluidez. ¿En qué momento te diste cuenta de que el hilo que entretejía tu ADN contenía la ineptitud social de tus parientes de sangre en el mismo grado que su diabetes o su densidad ósea?

A lo largo de los diez últimos años, Hamish había hecho distintos trabajos en casa de mi madre. Después de cualquier trabajo, ya fuera instalar un aspersor para regar los setos y enredaderas que había junto al bordillo o, como le tocó hacer una vez, reptar por el agujero más estrecho para rescatar a un gato callejero, mi madre lo recompensaba con "comida. Yo llegaba por la tarde para ver cómo había ido todo y lo encontraba sentado a la mesa del comedor, rodeado de latas de galletas del alijo de mi madre.

Un día que mi madre había ido a la cocina para prepararme de mala gana, según me pareció, una taza de té, Hamish se fijó en la expresión de mi rostro.

—Me ha dicho que tenías problemas de peso.

Me alargó la lata de tofes, que, a medida que mi madre envejecía y yo me hacía con el timón, se había ido llenando de grumos de azúcar.

—No, gracias, Hamish —dije.

— ¡Más para mí!

Se llevó una porción de caramelo a la boca y me guiñó un ojo.

Recordé las diversas fiestas infantiles celebradas al otro lado del túnel a las que había llevado a mis hijas. Yo me quedaba en la cocina con las otras madres, preguntándome qué clase de diabólica conciencia común ideaba juegos que consistían en saltar sobre globos hasta que cada niño reventaba el suyo, caía al suelo, y corría a un lugar determinado para recibir una lluvia de caramelos. Una vez, en plena noche, la voz entrecortada de una madre reclamó mi presencia. Era una de aquellas fiestas en las que los niños se quedaban a dormir y al parecer Emily había mojado la cama. Cuando llegué a recogerla la encontré sola, sentada en el pasillo encima de la colchoneta del perro y con mermelada en el pelo. Y mientras Emily se meaba, Sarah se peleaba. Daba patadas. Llamaba a los otros niños «gordos idiotas», «bebés grandes», o su insulto favorito, «cabrones gilipollas». Mis dos hijas me recordaban a los dos polos de un imán de nevera.

Miré a Hamish y pensé con asombro en aquel hombre que había decidido no marcharse de casa. Aquella decisión me parecía poco acertada, aunque, en realidad, era la misma que yo había tomado.

El coche enfiló el ascenso familiar de la última colina y subimos hasta las casas donde las penetrantes uñas de Peter Harper habían dejado una cicatriz en la frente de Sarah y donde Emily había recibido su primer beso tumbada en el sofá marrón a cuadros de un chico del instituto que tocaba el saxofón. Apagué las luces, seguí avanzando a oscuras hasta un lado de la carretera y me detuve. La cabeza de Hamish se inclinó hacia atrás y chocó con el asiento. Abrió los ojos durante un instante y volvió a cerrarlos.

Desde su construcción, las torres de la central de Limerick, iluminadas a lo lejos, se habían convertido en una señal de mal augurio. Tanta energía contenida. La silueta de aquellas enormes ubres blancas que se ensanchaban como cráteres.

Me quedé en el coche con el durmiente Hamish y dirigí la vista a las oscilantes extensiones de cultivo y más allá de las copas de los árboles, iluminadas a contraluz por los focos que rodeaban las torres.

Natalie y yo habíamos hablado de hacer una excursión a la central para comprobar cuánto lográbamos acercarnos, pero el plan nunca llegó a concretarse. Era como si hubiéramos acordado tácitamente que era mejor mantener aquella imagen lejana, que la realidad resultaría decepcionante. Siempre nos habíamos referido a aquella imagen como «el futuro sin futuro».

Cuando supe que estaba embarazada de Emily llamé a mi padre a la oficina. Había ido al centro médico estudiantil de Madison a hacerme un análisis de sangre. La enfermera que me llamó para comunicarme el resultado me recomendó que me apuntara a las sesiones informativas sobre control de natalidad. Me senté en círculo junto a otras chicas y me di cuenta de que yo era la única que sonreía. Yo lo quería, a él, a ella, a quien fuera que estaba en mi interior y era parte de Jake y parte de mí.

—No todo el mundo querría un hijo siendo tan joven —dijo mi padre—. Yo me alegro, Helen. ¿Y Jake?

Jake estaba sentado en la vieja silla del comedor, prestándome su apoyo en silencio.

—También.

— ¿Niño o niña? —me preguntó—. ¿Qué preferirías?

—Me da igual, papá. He pensado en ello y la verdad es que no me importa.

—Entonces deja que sea egoísta y te diga que me encantaría tener una nieta. Sería como recibir la visita de una pequeña Helen.

Después llegó el momento de decírselo a mi madre. Marqué el número de casa e identifiqué la KYW de fondo. Era la emisora de noticias que escuchaba todo el día. Boletines informativos sobre homicidios, incendios y muertes extrañas.

—Y bien, ¿estás orgullosa? —preguntó.

— ¿Qué?

—Estás desperdiciando tu vida, lo sabes, ¿no? Echándola por la borda.

Miré a Jake—.

— ¿Mamá?

— ¿Qué?

—Voy a tener un hijo.

— ¿Y qué quieres? ¿Un premio?

Jake debió de notarme algo en la expresión porque se levantó y me quitó el auricular de la mano.

—Señora Knightly, ¿no le parece una noticia estupenda? La idea de ser padre me hace inmensamente feliz.

Ocupé la silla que Jake había dejado vacía y lo miré maravillada. Pese a haber entrado en el estado de confusión que mi madre solía causarme, sentí que si lo miraba a la cara y escuchaba su voz lograría regresar al mundo nuevo que Jake y yo habíamos formado. Un mundo que no estaba gobernado por mi madre.

Casi ocho años más tarde, también fue a mi padre a quien acudí, y fui a buscarlo a la iglesia católica del barrio. Estaba de vuelta en la ciudad, pero cuando llamé a mi madre no se lo dije. No quería verla hasta haber hablado con él.

Un hombre que trabajaba con mi padre le había hablado de los cada vez más elevados costes de mantenimiento de la parroquia de Saint Paul, y mi padre le había sugerido al sacristán que se hiciera con unas cuantas ovejas. Con todas aquellas antiguas losas que sobresalían y se amontonaban torcidas en el suelo, las ovejas mantendrían la hierba a raya mejor que cualquier cortacésped, y además su técnica era exacta, dijo mi padre. «Ni siquiera hará falta repasarla.» Aunque no tenía relación con la iglesia, se había ofrecido a ocuparse de los animales cuando le fuera posible.

Las niñas y yo nos acercamos a él desde el aparcamiento de la parroquia. Llevaba a Sarah en brazos, aunque en Madison le había dicho que, a sus cuatro años, era ya demasiado mayor para que mamá cargara con ella a todas partes. Emily, sin embargo, sonrió por primera vez desde que las metiera a ellas dos y a las tres maletas en el Escarabajo.

«¡Abuelito!», gritó. Estábamos cerca de la tapia del cementerio cuando Sarah se deslizó por mi cuerpo y se plantó en el suelo. Mi padre se volvió y al vernos soltó el rastrillo. Emily se las arregló para franquear la tapia con sus saltitos de caballo mientras yo volvía a tomar a Sarah en brazos y la pasaba por encima.

Después de conocer a las ovejas, Sally, Edith y Phyllis, y una vez que mi padre les hubo enseñado cómo las cuidaba —limpió su cobertizo de madera y rellenó los cuencos de la comida y el agua— y hubo charlado con Emily sobre un niño de la escuela que la tenía asustada, las niñas se quedaron jugando entre las tumbas.

Mi padre y yo dimos un paseo.

—Se te nota en la cara —me dijo en voz baja mientras cruzábamos el cementerio y nos adentrábamos en la zona nueva donde una cortacésped, no las ovejas, se ocupaba de mantener limpias las losas.

—Vamos a divorciarnos —dije.

Sin decir palabra, ambos nos sentamos en un banco de mármol blanco donado por una familia que había perdido a tres de sus miembros en un accidente de tráfico.

Estuvimos un rato en silencio y rompí a llorar.

—Siempre pienso en la gran cantidad de vida que hay en el cementerio —dijo mi padre—. Las flores y la hierba no crecen tanto en ningún otro lugar.

Apoyé la cabeza en su hombro. Había llegado a cierto grado de cariño con Jake y sabía que lo echaría de menos. Noté casi de inmediato que mi padre se sentía incómodo. Se apartó de mí unos centímetros y levanté la cabeza.

— ¿Has visto a tu madre? —preguntó.

—No me sentía capaz —respondí—. La he llamado desde una cabina y me ha dicho dónde estabas.

— ¿Volverás a casa?

—Me gustaría estar cerca de ti —respondí—. Pero creo que las niñas necesitan…

—Claro. Claro.

Me di cuenta de que su cabeza se ponía en marcha como había esperado que hiciera. Pensé en el pequeño reloj con la parte de atrás de cristal que había encima de su cómoda, en la fascinación que de pequeña —ejercían sobre mí las ruedas de engranaje que se movían detrás del cristal biselado.

—El señor Forrest tiene un amigo que es agente inmobiliario —dijo—. Han construido una nueva urbanización cerca de la zona donde tu madre y yo nos planteamos ir a vivir. Bonitas casas de dos plantas.

—Pero…

—Será mi regalo. —Me dio unos golpecitos en la mano.

Me puse en pie y me alisé la falda. El viaje desde Wisconsin había sido largo y caluroso. Sintiéndome culpable, me quedé mirándolo mientras me daba la espalda y se acercaba al cementerio y a sus nietas. No quería depender de él.

6

No recuerdo en qué momento Hamish por fin despertó. Me había pasado aquel intervalo con la vista clavada en la oscuridad, en dirección a las torres de la central nuclear de Limerick, pensando en mi padre.

De noche, a ninguna hora en particular, las luces de Limerick emitían destellos verdes, después rojos, cada color respondiendo a la llamada del otro. Aquel era un mensaje que Natalie y yo siempre habíamos interpretado como un SOS, como si un grupo de habitantes atrapados en el núcleo de lava, al abrigo de la noche, se comunicaran con algún desconocido que hubiera al otro lado.

Cuando Hamish se acercó a mí ya casi me había olvidado de todo. De cómo y por qué había ido a parar allí.

—Siempre he creído que tenía una gemela en algún lugar de este mundo —dijo.

Le lancé una mirada vacía, pero el peso de su mano en mi muslo me rescató del lugar en que me había perdido.

—Y no es ninguna estrategia. No es una frase que utilice para ligar.

Besé a Hamish lentamente, como si fueran ciertos aquellos sueños de la infancia: que nos habían adoptado, que habíamos caído del cielo, que nuestros padres no eran nuestros padres sino hologramas proyectados que demostraban la existencia de otro mundo al que era posible escapar.

Con el parpadeo de las luces a lo lejos, Hamish se inclinó sobre mí. Noté su peso, su aliento, su resistencia. Me pasó un brazo por encima, tiró de la palanca del asiento y lo echó hacia atrás. Ninguno de los dos dijo nada. Forcejeamos para acomodarnos entre la palanca de cambio y el volante, pero nuestra entrega era común y absoluta. Sabía que bajo ningún concepto me iría de allí sin que Hamish y yo hubiéramos llenado nuestros respectivos vacíos. Aquel era sexo fruto de la determinación y la voluntad, sexo de escalada, esforzado, destinado a tachar un objetivo de la lista hecha tan solo momentos antes. La pasión consecuencia de un suministro limitado de aire y tiempo, y de una evidente ilicitud.

Cuando alcanzamos el lugar que ambos estábamos buscando —dos enfermos enloquecidos, devorados por el ansia— yo tenía medio cuerpo en el asiento trasero, la cabeza recostada casi en ángulo recto. Hamish utilizaba los brazos para no dejar caer su peso sobre mí, y al mirar al frente vi tan solo el cálido y húmedo margen que se abría entre nuestros abdómenes mientras Hamish levantaba la cabeza hacia el techo. Cerré los ojos y sentí el impacto de sus caderas. No estaba dispuesta a salir del coche ni del momento. Daría caza al animal que había deseado matar a mi madre desde mi más tierna infancia. Entonces caí en la cuenta de que, hasta ese momento, había sido una necesidad inocente que anidaba en mi interior, como el bazo, accesorio pero siempre presente, de algún modo parte del todo.

Entre la clavícula de Hamish y su bíceps izquierdo descubrí un tatuaje que hasta entonces no había visto. Siempre pensé que los tatuajes eran algo de lo más estúpido, algo así como pedir un frappuccino agitado, una de las formas en que la gente que había perdido el rumbo reivindicaba su identidad en el mundo. Lo miré atentamente mientras una oleada de náusea e hilaridad me crecía en el estómago. Era un tatuaje en forma de círculo, muy de suburbio, de aspecto oriental y sin duda hecho en Thad's Parlor, junto a la tienda de recambios para automóviles. En aquel azul mínimo se podía identificar la cola de un dragón, y si la seguías, te llevaba hasta la cabeza, que se mordía la cola.

—Madre mía, Hell —soltó Hamish, a mi lado—. Joder.

—Gracias, Hamish.

—Ha sido un verdadero placer.

—Tengo que irme a casa —dije.

Hamish se miró el reloj y se sentó. Solo entonces pensé en Natalie. La imaginé en su cita con el contratista de Downington. La recordé, cuando éramos pequeñas, citando los versos de un poema de Emily Dickinson. «Porque yo no podía detener la Muerte / bondadosa se detuvo por mí.» Estaba de puntillas sobre sus odiadas zapatillas de ballet y al término de cada verso daba una vuelta completa, hasta que, mareada y algo borracha por el brandy que le habíamos robado a su madre, se desplomó encima de la cama, entre mis brazos.

— ¿Muerte? —preguntó, mirándome a los ojos.

—Encantada de conocerte, hermana —respondí con gorgoritos de barítono.

En los momentos de confusión después de dejar a Hamish, no sabía si felicitarme o darme de cabeza contra la pared. Habían pasado más de dos décadas desde la última vez que había mantenido relaciones sexuales en un coche con un hombre que aún no tenía edad de toser, esputar o gruñir nada más despertarse. De un modo vago, habíamos quedado en volver a vernos, y Hamish me había dedicado una penetrante mirada que solo puedo definir como de vidriosa intensidad. El veía en mí sexo y experiencia. Mi percepción borrosa solo me permitía ver, cuando lo miraba, los últimos vestigios de la virtud.

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