Casi la Luna (15 page)

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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

BOOK: Casi la Luna
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—Volved a casa con vuestras mujeres —ordenó.

En primavera se alargaba el día, pero aquel había alcanzado ya ese punto en que la oscuridad se vuelve inevitable y el sol había comenzado a ponerse tías la hilera de abetos que separaban nuestro jardín del de los Leverton.

Había recuperado la colcha y, sentándome derecha, la apreté contra el pecho. No iba a llorar. Recuerdo que me hice esa promesa, pese al escozor que sentía en la mejilla. Lo más extraño era que el perejil aplastado de mi padre me parecía peor que la bofetada. Era una de las alegrías que traía a casa para mi madre. Cuando lo hacía, cuando cortaba romero, mejorana o tomillo, el aroma se quedaba prendido en sus dedos, y él se los pasaba a mi madre por el pelo y le arrancaba una sonrisa.

—Puedes decirle a tu padre que los vecinos han decidido por consenso que tu familia debería mudarse —dijo el señor Warner, de pie junto a mí.

—Estamos en nuestro derecho de quedarnos —respondí. Ya había tomado mi decisión.

Me miró durante unos segundos y después meneó la cabeza.

Salió del jardín y me ceñí la colcha con fuerza. Era una colcha artesanal que habíamos comprado en la feria de Kutztown. «¿Ve esto? — dijo la mujer que se la vendió a mi padre—. Está trabajada a mano. Nada de máquinas.» Mi padre la había comprado seguro de que a mi madre le encantaría. Así fue. Solía colocarla en un brazo del sofá y durante las tardes vacías en que Natalie estaba ocupada y tenía que entretenerme sola, extendía la colcha sobre el sofá e imaginaba recuerdos de familia.

«Este pedazo rojo intenso simboliza la bofetada que le dieron a Helen en la mejilla cuando tenía dieciséis años», susurré para mí aquella noche en el jardín. Tuvo efecto inmediato. La bofetada se coló en el agujero que representaba mi pasado y yo me levanté, entré en casa para limpiar el guiso que había en el suelo y al pasar frente a la puerta del baño oí los sonidos estridentes de una orquesta de jazz en la radio.

9

La noche que los hombres vinieron a nuestro jardín yo tenía dos adultos a los que recurrir: mi madre, escondida en el baño del piso de abajo, y el señor Forrest, al final de la calle.

Mientras descolgaba la chaqueta de la percha que había al lado de la cocina, contemplé una de las viejas fotografías de mi madre. Era pequeña, de 10x15, y en ella llevaba una enagua y un corpiño de encaje. La de color crudo. Me senté entre el montón de adornos superfluos que había junto al canapé de terciopelo rojo, en mi opinión el mueble más incómodo que pudiera existir.

—Anima a la gente a marcharse antes —decía mi madre cuando me quejaba.

— ¿Qué gente, mamá? —preguntaba yo.

Me acerqué a la fotografía y me detuve. Quería hacerle daño, pero siempre estaba desmoronándose y llorando, ladrando y mordiendo, y llegar a ella me parecía imposible. Levanté la fotografía y recorrí la silueta de su cuerpo con el dedo. Me metí el marco en el bolsillo de la chaqueta y salí de casa sin hacer ruido. Era imposible que mi madre me hubiera oído por encima del sonido de la radio.

A la caída de la tarde las calles parecían desiertas. Ya no había nadie en los jardines. Traté de imaginar cómo sería una vista aérea de nuestro barrio si se arrancaran los tejados de las casas. ¿Cuántas familias felices se estarían acomodando para pasar una noche tranquila frente al televisor con un cuenco de palomitas en el regazo? En casa de Natalie, su madre estaría quedándose dormida, ayudada por lo que ella llamaba «un chorrito». Natalie estaría en su habitación, fantaseando con Hamish Delane, que acababa de llegar a Estados Unidos con su familia. Estaría llenando páginas de garabatos, en las que, como más tarde confesaría, se leía «Señora Natalie Delane» escrito una y mil veces.

Arrancar los tejados de todas las casas y dejar al descubierto nuestras miserias era una solución demasiado sencilla, y yo lo sabía. Las casas tenían ventanas con persianas. Los jardines tenían puertas y vallas. Había carreteras y aceras cuidadosamente planificadas, y si elegías adentrarte en la realidad de los demás, aquellos eran los caminos que debías estar dispuesto a seguir. No había atajos.

La puerta se abrió antes de que llamara al timbre. —Esperaba que vinieras a verme —dijo el señor Forrest—. Pasa, pasa. Dame el abrigo.

—Le he traído una cosa —dije yo.

Hurgué en el bolsillo de la chaqueta y saqué la fotografía enmarcada.

El señor Forrest me la quitó de las manos. Me quedé de pie en el recibidor, mirando alrededor, al paragüero de cerámica y al salón, que solo había visto desde fuera, y al comedor que se abría más allá y al que se accedía mediante tres anchos escalones de madera.

Llegué a su casa echando humo y una vez dentro sentí el calor del enfado en las mejillas.

—Es una mujer hermosa, tu madre —dijo el señor Forrest, mirando la fotografía.

—Ya.

—Vamos a sentarnos en el salón, ¿te parece?

Hasta entonces no me había dado cuenta de que el señor Forrest estaba siendo increíblemente amable conmigo, de que incluso se preocupaba por mí. Y sabía que aquello era extraordinario en él. El señor Forrest no tenía trato con ninguno de los vecinos, solo con mis padres. Nunca fue desagradable, pero su amabilidad, como llegaría a descubrir con el tiempo, era tan solo una estrategia defensiva.

Había estado en nuestra casa en muchas ocasiones a lo largo de los años, pero yo jamás había entrado en la suya. Ahora me encontraba al borde de una alfombra de seda extendida frente a la chimenea, sin saber qué decir.

—Siéntate —dijo. Mientras lo hacía, el señor Forrest soltó un fuerte silbido y Tosh entró corriendo en la habitación—. Sé muy bien a quién has venido a ver —dijo, y sonrió.

Tosh se detuvo obediente delante del señor Forrest y se tumbó en el suelo junto a él, de cara a mí.

—Te debo una disculpa —dijo el señor Forrest— No debería haberme ido. Nunca me he sentido demasiado cómodo en este lugar. En ese sentido, me parezco a tu madre.

Me fijé en la bandeja ovalada que había al lado de la chimenea. Descansaba sobre una mesa alargada de madera de cerezo, y dispuestas a su alrededor había botellas de cristal que reflejaban la luz. El señor Forrest siguió mi mirada.

—Sí, te mereces una copa —dijo con aire nervioso—, A mí también me apetece. Ven, Tosh.

Condujo a Tosh hasta el sofá de funda blanca en el que estaba sentada y dio unas palmaditas a mi lado. Tosh subió y enseguida se tumbó junto a mí.

—Buen chico —dijo el señor Forrest.

Mientras el señor Forrest me daba la espalda, me acerqué a Tosh y lo abracé, acariciando sus orejas caídas.

—Para ti he elegido un vino de oporto. Podemos beber despacio mientras hablamos de gente desagradable.

Me acercó el líquido color rojo sangre y fue a sentarse delante de mí, en una silla de terciopelo dorado en la que las rodillas le llegaban casi a la altura de los ojos.

Se rió de sí mismo.

—Nunca me siento aquí. Se llama silla de tocador, y las señoras las utilizaban para sentarse frente al espejo. Era de mi bisabuela —aclaró. —A veces lo veo por la ventana —dije, —Una visión de lo más aburrida.

Rodeaba a Tosh con un brazo y le acariciaba la oreja derecha. El tenía la boca abierta a modo de sonrisa jadeante y de vez en cuando volvía la cabeza para mirarme. Tomé un trago de oporto y enseguida tuve ganas de escupirlo.

—Despacio —dijo, al verme la cara—. Ya te lo había dicho, ¿no?

Pasé el que me pareció el minuto más largo de mi vida alborotando el pelo de Tosh y echando una ojeada a la habitación.

—Helen, ¿qué ha pasado cuando me he marchado?

—Olvídelo —respondí, sintiendo de repente que no quería hablar de ello, deseando quedarme a solas con Tosh.

—Lo siento, Helen. No suelo relacionarme con los vecinos, y si no me meto en sus asuntos me dejan en paz.

—El amigo de él me ha pegado.

El señor Forrest dejó la copa en la mesa de mármol que había a su lado. Parecía como si también a él le hubieran golpeado. Tomó aire.

—Helen, voy a enseñarte dos palabras muy importantes. ¿Estás lista?

—Sí —respondí.

—Y después te traeré algo distinto para beber porque es evidente que eso lo detestas.

Aún tenía el oporto en la mano pero ni siquiera era capaz de fingir que bebía.

—Aquí van: «Jodido cabrón».

—Jodido cabrón —repetí.

—Otra vez.

—Jodido cabrón —dije, con mayor seguridad. — ¡Con más brío!

— ¡Jodido cabrón! —dije, casi a gritos.

Me recosté en el sofá, conteniendo la risa.

—Los hay a millones. Y no puedes vencerlos, créeme. Solo cabe la esperanza de encontrar el modo de vivir tranquilo entre ellos. Aquí sentado, leyendo junto a la ventana, rodeado de mis antigüedades y mis libros… Viéndome así no lo dirías nunca, pero soy un revolucionario.

Quise preguntarle si tenía novio, pero mi madre siempre me advertía de que no debía entrometerme en la vida de los demás.

—Ya sabes que colecciono libros. ¿Te gustaría ver alguna de mis nuevas adquisiciones? —dijo el señor Forrest.

— ¿Y qué hay de mi madre? —pregunté, y la imaginé acurrucada junto a la radio, como una concha cónica.

— ¿Tu madre? —repitió mientras se levantaba—. Los dos sabemos que no irá a ninguna parte.

Se acercó para llevarse la copa aún llena de oporto. El rabo de Tosh azotó el respaldo del sofá.

—La odio —dije.

— ¿En serio, Helen? —Se quedó allí de pie, una copa en cada mano, mirándome fijamente.

—No.

—Siempre serás más fuerte que ella. Aún no lo sabes, pero es así.

—Dejó morir a Billy Murdoch.

—Eso lo hizo su enfermedad, Helen, no ella.

Levanté los ojos para mirarlo, no quería que se callara.

—Ya te habrás dado cuenta de que tu madre es una enferma mental —dijo. Dejó las copas en la bandeja de plata y se volvió hacia mí—. ¿Qué dice tu padre al respecto?

—Enferma mental.

Me sentí como si acabaran de dejarme con mucho cuidado una bomba en el regazo. No sabía desactivarla, pero sabía que, por aterrador que resultara, en su interior había una llave, la llave de todos los días malos y puertas cerradas y ataques de llanto.

— ¿Es que nunca habías oído esas palabras?

—Sí —respondí resignada.

Había utilizado el término «loca», nunca «enferma mental». «Loca» no me parecía tan malo. «Loca» era una simple palabra, como «tímida», «cansada» o «triste».

Tosh notó que el señor Forrest quería irse y saltó del sofá. Me levanté.

—Echaremos un vistazo a los libros y te prepararé un gin-tonic —dijo—. No tienes que entregarte en cuerpo y alma a tu madre, ¿lo sabes? Y tu padre tampoco, a decir verdad.

—Acaba de decir que es una enferma mental.

—Tu madre es una superviviente. Ten por seguro que hoy volverás a casa con un libro o dos de los que de otra manera no habrías oído hablar jamás, y tú me harás el favor de dejar la fotografía donde estaba.

Tosh, el señor Forrest y yo cruzamos el comedor y entramos en la cocina. Después de haber visto las otras dos habitaciones, la cocina me sorprendió. Era blanca y extremadamente funcional. No había nada en las encimeras que hiciera pensar que hubiera comido o preparado algo para comer en los últimos meses.

Me apoyé contra el fregadero y él abrió la nevera.

—Puedes darle un premio a Tosh —dijo de espaldas a mí. Encontró las botellas que buscaba y abrió el congelador—. Están en el conejo blanco de porcelana que hay al lado del fregadero.

Mientras yo alimentaba a un Tosh eufórico con lo que parecían conejos en miniatura, el señor Forrest preparó las bebidas.

— ¿Por qué es amigo de ella? —pregunté.

—Tu madre es fascinante. Es una mujer increíblemente ingeniosa y bella.

—Y cruel —añadí.

—Por desgracia tu padre y tú tenéis que vivir muchas cosas que yo no sabré jamás. Hablamos de libros. Nos ceñimos a eso y después me marcho.

Me acercó mi vaso.

—Piensa, si quieres, en la muerte de todos los jodidos cabrones de este mundo —dijo, e hizo chocar su vaso contra el mío.

— ¿Y mi madre?

—Tu madre no es una de ellos. Los jodidos cabrones son simples por naturaleza. Y ahora bebe, porque pronto estarás en una habitación donde no están permitidos los líquidos.

El gin-tonic era mejor que el oporto, y estaba frío. Bebimos mientras el señor Forrest me guiaba por el pasillo que salía de la cocina.

—En algún punto de este pasillo me convierto en una persona distinta. Pero como estoy contigo intentaré seguir aferrado a la realidad.

Llegamos a una doble puerta acristalada a través de la cual vi los pequeños focos que iluminaban la amplia habitación que había al otro lado.

—Dejemos aquí las bebidas. ¿Tienes las manos limpias? Dejé el vaso al lado del suyo, en la estantería empotrada.

—Creo que sí.

El señor Forrest alzó los brazos hacia el estante superior y bajó una caja de madera. En su interior había varios pares de guantes blancos de algodón.

—Toma, póntelos.

Me puse los guantes y me quedé mirándome las manos.

—Me siento como el ratón Mickey —dije.

—Como Minnie —me corrigió—. ¿Estás lista?

—Sí.

Se volvió hacia Tosh.

—Lo siento, chico.

Abrió la puerta y levantó la clavija del interruptor. Además de los focos direccionales colocados en círculo alrededor de la habitación, había una serie de apliques instalados en la repisa superior de las estanterías. La habitación no tenía ventanas.

—Me gusta imaginar que esta es mi ciudad —dijo el señor Forrest—. Cierro la puerta y el mundo desaparece. Puedo pasarme horas aquí dentro, salir y no tener ni idea de qué hora es.

Me acompañó a una mesa larga. No pude resistir la tentación de acariciar su brillante superficie.

—Es de Nueva Zelanda. Está hecha a partir de un viejo puente de ferrocarril. Pesa como un muerto y me costó una fortuna, pero me encanta.

Se inclinó sobre el centro de la mesa y arrastró hacia sí una caja de cartón, grande y plana.

—Son cajas archivadoras. Aquí guardo las láminas a color y algunos tipos de letras, como estas que me trajeron ayer. Venían embaladas en unas horribles bolsas de congelación. ¿Te lo puedes creer?

Abrió la caja. La primera letra que vi fue una «H» que asomaba por debajo de una lámina opaca que tomé por una hoja de papel de calco.

— ¿Ves? Es perfecto que hayas venido hoy. Aunque debo admitir que siento debilidad por la «S» de la mayoría de los alfabetos.

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