Casa desolada (90 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—Señor mío —replica Vholes, que sigue mirando al cliente como si fuera a engullírselo con los ojos, además de con su apetito profesional—. Señor mío —replica Vholes con su manera de hablar para sus adentros y con la calma de quien no tiene sangre en las venas—, no voy a tener yo la presunción de proponerme como modelo, ni de usted ni de nadie. Me basta con dejar un buen nombre a mis tres hijas; no soy egoísta. Pero como se refiere usted a mí de ese modo, reconozco que me agradaría impartir a usted algo de lo que sin duda calificaría usted, señor mío, de insensibilidad, y estoy seguro de que yo no tengo nada que objetar, digamos de mi insensibilidad, algo de mi insensibilidad.

—Señor Vholes —dice el cliente, un tanto cortado—, no era mi intención acusar a usted de insensibilidad.

—Yo creo que sí, señor mío, aunque fuera sin saberlo —responde el ecuánime Vholes—. Es muy natural. Yo tengo el deber de cuidar de sus intereses con ánimo tranquilo, y entiendo perfectamente que a sus ojos excitados yo pueda aparecer insensible en momentos como éste. Quizá mis hijas me conozcan mejor; es posible que mi anciano padre me conozca mejor. Pero también me conocen desde hace mucho más tiempo que usted, y el ojo confiado del afecto no es el mismo que el ojo desconfiado de los negocios. Al cuidar de los intereses de usted deseo que se verifique lo que hago en toda la medida de lo posible; es lo correcto; exijo que se me investigue. Pero los intereses de usted exigen que yo mantenga mi calma y mis métodos, señor Carstone, y yo no puedo actuar de otro modo; no, señor, ni siquiera para complacer a usted.

El señor Vholes, tras echar un vistazo al gato oficial que observa paciente una ratonera, vuelve a fijar su mirada hechizada en su joven cliente y continúa diciendo con su voz semiaudible y completamente abotonada, como si en su interior residiera un espíritu impuro que no quisiera salir ni hablar en voz alta:

—Pregunta usted, señor mío, lo que va a hacer durante las vacaciones judiciales. Yo supongo que ustedes, los caballeros del ejército, saben encontrar muchos medios de entretenerse si lo desean. Si me hubiera preguntado usted lo qué iba a hacer yo durante las vacaciones, podría haberle dado una respuesta más rápida. Voy a cuidar de los intereses de usted. Voy a pasarme los días aquí, cuidando de los intereses de usted. Ésa es mi obligación, señor C., y el que los Tribunales estén reunidos o de vacaciones, poco me importa. Si desea usted consultarme acerca de sus intereses, aquí me encontrará en todo momento. Otros profesionales se marchan de la ciudad. Yo no. No es que los critique por marcharse, simplemente digo que yo no me marcho. ¡Este escritorio es su roca, señor mío!

El señor Vholes le da un golpe y el escritorio resuena como una caja de ataúd. Pero no a oídos de Richard. Ese sonido le resulta alentador. Quizá el señor Vholes lo sepa.

—Tengo plena conciencia, señor Vholes —dice Richard en tono más confianzudo y de mejor humor—, de que es usted la persona más fiable del mundo, y el trabajar con usted es trabajar con alguien que no se va a dejar engañar. Pero póngase usted en mi caso, con esta vida desordenada, sumido cada día en más dificultades, siempre esperando y siempre desencantado, consciente de que no hago más que cambiar para peor, sin que nada cambie para mejor en ningún otro aspecto, y verá usted que se trata de un caso de lo más desesperado, como a veces me parece a mí.

—Ya sabe usted —dice el señor Vholes— que yo nunca pierdo la esperanza, señor mío. Le he dicho desde el primer momento, señor C., que yo nunca pierdo la esperanza. Particularmente en un caso como éste, en el que la mayor parte de las costas la paga la herencia. No tendría en cuenta mi buen nombre si abandonara la esperanza. Quizá parezca que mi objetivo son las costas. Pero cuando dice usted que nada cambia para mejor, debo negarlo, como mera cuestión de hecho.

—¿Sí? —pregunta Richard, animándose—. ¿En qué sentido lo dice usted?

—Señor Carstone, está usted representado por…

—Acaba usted de decirlo: una roca.

—Sí, señor —insiste el señor Vholes, meneando dulcemente la cabeza y golpeando su escritorio hueco, que resuena como si hubiera dentro de él cenizas que caen sobre cenizas, y polvo sobre polvo—, una roca. Eso ya es algo. Está usted representado individualmente, y ya no está perdido ni oculto entre los intereses de otros.
Eso
es algo. El pleito no está dormido; nosotros lo despertamos, lo ventilamos, lo sacamos de paseo. Eso es algo. No es solamente Jarndyce, de hecho, además de nombre.
Eso
es algo. Ahora ya no hay nadie que haga exclusivamente lo que él quiere. Y no cabe duda de que eso es algo.

Richard, con un gesto repentinamente encendido, golpea el escritorio con un puño.

—¡Señor Vholes! Si alguien me hubiera dicho la primera vez que fui a casa de John Jarndyce que era otra cosa que el amigo desinteresado que parecía ser, que era lo que se ha ido viendo gradualmente que es, no hubiera podido yo encontrar palabras lo bastante fuertes para rechazar la calumnia; no subiera podido encontrar demasiado ardor para defenderlo. ¡Qué poco sabía yo del mundo! Mientras que ahora le declaro a usted que se ha convertido para mí en la personificación del pleito, que en lugar de que éste sea algo abstracto, se ha convertido en John Jarndyce; que cuanto más sufro, más me indigno con él; que todo nuevo retraso y toda nueva desilusión no es sino una injuria más que me inflige la mano de John Jarndyce.

—No, no —dice el señor Vholes—. No diga usted eso. Debemos tener paciencia, todos nosotros. Además, a mí no me gusta ofender, señor mío. Yo nunca ofendo a nadie.

—Señor Vholes —replica el indignado cliente—, sabe usted igual que yo que si le hubiera sido posible, él habría dado carpetazo al pleito.

—No ha estado muy activo —reconoce el señor Vholes, con aire renuente—. Desde luego, no ha estado muy activo. Pero sin embargo, sin embargo, es posible que sus intenciones fueran buenas. ¿Quién puede jactarse de leer en los corazones, señor C.?

—Usted puede —contesta Richard.

—¿Yo, señor C.?

—Lo bastante bien para saber cuáles eran sus intenciones. ¿Están en conflicto nuestros intereses o no? ¡Dígame sí o no! —dice Richard, acompañado sus cuatro últimas palabras con cuatro golpes en su roca de confianza.

—Señor C. —responde Vholes, imperturbable en su actitud y sin pestañear ni una vez sus famélicos ojos—, faltaría a mi deber como asesor profesional de usted, me desviaría de mi fidelidad a los intereses de usted, si adujera que esos intereses son idénticos a los intereses del señor Jarndyce. No lo son, señor mío. Yo nunca hago procesos de intenciones. Tengo un padre y yo mismo soy padre, y nunca hago procesos de intenciones. Pero no debo renunciar a mis obligaciones profesionales, aunque ello implique sembrar la disensión en las familias. Entiendo que usted me consulta ahora, profesionalmente, acerca de sus intereses, ¿no es así? Le respondo que no son idénticos a los del señor Jarndyce.

—¡Pues claro que no! —grita Richard—. Ya lo averiguó usted hace mucho tiempo.

—Señor C. —insiste Vholes—, no deseo hablar más de lo necesario acerca de terceros. Deseo dejar mi buen nombre inmaculado, junto con los escasos bienes que haya logrado adquirir gracias a la industria y la perseverancia, a mis hijas Emma, Jane y Caroline. También deseo vivir amigablemente con mis colegas. Señor mío, cuando el señor Skimpole me hizo el honor (no diré el gran honor, pues nunca desciendo a las adulaciones) de reunirnos en estos aposentos, le mencioné a usted que no podía ofrecerle ninguna opinión, ningún consejo, acerca de los intereses de usted, mientras esos intereses estuvieran confiados a otro miembro de mi profesión. Y hablé en los términos en los que estaba obligado a hablar del bufete de Kenge y Carboy, que tiene gran reputación. Usted, señor mío, consideró oportuno retirar sus intereses del cuidado de ellos, pese a todo, y yo los acepté con las manos limpias. Esos intereses son ahora los supremos de este bufete. Como es posible que me haya usted oído mencionar, mis funciones digestivas no están en buen estado, y es posible que un descanso las hiciera mejorar, pero no voy a descansar, señor mío, mientras ostente su representación. Siempre que me necesite me hallará aquí. Llámeme a donde sea y acudiré. Durante las vacaciones, señor mío, consagraré mi tiempo libre a estudiar los intereses de usted cada vez más a fondo y a adoptar disposiciones para remover Roma con Santiago (incluido, desde luego, el Canciller) después de San Miguel, y cuando por fin felicite a usted, señor mío —dice el señor Vholes con la severidad de un hombre muy decidido—, cuando por fin felicite a usted de todo corazón por haber obtenido una fortuna, acerca de lo cual, aunque yo nunca doy esperanzas, quizá tenga algo más que decirle a usted, no me deberá usted nada, salvo lo poco que para entonces quede pendiente de los honorarios entre abogado y cliente, no incluidos en las costas judiciales, que recaen sobre el patrimonio. No tengo ningún derecho sobre usted, señor C., salvo el del desempeño celoso y activo (no el desempeño lánguido y rutinario, señor mío, eso sí debo reconocérmelo a mí mismo) de mis obligaciones profesionales. Una vez cumplido felizmente mi deber, todo habrá terminado entre nosotros.

Para terminar, Vholes añade en calidad de postdata de esta declaración de sus principios, que como el señor Carstone está a punto de reincorporarse a su regimiento, es posible que el señor C. desee complacerlo con una orden de pago contra su agente por valor de 20 libras a cuenta.

—Porque últimamente, señor mío —observa el señor Vholes, pasando las hojas de su Libro Diario—, ha habido muchas consultas y asistencias, y estas cosas van acumulándose y yo no presumo de ser hombre de capital. Cuando iniciamos nuestras actuales relaciones le dije a usted abiertamente (es uno de mis principios que las relaciones entre abogado y cliente nunca pueden ser demasiado abiertas) que yo no era hombre de capital, y que si su objetivo era el capital, mejor sería dejar los documentos en el bufete de Kenge. No, señor C., aquí, señor mío, no encontrará usted ninguna de las ventajas ni de las desventajas del capital. Ésta —y Vholes da otro golpe hueco al escritorio— es su roca; no pretende ser nada más.

El cliente, con su abatimiento sensiblemente aliviado, y con sus vagas esperanzas reanimadas, toma pluma y tinta y escribe la nota, aunque no sin realizar antes un estudio y un cálculo perplejo de la fecha que puede llevar, lo cual implica la existencia de escaso efectivo en manos de su agente. Durante todo ese rato Vholes, con el cuerpo y la mente abotonados, lo contempla atentamente. Durante todo ese rato el gato oficial de Vholes sigue contemplando la ratonera.

Por último, el cliente da la mano al señor Vholes y le ruega que, por el amor del Cielo y por el amor de la Tierra haga todo lo posible por «sacarlo con bien» del Tribunal de Cancillería. El señor Vholes, que nunca da esperanzas, pone la palma de la mano en el hombro del cliente y le responde con una sonrisa: «Siempre estoy aquí, señor mío. Personalmente o por carta, siempre me encontrará usted aquí, señor mío, con el hombro arrimado a la rueda». Así se separan, y Vholes, al quedarse solo, se dedica a trasladar una serie diversa de notas de su Diario a su libro personal de contabilidad, en beneficio final de sus tres hijas. Igual podría un zorro industrioso, o un oso, establecer su contabilidad de gallinas o de viajeros perdidos mientras miran a sus cachorros; por no ofender con esa palabra a las tres doncellas de cara macilenta, flacas y abotonadas que viven con el padre Vholes en el rústico chalet situado en medio de un jardín húmedo de Kennington.

Richard sale de las tinieblas de Symond's Inn a la luz del sol de Chancery Lane (pues da la casualidad de que hoy brilla el sol), va paseando pensativo hacia Lincoln’s Inn y pasa bajo la sombra de los árboles de Lincoln’s Inn. Son muchos los paseantes bajo los que han caído las sombras moteadas de esos árboles: sobre cabezas igualmente bajas, uñas igualmente mordisqueadas, ojos gachos, pasos titubeantes, aire errabundo y soñador, mientras el bien se consume y se ve consumido y la vida se agría. Nuestro paseante todavía no está raído, pero es posible que llegue a estarlo. La Cancillería, que no conoce sabiduría alguna salvo en los Precedentes, goza de gran riqueza en esos Precedentes, y, ¿por qué va éste a ser distinto de los diez mil anteriores?

Pero hace tan poco tiempo que se inició su decadencia que cuando se va alejando, renuente a la idea alejarse del lugar durante varios meses, por mucho que lo deteste, que quizá el propio Richard considere que su caso es excepcional. Aunque le pese en el corazón estar lleno de preocupaciones corrosivas, de angustia, de desconfianza y de dudas, quizá le quede margen para preguntarse tristemente al recordar lo distintas que fueron sus primeras visitas a este mismo lugar, cuán diferente era él, cuán diferentes veía las cosas mentalmente. Pero la injusticia engendra injusticia, el combatir con las sombras y verse derrotado por ellas requiere establecer sustancias con las que combatir; se ha convertido en un alivio indescriptible el pasar del pleito impalpable que no puede comprender nadie en este mundo a la figura palpable del amigo que lo hubiera salvado de la ruina y convertirlo a él en su enemigo. Richard le ha dicho la verdad a Vholes. Tanto si está de buen humor como de malo, sigue atribuyendo todos sus problemas a la misma causa; se ha visto contrariado en ese sentido, con respecto a un objetivo bien claro, y ese sentido sólo puede deberse al único tema que está a punto de absorber toda su existencia; además, se considera justificado ante sus propios ojos al disponer de un antagonista y un opresor claramente identificado.

¿Convierte todo esto a Richard en un monstruo, o cabe advertir que la Cancillería también abunda en Precedente de este tipo, de suponer que el Ángel Escribano pudiera demandar su presentación?

Mientras él se va mordiendo las uñas melancólico al cruzar la plaza, dos pares de ojos que están ya acostumbrados a ver personas que se hallan en la misma situación ven que desaparece en la sombra de la puerta del sur, y van siguiéndolo. Los poseedores de esos ojos son el señor Guppy y el señor Weevle, que han estado conversando, apoyados en el parapeto bajo de piedra bajo los árboles. Pasa junto a ellos, sin ver nada más que el suelo.

—William —dice el señor Weevle alisándose las patillas—, ¡ahí marcha alguien en combustión! No es un caso de la Espontánea, pero sí de una combustión lenta.

—¡Ah! —dice el señor Guppy—. No ha querido mantenerse apartado del caso Jarndyce y supongo que está endeudado hasta las cejas. Nunca llegué a conocerle bien. Cuando estuvo a prueba con nosotros era más tieso que el Monumento
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. Por mí, cuanto más lejos, mejor, como pasante y como cliente. Bueno, Tony, lo que están tramando es lo que te decía yo.

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