—¿No lo estamos, caballero? —pregunté.
—Hemos degenerado —respondió, sacudiendo la cabeza, lo cual sólo podía hacer hasta donde se lo permitía el corbatín—. Estos tiempos igualitarios no son favorables al buen Porte. Fomentan la vulgaridad. Es posible que yo no hable con imparcialidad. Quizá no debiera decir que desde hace ya unos años se me conoce como el Caballero Turveydrop, o que Su Alteza Real, el Príncipe Regente, me hizo una vez el honor de preguntar, cuando me quité el sombrero al salir él del Pabellón de Brighton (magnífico edificio): «¿Quién es? ¿Quién diablos es? ¿Por qué no lo conozco? ¿Por qué no tiene una renta de treinta mil al año?». Pero eso no son sino pequeñas anécdotas, muy conocidas, señora, muy conocidas todavía entre las clases altas.
—¿Verdaderamente? —dije.
Replicó con aquella inclinación suya de los hombros:
—En cuanto a lo que nos queda de buen Porte —añadió—, Inglaterra (¡pobre país mío!) ha degenerado muchísimo, y sigue degenerando día tras día. Ya no le quedan muchos caballeros. Somos pocos. No veo que nos pueda suceder más que una raza de tejedores.
—Cabría esperar que la raza de los caballeros se perpetuara aquí —comenté.
—Es usted muy amable —sonrió, una vez más con aquella inclinación de los hombres—. Me halaga. Pero no…, ¡no! Jamás he podido imbuir a mi pobre muchacho de esa parte de su arte. Dios impida que hable yo mal de mi querido hijo, pero… no tiene Porte.
—Parece ser un excelente profesor —observé.
—Compréndame usted, mi querida señora, es un excelente profesor. Ha adquirido todo lo que se puede adquirir. Sabe impartir todo lo que se puede impartir. Pero hay cosas… —y tomó otro poco de rapé y volvió a inclinarse, como para decir: «cosas así, por ejemplo».
Miré hacia el centro de la sala, donde el enamorado de la señorita Jellyby, que ahora trabajaba con sus alumnas una por una, se esforzaba más que nunca.
—Este hijo mío es excelente —murmuró el señor Turveydrop, ajustándose el corbatín.
—Su hijo es infatigable —dije.
—Es para mí un honor —respondió el señor Turveydrop— oírselo decir a usted. En algunos respectos sigue el camino de su santa madre. Era muy leal. Pero, ¡aah, Mujer, aah, Mujer —añadió el señor Turveydrop con una galantería desagradable—, qué sexo tan difícil!
Me levanté para ir a reunirme con la señorita Jellyby, que se estaba poniendo el sombrero. Como ya había pasado todo el tiempo asignado a la clase, todas se estaban poniendo los sombreros. No sé cómo encontraron la señorita Jellyby y el pobre Prince tiempo para prometerse, pero, desde luego, en aquella ocasión no tuvieron tiempo para intercambiar ni una docena de palabras.
—Hijo mío —preguntó benignamente el señor Turveydrop a su hijo—, ¿sabes qué hora es?
—No, padre. —El hijo no tenía reloj. El padre tenía uno muy bueno y de oro, que sacó con un gesto que era un ejemplo para toda la Humanidad.
—Hijo mío —dijo—, son las dos. Recuerda que tienes una clase en Kensington a las tres.
—Tengo tiempo de sobra, padre —respondió Prince—. Puedo comer algo sobre la marcha y llegar a la hora.
—Hijo mío querido —replicó su padre—, tienes que darte prisa. Como verás, en la mesa tienes algo de cordero frío.
—Gracias, padre. ¿Se marcha
usted
ya, padre?
—Sí, hijo mío. Supongo —dijo el señor Turveydrop, cerrando los ojos y levantando los hombros, con un gesto de modestia— que, como de costumbre, he de pasear en Corte.
—Tendría que comer bien en alguna parte —dijo su hijo.
—Es lo que me propongo, muchacho. Creo que comeré algo en la Casa de Francia, en la Columnata de la ópera.
—Eso está muy bien. ¡Adiós, padre! —dijo Prince, dándole la mano.
—¡Adiós, hijo mío! ¡Ve con mi bendición!
El señor Turveydrop dijo aquellas palabras en tono santurrón, lo que pareció agradar a su hijo, que al separarse de él estaba tan satisfecho de él, tan deferente con él y tan orgulloso de él que casi me pareció que fuera una falta de amabilidad para con el joven el no ser capaz de creer implícitamente en el viejo. Los pocos momentos que dedicó Prince a despedirse de nosotras (y especialmente de una de nosotras, como pude apreciar gracias a hallarme en el secreto) aumentaron mi impresión favorable de su carácter casi infantil. Sentí por él tal afecto y tal compasión cuando se puso su violincito en el bolsillo (y con él sus deseos de quedarse un rato más con Caddy) y se marchó bienhumorado hacia su cordero frío y su escuela de Kensington, que casi me quedé tan airada contra el padre como la anciana severa.
El padre nos abrió la puerta del salón y nos despidió con una reverencia, con unos modales, debo reconocerlo, dignos de su brillante modelo. Con ese mismo aire nos pasó al cabo de un rato, por el otro lado de la calle, camino de la parte aristocrática de la ciudad, donde iba a mostrarse entre los pocos caballeros más que quedaban. Por unos momentos me perdí en mis reflexiones sobre lo que había visto y oído en Newman Street, de forma que no podía hablar con Caddy, ni siquiera fijar la atención en lo que decía ella, sobre todo cuando me empecé a preguntar mentalmente si había o había habido jamás otros caballeros, no pertenecientes a la profesión danzarina, que vivieran y fundaran una reputación exclusivamente sobre la base de su porte. Era algo tan enigmático, y sugería la posibilidad de que hubiera tantos señores Turveydrop, que me dije: «Esther, tienes que decidirte a dejar totalmente de lado este tema y ocuparte de Caddy». Es lo que hice, y fuimos charlando todo el resto del camino hasta llegar a Lincoln’s Inn.
Caddy me dijo que la educación de su enamorado había sido tan descuidada que no siempre resultaba fácil leer las notas que le enviaba. Dijo que si no se preocupara tanto de la ortografía, y no se esforzara tanto por escribir con claridad, lo haría mejor; pero añadía tantas letras innecesarias en las palabras cortas que a veces parecían cualquier cosa menos inglés.
—Lo hace con la mejor intención —observó Caddy—, pero, ¡pobrecito!, no consigue el efecto que desea.
Después Caddy siguió razonando que no podía esperarse de él que fuera muy culto, criando se había pasado toda la vida en la escuela de baile, y no había hecho más que enseñar y azacanarse, azacanarse y enseñar, mañana, tarde y noche. Y, además, ¿qué más daba? Ella podía escribir todas las cartas que hicieran falta, como había aprendido a sus propias expensas, y más valía que él fuera bueno que culto.
—Además, no es como si yo fuera una chica preparadísima que tuviera derecho a darse aires de nada —añadió Caddy—. ¡Bien poco que sé yo, gracias a Madre! Y hay otra cosa que quiero decirle, ahora que estamos solas las dos —continuó—, que no me hubiera gustado mencionar si no hubiera visto usted ya a Prince, señorita Summerson. Ya sabe usted lo que es nuestra casa. De nada me vale que intente aprender en
nuestra
casa nada que le conviniera saber a la mujer de Prince. Vivimos en tal estado de desorden que es imposible, y cuando lo he intentado no ha valido sino para descorazonarme todavía más. Así que voy obteniendo algo de práctica (¿se lo podrá creer?) ¡con la pobre señorita Flite! A primera hora de la mañana la ayudo a limpiar su cuarto y a limpiar a los pájaros, y le hago una taza de café (claro que es ella la que me ha enseñado), y he aprendido a hacerlo tan bien que Prince dice que es el mejor café que ha tomado en su vida y que le gustaría mucho al señor Turveydrop padre, que es muy exigente con el café. También he aprendido a hacer pastelillos, y ya sé comprar cuello de cordero, y té y azúcar, y mantequilla, y muchas cosas de la casa. Todavía no soy muy hábil con la aguja —dijo Caddy echando una mirada a los arreglos de la ropa de Peepy—, pero quizá vaya mejorando, y desde que estoy comprometida con Prince y haciendo todas estas cosas me siento de mejor humor, creo yo, y tengo más paciencia con Madre. Esta mañana, al principio, me puse un poco nerviosa al ver a usted y la señorita Clare tan aseadas y tan guapas, y sentí vergüenza de mí misma, y también de Peepy, pero en general espero tener mejor humor que antes, y más paciencia con Madre.
La pobre chica se esforzaba tanto y hablaba con tal sinceridad que me emocionó.
—Caddy, encanto —repliqué—, empiezo a sentir gran afecto por ti, y espero que nos hagamos amigas.
—¿De verdad? —exclamó Caddy—. ¡Me gustaría tanto!
—Mi querida Caddy —dije—, seamos amigas a partir de ahora y hablemos a menudo de estas cosas para ver cómo se pueden arreglar.
Caddy estaba contentísima. Yo dije todo lo que pude, a mi aire anticuado, para tranquilizarla y animarla, y aquel día no hubiera tenido nada malo que decir el señor Turveydrop padre, salvo que hubiera servido para obtenerle una dote a su nuera.
Ya estábamos llegando a casa del señor Krook, cuya puerta particular estaba abierta. A la entrada había un cartel anunciando que quedaba un cuarto libre en el segundo piso. Aquello recordó a Caddy decirme, mientras subíamos la escalera, que allí se había producido una muerte repentina y se había celebrado una encuesta, y que nuestra anciana amiga se había puesto enferma del susto. Como la puerta y la ventana del cuarto libre estaban abiertas, nos detuvimos a mirar. Se trataba del cuarto de la puerta oscura que la señorita Flite había señalado en secreto a mi atención la última vez que estuve en aquella casa. Era un lugar triste y desolado, que me dio una extraña sensación de dolor e incluso de horror.
—¡Se ha puesto usted pálida —dijo Caddy cuando salimos— y fría!
Me sentía como si el cuarto me hubiera dado un escalofrío.
Mientras hablábamos habíamos andado despacio, y mi tutor y Ada habían llegado antes que nosotros. Los encontramos en la buhardilla de la señorita Flite. Estaban contemplando los pájaros, mientras un médico que tenía la bondad de atender a la señorita Flite con gran solicitud y compasión hablaba animadamente con ella ante la chimenea.
—Ya he terminado mi visita profesional —dijo levantándose—. La señorita Flite está mucho mejor y puede ir mañana al Tribunal (dado que es lo que más desea). Tengo entendido que allí la han echado mucho de menos.
La señorita Flite recibió el cumplido con agrado y nos hizo una reverencia general.
—Es un honor, de verdad —dijo—, recibir una visita de las pupilas de Jarndyce. ¡Un honor recibir a Jarndyce de Casa Desolada bajo mi humilde techo! —reverencia especial—. ¡Mi querida Fitz-Jarndyce
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—aparentemente le había puesto ese nombre a Caddy y siempre la llamaba así—, doblemente bienvenida!
—¿Ha estado muy enferma? —preguntó el señor Jarndyce al caballero a quien habíamos encontrado atendiéndola. Pero respondió ella directamente, aunque la pregunta se había hecho en un susurro.
—¡Ay, muy mal! ¡He estado malísima! —dijo en tono confidencial—. No es que hayan sido dolores, saben. Problemas. ¡No tanto corporales como nerviosos, nerviosos! —dijo en una voz baja y trémula—. La verdad es que hemos tenido una muerte en esta casa. Había veneno en la casa. Y yo soy muy susceptible a esas cosas horribles. Me dio miedo. El señor Woodcourt es el único que sabe cuánto miedo. ¡Mi médico, el señor Woodcourt! —dicho con gran pompa— Las pupilas de Jarndyce, Jarndyce de Casa Desolada, y Fitz-Jarndyce.
—La señorita Flite —dijo el señor Woodcourt con voz grave y amable, como si estuviera ordenándole algo al mismo tiempo que se dirigía a nosotros— describe su enfermedad con su exactitud habitual. Se sintió alarmada ante algo ocurrido en la casa que podría haber alarmado a alguien más fuerte que ella. Me llamó en las primeras prisas del descubrimiento, aunque ya era demasiado tarde para que le pudiera yo servir de nada a aquel pobrecillo. He tratado de compensar esa desilusión viniendo a verla desde entonces y siéndole de alguna utilidad.
—Es el médico más amable de todo el Colegio —me susurró la señorita Flite—. Estoy esperando una Sentencia. El Día del Juicio. Y entonces conferiré herencias.
—Dentro de uno o dos días va a estar bien —dijo el señor Woodcourt con una sonrisa observadora—, o todo lo bien que puede estar. ¿Se han enterado de su buena fortuna?
—¡Algo extraordinario! —dijo la señorita Flite con una sonrisa animada—. ¡Hija mía, jamás ha oído usted cosa igual! Todos los sábados, Kenge el Conversador, o Guppy (el pasante del Conversador K.), me pone en la mano un cartucho de chelines. ¡Chelines, se lo aseguro! Siempre hay la misma cantidad en el paquete. Siempre hay uno para cada día de la semana. ¡Verdaderamente, quién lo iba a imaginar! Tan oportuno, ¿verdad? ¡Sí! ¿Y de dónde vienen esos cartuchos, dirá usted? Ésa es la cuestión. Naturalmente. ¿Quiere que le diga lo que opino yo? Yo opino —dijo la señorita Flite, echándose atrás con una mirada de gran astucia, y sacudiendo el índice de manera muy significativa— que el Lord Canciller, consciente del tiempo que lleva abierto el Gran Sello (¡porque lleva abierto mucho tiempo!), es el que me los envía. Supongo que hasta que se pronuncie la Sentencia. Y eso es algo que lo honra mucho, ¿saben ustedes? Confesar así que él es un tanto lento para la vida humana. ¡Qué delicadeza! El otro día, cuando asistía a los Tribunales (a los que asisto regularmente) con mis documentos, se lo dije, y casi confesó. Es decir, le sonreí desde mi banco, y él me sonrió desde el estrado. Pero es una gran fortuna, ¿no? Y Fitz-Jarndyce me administra el dinero muy bien. ¡Sí, le aseguro que muy bien!
La felicité (porque era a mí a quien se dirigía) por aquel aumento afortunado de sus ingresos, y le deseé que continuara mucho tiempo. No me pregunté cuál sería su origen ni quién sería tan humano y considerado. Mi Tutor estaba a mi lado contemplando los pájaros y no me hacía falta mirar más lejos.
—¿Y cómo llama usted a estos animalitos, señora? —preguntó con su tono agradable de siempre—. ¿Tienen algún nombre?
—Puedo responder por la señorita Flite que sí los tienen —dije yo—, porque nos prometió decírnoslos. ¿Te acuerdas, Ada?
Ada lo recordaba perfectamente.
—¿Sí? —preguntó la señorita Flite—. ¿Quién llama a la puerta? ¿Por qué está usted escuchando a mi puerta, Krook?
El viejo de la casa abrió la puerta y apareció con su gorra de piel en la mano y su gato a los talones.
—No estaba escuchando, señorita Flite —dijo—. Estaba a punto de llamar, pero ¡es usted tan rápida!
—Que se marche esa gata. ¡Que se vaya inmediatamente! —exclamó airada la anciana.
—¡Vamos, vamos! No hay ningún peligro, señores —dijo el señor Krook mirándonos lenta y atentamente uno por uno hasta el último—, jamás se tiraría a los pájaros conmigo delante, salvo que se lo dijera yo.