Cuando regresé, el señor Skimpole me besó la mano y pareció muy emocionado. No por sí mismo (una vez más tuve conciencia de aquella contradicción tan asombrosa y extraordinaria), sino por nosotros, como si toda consideración personal le resultara inconcebible, y la mera contemplación de nuestra felicidad lo embargara. Richard me pidió, para que la transacción fuera más discreta, según dijo, que le pagara yo a Coavinses (como lo llamaba ahora jocularmente el señor Skimpole), y yo conté el dinero y recibí la factura necesaria. También aquello encantó al señor Skimpole.
Sus cumplidos eran tan delicados que me sonrojé menos de lo que hubiera podido ocurrir de otro modo, y pagué al desconocido del guardapolvos blanco sin cometer ningún error. Se metió el dinero en el bolsillo e inmediatamente dijo:
—Bueno, pues le deseo muy buenas noches, señorita.
—Amigo mío —dijo el señor Skimpole de espaldas a la chimenea tras renunciar al dibujo cuando lo tenía a medio acabar—, desearía preguntarle algo, sin ánimo de ofender.
Creo que la respuesta fue algo así como:
—¡Pues venga, desembuche!
—¿Sabía usted esta mañana misma que iba a venir aquí con esta misión? —preguntó el señor Skimpole.
—Ya me lo habían avisado ayer a la hora del té —dijo Coavinses.
—¿Y no le afectó el apetito? ¿No le incomodó?
—Ni hablar —dijo Coavinses—. Ya sabía que si no le pescaba hoy le iba a pescar mañana. Un día más o menos, da igual.
—Pero cuando vino usted aquí —continuó el señor Skimpole— hacía un día magnífico. Brillaba el sol, hacía algo de viento, las luces y las sombras recorrían los prados, cantaban los pájaros.
—Que yo sepa,
naide
ha dicho lo contrario —respondió Coavinses.
—No —observó el señor Skimpole—. Pero, ¿qué venía usted pensando por el camino?
—¿Qué dice usted? —gruñó Coavinses con aire de ofenderse—. ¡Pensar! Ya tengo bastante que hacer y bien poco que me pagan para andar pensando. ¡Pensar! —dijo con gran desprecio.
—Entonces, en todo caso, usted no pensó nada parecido a esto —continuó el señor Skimpole—: «A Harold Skimpole le encanta ver la luz del sol, le encanta oír el ruido del viento, le encanta ver cómo cambian las luces y las sombras, le encantan los pájaros, esos coristas de la gran catedral de la Naturaleza. ¡Y tengo la sensación de que estoy a punto de privar a Harold Skimpole de su participación en esas posesiones, que son lo único que tiene en la vida!». ¿No se le ocurrió pensar nada en ese sentido?
—Desde - luego - que - NO —dijo Coavinses, cuya obstinación en rechazar totalmente tamaña idea era tan intensa que sólo podía darle una expresión adecuada si interponía un largo intervalo entre cada palabra y acompañaba la última con tal gesto que hubiera podido dislocarse el pescuezo.
—¡Qué extraños y qué curiosos son los procesos mentales de ustedes, los hombres de negocios! —dijo el señor Skimpole, pensativo—. Gracias, amigo mío. Buenas noches.
Como nuestra ausencia ya había sido bastante prolongada como para parecer extraña a quienes quedaban abajo, volví inmediatamente y encontré a Ada bordando junto a la chimenea y hablando con su primo John. Al cabo de un momento reapareció el señor Skimpole, y poco después Richard. Yo estuve muy ocupada durante el resto de la velada en tomar mi primera lección de
backgammon
del señor Jarndyce, que era muy aficionado a ese juego, y de quien naturalmente quería aprenderlo cuanto antes para serle algo útil como adversaria cuando no tuviera otro mejor. Pero de vez en cuando pensé, mientras el señor Skimpole tocaba algunos fragmentos de sus propias composiciones, o cuando, tanto al piano como al violoncello o a la mesa, mantenía, sin el más mínimo esfuerzo, su delicioso ánimo y su divertida charla, que tanto Richard como yo parecíamos conservar la impresión vicaria de haber estado detenidos desde la hora de la cena, lo cual resultaba verdaderamente muy curioso.
Cuando nos separamos ya era tarde, pues cuando Ada se iba a retirar a las once, el señor Skimpole se puso al piano y empezó a tocar, hilarantemente, la canción de que «la mejor forma de prolongar nuestros días era robarle unas horas a la Noche, querida mía». Eran más de las doce cuando tomó su vela y su faz radiante del aposento, y creo que podría habernos retenido allí hasta el amanecer, si lo hubiera deseado. Ada y Richard se quedaron un momento junto a la chimenea, preguntándose si la señora Jellyby habría terminado sus dictados del día, cuando volvió el señor Jarndyce, que había salido antes.
—¡Dios mío, qué es esto, qué es esto! —dijo frotándose la frente y paseándose arriba y abajo con su bienhumorada irritación—. ¿Qué es lo que me han dicho? Rick, muchacho, Esther, hija mía, ¿qué habéis hecho? ¿Cómo habéis podido hacerlo? ¿Por qué lo habéis hecho? ¿Cuánto os ha costado a cada uno?… Ha vuelto a cambiar el viento. Lo siento en todos mis poros.
Ninguno de los dos sabía muy bien qué responder.
—¡Vamos, Rick, vamos! Tengo que solventar esto antes de irme a dormir. ¿Cuánto os ha costado a cada uno? ¡Sé perfectamente que juntasteis vuestro dinero! ¿Por qué? ¿Cómo habéis podido? ¡Dios mío, sí, sopla de Levante, estoy seguro!
—La verdad, señor, es que no me parece honorable decírselo. El señor Skimpole confió en nosotros…
—¡Qué Dios te bendiga, hijo mío! ¡El confía en todo el mundo! —dijo el señor Jarndyce, frotándose vigorosamente la cabeza y deteniéndose.
—¿De verdad, señor?
—¡En todo el mundo! ¡Y la semana que viene tendrá el mismo problema! —dijo el señor Jarndyce, que seguía paseándose a grandes zancadas, con una vela en la mano, aunque ya se le había apagado—. Siempre tiene algún problema. Desde que nació tiene el mismo problema. Creo que el anuncio de su nacimiento que se publicó en los periódicos, cuando su madre lo dio a luz, fue: «El martes, en su residencia de Edificios Dificultades, la señora Skimpole, un niño con problemas».
Richard rió de buena gana, pero añadió:
—Aún así, señor, no quiero quebrantar su confianza, ni violarla, y si somete a su mejor criterio una vez más que debo mantener su secreto, espero que lo reflexionará antes de insistir más. Claro que si insiste usted, señor, sabré que no tengo razón y se lo diré.
—¡Bien! —exclamó el señor Jarndyce, volviendo a detenerse y haciendo varias tentativas distraídas de meterse la palmatoria en el bolsillo—. Yo… ¡ten! Llévatela, hija mía. No sé lo que voy a hacer. La culpa de todo la tiene el viento, siempre tiene este efecto. No te voy a insistir, Rick; quizá tengas razón. Pero la verdad es que… abusar de ti y de Esther… y exprimiros como una tierna naranja de las Azores!… ¡Esta noche va a haber un ventarrón!
Ahora unas veces se metía las manos en los bolsillos, como si fuera a dejarlas en ellos largo rato, otras las volvía a sacar y se frotaba vehementemente la cabeza.
Me aventuré a aprovechar aquella oportunidad para sugerir que como el señor Skimpole era como un niño en todas esas cosas…
—¿Cómo, hija mía? —preguntó el señor Jarndyce que había oído la última palabra.
—… como un niño, señor —dijo—, y tan diferente de otras personas…
—¡Tienes razón! —dijo el señor Jarndyce con expresión más alegre—. Tu intuición femenina ha dado en el blanco. Es un niño. Un niño en todo. Recordad que os dije que era un niño la primera vez que lo mencioné.
—¡Desde luego! ¡Desde luego! —dijimos nosotros.
—Y es un niño, ¿no es verdad? —preguntó el señor Jarndyce, que se iba tranquilizando cada vez más. Dijimos que no cabía duda de ello.
—Si lo pensáis, es de lo más pueril de vuestra parte, quiero decir de la mía, considerarlo ni un momento como un adulto. No se le puede atribuir la responsabilidad a él. ¡Qué idea, Harold Skimpole con planes o proyectos, o con una idea de las consecuencias! ¡Ja, ja, ja!
Resultaba tan delicioso ver cómo se disipaban las nubes que se cernían sobre su animado rostro, y verlo tan complacido, y advertí, porque era imposible no advertirlo, que la fuente de su placer era la bondad que se sentía torturada al condenar a alguien, o desconfiar de él o acusarlo en secreto, que vi cómo a Ada se le saltaban las lágrimas, y sentí que a mí también.
—¡Pero si es que soy un completo idiota —dijo el señor Jarndyce—, si necesito que me lo recuerden! Todo el asunto es cosa de niños del principio al fin. ¡Nadie más que un niño hubiera pensado en recurrir a vosotros como partes en el asunto! ¡Nadie más que un niño hubiera pensado que vosotros tendríais el dinero! ¡Si hubieran sido 1000 libras, habría actuado exactamente igual! —exclamó el señor Jarndyce con la cara radiante.
Todos lo confirmamos por la experiencia de aquella noche.
—¡Claro, claro! —dijo el señor Jarndyce—. Sin embargo, Rick, Esther, y también tú, Ada, pues no estoy seguro de que ni siquiera tu bolsito esté a salvo de su inexperiencia, debéis prometerme todos que en adelante no volveréis a hacer nada de esto. ¡Nada de anticipos! Ni siquiera seis peniques.
Todos lo prometimos fielmente; Richard con una mirada divertida en mi dirección mientras se tocaba el bolsillo, como para recordarme que no había peligro de que nosotros faltáramos a nuestra promesa.
—En cuanto a Skimpole —añadió el señor Jarndyce—, lo que le arreglaría la vida a este chico sería una casa de muñecas habitable, con una buena mesa y unas cuantas personas de juguete con las que endeudarse y a las que pedir prestado. Supongo que ahora mismo ya estará durmiendo como un niño. Ya es hora de llevar mi cabeza más astuta a mi almohada más mundana. Buenas noches, hijos míos. ¡Que Dios os bendiga!
Antes de que encendiéramos nuestras velas volvió atrás y dijo:
—¡Ah! He estado mirando la veleta y veo que lo del viento ha sido una falsa alarma. ¡Es de Mediodía! —y se marchó canturreando algo.
Ada y yo convinimos, mientras charlábamos un rato en el piso de arriba, que su manía con el viento era inventada, y que usaba esa ficción para explicar todos los disgustos que no podía disimular, en lugar de acusar a la causa real del disgusto, o de criticar o despreciar a alguien. Nos pareció algo muy característico de su amabilidad excéntrica, y de la diferencia entre él y esas gentes petulantes que convierten a los vientos (particularmente a ese mal viento que había elegido él con fines muy diferentes) en excusas para sus horas de atrabiliariedad y mal humor.
De hecho, en aquella velada se había añadido tanto afecto a mi gratitud anterior hacia él, que esperaba empezar ya a comprenderlo en medio de aquellas sensaciones confusas. No se podía esperar de mí que conciliara todas las aparentes incoherencias del señor Skimpole o de la señora Jellyby, dada mi poca experiencia y mis pocos conocimientos prácticos. Y tampoco lo intenté, pues tenía la cabeza muy ocupada, cuando estaba a solas con Ada y con Richard, en pensar en la confianza que parecía concedérseme en lo relativo a ellos. Mi imaginación, quizá un poco agitada por el viento, tampoco consentía en ser totalmente altruista, aunque la habría persuadido a serlo de haber podido. La imaginación me devolvió a casa de mi madrina, y me hizo volver a recorrer todo el camino, planteando especulaciones indecisas que a veces se quedaban temblando en la oscuridad, acerca de lo que sabría el señor Jarndyce de mis principios —incluso acerca de la posibilidad de que fuera él mi padre—… pero aquel sueño vano ya se había desvanecido para siempre.
Todo aquello había acabado para siempre, recordé cuando me levanté de junto a la chimenea. No debía pensar en cosas del pasado, sino actuar con espíritu animado y corazón agradecido. Así que me dije: «¡Esther, Esther, Esther! ¡Cumple con tu deber, hija mía!», y di tal golpe a mi cesto de llaves de la casa que éstas tintinearon como campanillas y su música me llevó a la cama llena de esperanzas.
Mientras Esther duerme, y hasta que Esther se despierte, sigue haciendo un tiempo húmedo en la residencia de Lincolnshire. No para de caer la lluvia, plás, plás, plás, día y noche, sobre el acerón de grandes losas, el Paseo del Fantasma. Hace tan mal tiempo en Lincolnshire que la imaginación más vivaz apenas si puede suponer que jamás pueda volver a hacer bueno. Tampoco es que allí sobre la imaginación, pues no está Sir Leicester (y, la verdad, aunque estuviera tampoco añadiría mucho en ese respecto), sino que está en París con Milady, y la soledad, con sus alas negras, se asienta melancólica en Chesney Wold
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Quizá exista algo de imaginación entre los animales inferiores de Chesney Wold. Es posible que los caballos de los establos —los largos establos de un patio de ladrillo rojo descubierto, donde hay una gran campana en una torreta, y un reloj de esfera muy grande, que siempre parecen estar consultando las palomas que viven allí cerca, y a las que les encanta posarse en sus hombros—, es posible que ellos contemplen a veces imágenes mentales del buen tiempo, y quizá lo hagan con criterios más artísticos que los mozos de los establos. Es posible que el viejo ruano, tan famoso por sus carreras a campo través, gire sus ojazos hacia la ventana emplomada que tiene a la espalda y recuerde las hojas nuevas que brillan allí en otras estaciones, y los olores que por ella penetran, y es posible que se eche una buena carrera con los galgos, mientras que el ayudante humano que está limpiando el establo de al lado nunca ve nada más allá de su horca y su escoba. Es posible que el caballo tordo, cuyo lugar se encuentra frente a la puerta y que, con una sacudida impaciente de su bocado, aguza las orejas y vuelve la cabeza de forma tan atenta cuando la puerta se abre, y a quien el que la abre dice: «¡So, tordo! ¡Tranquilo! ¡Hoy no te va a montar nadie!» lo sepa ya igual de bien que el hombre. Es posible que la medía docena de caballos, aparentemente aburridos e insociables, que hay en los establos, pase las largas horas de lluvia, cuando está cerrada la puerta, en una comunicación más animada que la que se escucha en la zona de los criados, o en la taberna de las Armas de Dedlock, o que incluso engañe el tiempo educando (y quizá corrompiendo) al joven pony que está en la caja abierta del rincón.
También es posible que el mastín que sestea en su perrera del patio, con la cabezota metida entre las patas, esté pensando en el calor del sol, cuando las sombras de los establos le cansan la paciencia a fuerza de cambiar de sitio y dejarlo, a cierta hora del día, sin más refugio que la sombra de su propia caseta, donde se queda sentado, acezando y gruñendo, y con muchas ganas de algo que mordisquear, además de su propio cuerpo y su cadena. También es posible que ahora, medio despierto y con muchos parpadeos, recuerde la casa llena de gente, las cocheras llenas de vehículos, los establos llenos de caballos, los edificios adyacentes llenos de criados a caballo, hasta que ya no pueda decidir qué es lo que está pasando ahora y se lance a averiguarlo. Entonces es posible que con una de esas impacientes sacudidas que se da, gruña para sus adentros: «¡Lluvia, lluvia, lluvia! ¡No hace más que llover, y la familia no aparece!», mientras vuelve a entrar y se tiende con un bostezo aburrido.