—Excusen ustedes a mi casero —dijo la señorita Flite con aire muy digno—. ¡L,, totalmente L! ¿Qué quiere usted, Krook, cuando tengo visita?
—¡Eh! —dijo el viejo—. Ya sabe usted que yo soy el Canciller.
—¿Y qué? —contestó la señorita Flite—. ¿Qué pasa?
—Resulta curioso —dijo el viejo, con una risita— que el Canciller no conozca a un Jarndyce, ¿no, señorita Flite? ¿Me permite la libertad? A sus órdenes, caballero. Conozco el caso Jarndyce y Jarndyce casi tan bien como
uste
, señor. Conocí al viejo caballero Tom. Pero a usted, que yo sepa, no lo he visto nunca, ni siquiera en el Tribunal. Sí, voy allí muchas veces al cabo del año, un día con otro.
—Yo no voy nunca —dijo el señor Jarndyce (que no iba, pasara lo que pasara)—. Antes preferiría ir… a otra parte.
—¿De verdad? —replicó Krook, con una sonrisa—. Es usted muy duro con mi noble y erudito hermano al decir esas palabras, señor, aunque quizá sea natural en un Jarndyce. ¡Gato escaldado, señor mío! Pero veo que está usted mirando los pájaros de mi inquilina, señor Jarndyce—. El viejo había entrado poco a poco en el cuarto, hasta tocar ahora a mi Tutor en un codo, y se lo quedó mirando a la cara a través de las gafas—. Una de las rarezas que tiene es que nunca dice cómo se llaman los pájaros si puede evitarlo, aunque cada uno tiene su nombre—. Y añadió en un susurro—: ¿Quiere que se los diga, señorita Flite? —preguntó ya en voz alta, con un guiño e indicándola con la mano cuando ella se volvió de espaldas, haciendo como que limpiaba la chimenea.
—Si quiere —contestó ella secamente.
El viejo miró primero a las cajas, después a nosotros y recitó la lista:
—Esperanza, Alegría, Juventud, Paz, Reposo, Vida, Polvo, Cenizas, Despilfarro, Necesidad, Ruina, Desesperación, Locura, Muerte, Astucia, Tontería, Palabrería, Pelucas, Trapos, Pergamino, Saqueo, Precedente, Jerga, Necedad y Absurdo. Ésa es toda la colección —dijo el viejo—, toda ella enjaulada por mi noble y erudito hermano.
—¡Qué viento tan desagradable hace! —murmuró mi Tutor.
—Cuando mi noble y erudito hermano pronuncie su Sentencia, saldrán en libertad —continuó Krook con otro guiño dirigido a nosotros—. Y entonces —añadió, susurrante y sonriente—, si es que ocurre alguna vez (que no va a ocurrir), los pájaros que nunca han estado enjaulados los matarían.
—¡Si jamás ha soplado viento de Levante —dijo mi Tutor, haciendo como que miraba por la ventana en busca de una veleta—, seguro que es hoy!
Nos resultó muy difícil marcharnos de aquella casa. No fue la señorita Flite quien nos retuvo, pues era una persona de lo más delicado que cabe en cuanto a tener en cuenta los deseos de los demás. Fue el señor Krook. Parecía que le resultara imposible separarse del señor Jarndyce. Si hubiera estado atado a él no hubiera podido seguirlo más de cerca. Propuso mostrarnos su Tribunal de Cancillería, y todo el extraño batiburrillo que contenía; a lo largo de nuestra inspección (que él prolongó) se mantuvo al lado del señor Jarndyce, y a veces lo retenía, con un pretexto u otro, hasta que seguíamos adelante, como si estuviera atormentado por una inclinación a revelar algún tema secreto, que no acababa de decidirse a abordar. No puedo imaginar unos modales ni unos gestos más singularmente expresivos de cautela e indecisión, ni un impulso constante a hacer algo a lo que no acababa de atreverse, que la actitud de Krook aquel día. Vigilaba incesantemente a mi Tutor. Raras veces le apartaba los ojos de la cara. Si estaba a su lado, lo observaba con la mirada astuta de un viejo zorro blanco. Si se adelantaba, se volvía a mirarlo. Cuando nos parábamos, se ponía frente a él y se pasaba la mano ante la boca abierta, con una curiosa expresión de tener algún género de poder, y desviaba los ojos y bajaba las cejas grises hasta que parecía tener los ojos cerrados, mientras parecía escudriñar cada rasgo de la cara de mi Tutor.
Por fin, tras recorrer toda la casa (siempre seguidos por la gata) y haber contemplado todas las existencias de restos variados, que verdaderamente eran curiosas, llegamos a la trastienda. Allí, en la tapa de un tonel puesto del revés, había un tintero, varias plumas gastadas y unos cuantos programas de teatro sucios, y en la pared había pegados diversos abecedarios impresos en grandes caracteres y con distintos tipos de letra.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó mi Tutor.
—Estoy tratando de aprender a leer y escribir.
—¿Y qué tal le va?
—Lento. Mal —respondió impaciente el viejo—. Resulta difícil, a mi edad.
—Sería más fácil que le enseñara alguien —observó mi Tutor.
—¡Sí, pero a lo mejor me enseñaban mal! —replicó el viejo, con un brillo prodigiosamente suspicaz en la mirada—. No sé lo que he perdido por no haber aprendido antes. Y no quiero perder nada más si ahora me enseñan mal.
—¿Mal? —preguntó mi Tutor con su sonrisa bienhumorada—. ¿Y por qué cree que le iban a enseñar mal?
—¡No lo sé, señor Jarndyce de Casa Desolada! —contestó el viejo, poniéndose las gafas en la frente y frotándose las manos—. No creo que lo fuera a hacer nadie…, ¡pero prefiero confiar en mí mismo antes que en otro!
Aquellas respuestas y sus modales eran lo bastante raros como para hacer que mi Tutor preguntara al señor Woodcourt, mientras nos paseábamos juntos por Lincoln’s Inn, si era verdad, como decía su inquilina, que el señor Krook estaba perturbado. El joven médico dijo que no había advertido nada que lo indicara. Era muy desconfiado, como suele ocurrir entre los ignorantes, y siempre estaba más o menos intoxicado de ginebra pura, que bebía en grandes cantidades, y a la que olían mucho él mismo y su trastienda, como quizá hubiéramos observado, pero no creía que estuviera perturbado todavía.
Camino de casa obtuve hasta tal punto el afecto de Peepy cuando le compré un molinillo de viento y dos bolsas de harina, que no dejó que nadie más le quitara el sombrero y los guantes, y durante la cena no quiso sentarse más que a mi lado. Caddy se sentó a mi otro lado y junto a Ada, a quien en cuanto regresamos le contó toda la historia del noviazgo. Tratamos muy afectuosamente a Caddy y también a Peepy, y Caddy estuvo muy animada, igual que mi Tutor, y todos estuvimos muy contentos, hasta que Caddy volvió de noche a su casa, en un coche de alquiler, con Peepy totalmente dormido, pero todavía con el molinillo bien agarrado en la mano.
Se me ha olvidado mencionar —o por lo menos no he mencionado— que el señor Woodcourt era el mismo médico joven y moreno a quien habíamos conocido en casa del señor Badger. Y que el señor Jarndyce lo invitó a cenar al día siguiente. Y que efectivamente vino. Y que cuando se fueron todos y le dije a Ada: «Ahora, cariño mío, vamos a hablar un poco de Richard», Ada se echó a reír, y dijo…
Pero creo que no importa lo que dijo mi pequeña. Siempre estaba muy alegre.
Durante nuestra estancia en Londres, el señor Jarndyce estuvo en todo momento rodeado de la multitud de damas y caballeros excitables cuyas actitudes tanto nos habían sorprendido. El señor Quale, que se presentó poco después de nuestra llegada, estuvo presente en todos aquellos momentos. Parecía proyectar aquellas sienes suyas abultadas y brillantes en todo lo que ocurría, y cepillarse el pelo cada vez más para atrás, hasta que las raíces mismas estaban casi a punto de echársele a volar de la cabeza como resultado de su filantropía inagotable. Le daba igual cuál fuera el objetivo, pero siempre estaba particularmente dispuesto a todo lo que consistiera en rendir homenaje a alguien. Su principal facultad parecía ser la de una admiración indiscriminada. Se quedaba sentado largos ratos, con el mayor contento, con las sienes bañadas en la luz de alguna luminaria. Tras haberlo visto por primera vez totalmente sumido en la admiración que profesaba a la señora Jellyby, yo suponía que ella era el objeto absorbente de su devoción. Pronto descubrí mi error, y vi que actuaba como paje y trompetero de toda una procesión de gente.
Un día vino la señora Pardiggle en busca de una suscripción en apoyo de algo, y con ella el señor Quale. Dijera lo que dijera la señora Pardiggle, el señor Quale nos lo repetía, e igual que había ensalzado a la señora Jellyby, ensalzaba ahora a la señora Pardiggle. Ésta escribió una carta de presentación a mi Tutor en nombre de su elocuente amigo el señor Gusher
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. Con éste volvió a aparecer el señor Quale. El señor Gusher, que era un caballero fofo con la piel húmeda y unos ojos demasiado pequeños para su cara de luna, de modo que parecían haber estado destinados en principio a otra persona, no era demasiado atractivo a primera vista, pero apenas si se acababa de sentar cuando el señor Quale nos preguntó a Ada y a mí, en tono perfectamente audible, si no era una gran persona, como efectivamente lo era, en el sentido fofo del término, aunque el señor Quale se refería a su atractivo intelectual, y si no nos asombraban las enormes dimensiones de su frente. En resumen, oímos hablar de muchísimas Misiones de diversos tipos cuando estábamos con aquel grupo de personas, pero a ese respecto nada nos resultaba ni la mitad de claro como que la misión que le correspondía a Quale era la de caer en éxtasis con las misiones de todos los demás, y que ésa era la misión más popular de todas.
El señor Jarndyce había caído en medio de aquella gente por causa de su buen corazón y por su sincero deseo de hacer todo el bien que le fuera posible, pero también él consideraba que se trataba demasiado a menudo de una compañía insatisfactoria, cuya benevolencia adoptaba formas espasmódicas, cuya caridad era algo asumido, como un uniforme, por profesorzuelos vociferantes y por especuladores que aspiraban a la fama, vehementes en sus profesiones de fe, inconstantes y vanos en la acción, serviles hasta el último grado de mezquindad ante los grandes, aduladores los unos de los otros, e insufribles para quienes verdaderamente deseaban ayudar a los débiles a no hundirse, en lugar de levantarlos un poco con grandes exclamaciones y autoelogios cuando ya estaban caídos, según nos dijo con toda claridad. Cuando el señor Gusher organizó un homenaje al señor Quale (a quien ya le había organizado uno el señor Gusher), y cuando el señor Gusher estuvo hablando una hora y media del tema, en una reunión a la que asistieron dos escuelas de niños y niñas pobres, a quienes se recordó en especial el subsidio de las viudas, y a quienes se pidió que contribuyeran con sus medios peniques y que hicieran sacrificios aceptables, creo que sopló viento de Levante durante tres semanas seguidas.
Lo menciono porque voy a hablar otra vez del señor Skimpole. Me daba la sensación de que las manifestaciones de infantilismo y despreocupación que hacía éste con tanta tranquilidad eran un gran alivio para mi Tutor, en contraste con todos aquéllos, y resultaban tanto más creíbles, pues era imposible que no se sintiera complacido al encontrar a alguien tan totalmente carente de designios y tan sincero. Lamentaría implicar que el señor Skimpole lo adivinaba y que actuaba en su propio interés; nunca llegué a conocerlo tan bien como para afirmar tal cosa. Desde luego, ante el resto del mundo era igual que ante mi Tutor.
No había estado muy bien, de manera que, aunque vivía en Londres, no lo habíamos visto hasta ahora… Una mañana apareció con sus agradables modales de costumbre y tan lleno de buen ánimo como siempre.
Bueno, nos dijo, ¡aquí estaba! Había tenido un ataque biliar, pero los ataques biliares eran frecuentes entre los ricos, por lo cual se había persuadido de que era también él una persona de fortuna. Y lo era, desde un cierto punto de vista, en sus intenciones generosas. Había estado enriqueciendo a su médico de manera totalmente dispendiosa. Siempre había doblado sus honorarios, e incluso algunas veces los había cuadruplicado. Le había dicho al médico: «Mire, mi querido doctor, es completamente ilusorio por su parte suponer que me cuida usted de manera gratuita. De hecho, estoy llenándolo a usted de dinero (dada la generosidad de mis intenciones), ¡pero usted no lo sabe!». Y en realidad (nos dijo), lo decía con tal sinceridad que era como si lo estuviera haciendo de verdad. De haber tenido aquellos trozos de metal o de papel a que tanta importancia atribuía la gente, para dárselos al médico, se los hubiera dado. Como no los tenía, lo que importaba eran sus intenciones. ¡Muy bien! Si sus intenciones eran sanas y sinceras, como lo eran, él consideraba que valían tanto como el dinero, de manera que su deuda quedaba pagada.
—Es posible que se deba, en parte, a que no entiendo para nada el valor del dinero —dijo el señor Skimpole—, pero es algo que se me ocurre muy a menudo. ¡Me parece algo tan razonable! Mi carnicero me dice que quiere que le pague su cuentita. Es parte de la agradable poesía inconsciente de la naturaleza humana que siempre la califique de «cuentita», con objeto de que su pago nos parezca fácil a ambos. Y yo le digo al carnicero: «Amigo mío, estás pagado, pero no te das cuenta. No tenías el problema de venir a pedirme que te pagara la cuentita. Ya estás pagado. Te lo digo de verdad».
—Pero supongamos —dijo mi Tutor, riéndose— que él pusiera en la cuenta la intención de la carne, en lugar de dártela de verdad.
—Mi querido Jarndyce —fue la respuesta—, me sorprendes. Adoptas la misma actitud que el carnicero. Un carnicero que tuve una vez adoptaba la misma actitud. Me dice: «Señor, ¿por qué come usted cordero lechal a dieciocho chelines la libra?». «¿Que por qué como cordero lechal a dieciocho chelines la libra, amigo mío?», contesté, naturalmente sorprendido por la pregunta. «¡Me gusta el cordero lechal!». Aquello me pareció lo bastante convincente. «Pero bueno, señor», me dice, «quiero decir que igual que yo le doy el cordero, usted me da el dinero». «Amigo mío», le digo, «te ruego que razonemos como los seres inteligentes. ¿Cómo lograrlo? Imposible. Tú
tenías
el cordero, y yo
no
tenía el dinero. Tú no podías hacer nada con el cordero salvo que me lo enviaras, mientras que yo puedo hacer algo con el dinero, y es lo que tengo intención de hacer, aunque no te lo envíe». No supo qué contestarme. Fin del problema.
—¿Y no te llevó a los Tribunales? —preguntó mi Tutor.
—Sí que me llevó a los Tribunales —dijo el señor Skimpole—, pero al hacerlo estaba más influido por la pasión que por la razón. Eso de la pasión me recuerda a Boythorn. Me ha escrito que las señoritas y tú le habéis prometido hacerle una breve visita en su casita de soltero de Lincolnshire.
—A las muchachas les gusta mucho —dijo el señor Jarndyce—, y esa promesa la he hecho por ellas.