Casa desolada (51 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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El señor Tulkinghorn paladea su vino, sentado en el crepúsculo junto a su ventana. Como si el vino le hablase en voz baja de sus cincuenta años de silencio y aislamiento, el hecho es que lo deja todavía más encerrado en sí mismo. Más impenetrable que nunca, se queda ahí sentado y bebiendo, y se va ablandando, por así decirlo, en secreto; pondera, en esa hora intermedia, todos los misterios que conoce, relacionados con bosques umbríos en el campo, y enormes casas vacías y cerradas en la ciudad, y quizá dedique uno o dos pensamientos a sí mismo y a la historia de su familia, y a su dinero, y a su testamento (todo lo cual es un misterio para todo el mundo), y al único amigo que ha tenido jamás, un hombre de igual carácter que él, también abogado, que hizo la misma vida que él hasta cumplir los setenta y cinco años y que entonces concibió (según se supone) la idea de que todo aquello era demasiado monótono, una tarde de verano le regaló su reloj de oro a su peluquero, se fue andando calmosamente hacia el Temple y se ahorcó.

Pero el señor Tulkinghorn no está solo esta noche para reflexionar tanto tiempo como de costumbre. Sentado a la misma mesa que él, aunque con la silla modesta e incómodamente apartada de ella, hay un hombre calvo, reposado y lustroso, que tose respetuosamente tapándose la boca con la mano cuando el abogado le dice que llene su copa.

—Bueno, Snagsby —dice el señor Tulkinghorn—, repasemos esa vieja historia.

—Como usted quiera, señor.

—Me dijo cuando tuvo usted la amabilidad de venir aquí anoche…

—Por lo cual le pido excusas si me tomé una libertad excesiva, señor, pero recordé que se había tomado usted un cierto interés por aquella persona y me pareció posible que… quizá… deseara usted…

El señor Tulkinghorn no es hombre que vaya a ayudarlo a extraer conclusiones ni que vaya a reconocer ninguna posibilidad en asuntos que guarden relación consigo mismo. Así que el señor Snagsby pierde el hilo y dice con una tosecilla tímida: «Le aseguro que lo lamento mucho si me he tomado una libertad…»

—En absoluto —responde el señor Tulkinghorn—. Me dice usted, Snagsby, que se puso el sombrero y se vino inmediatamente, sin decirle nada a su mujer. Eso me parece muy prudente, porque no es asunto de tanta importancia que merezca la pena mencionarlo.

—Bueno, señor —replica el señor Snagsby—, la verdad es que mi mujercita (por no andarnos con circunloquios) es curiosa. Es curiosa. Pobrecita, le dan espasmos y le conviene tener la cabeza ocupada. Y por eso la ocupa…, debería decir en todo lo que puede averiguar, tanto si es asunto suyo como si no…, sobre todo si no lo es. Mi mujercita tiene la cabeza muy ocupada, señor.

El señor Snagsby bebe y murmura admirado con una tos que tapa con la mano: «¡Dios mío, verdaderamente magnífico!»

—¿Por eso no dijo usted nada de su visita de ayer? —pregunta el señor Tulkinghorn—. ¿Ni tampoco de la de hoy?

—Sí, señor. Ni tampoco de la de hoy. Mi mujercita atraviesa actualmente (para no andarnos con circunloquios) por una fase de religiosidad, o lo que ella considera tal, y asiste a los Ejercicios Vespertinos (que es como los llaman) de un reverendo llamado Chadband. Éste tiene grandes dotes de elocución, sin duda, pero a mí no me agrada demasiado su estilo. Pero eso no tiene importancia. Como mi mujercita estaba ocupada en eso, me resultó más fácil venir aquí discretamente.

El señor Tulkinghorn asiente.

—Sírvase usted, Snagsby.

—Gracias, señor, muchas gracias —responde el papelero con su tosecilla deferente—. ¡Un vino magnífico, señor!

—Ya es difícil de encontrar —dice el señor Tulkinghorn—. Tiene cincuenta años.

—¿De verdad, señor? Pero desde luego no me sorprende saberlo. Podría tener… casi cualquier edad —y tras rendir este homenaje general al oporto el señor Snagsby en su modestia tose tapándose la boca con la mano como para pedir excusas por beber algo tan precioso.

—¿Podría usted repetirme, una vez más, lo que dijo el muchacho? —pregunta el señor Tulkinghorn, metiéndose las manos en los bolsillos de su descolorido y anticuado calzón corto, y repantigándose calmosamente en la silla—. Con mucho gusto, señor.

Y el papelero repite fielmente, aunque con una cierta prolijidad, la declaración hecha por Jo a los invitados reunidos en la casa. Al llegar al final de su narración, da un respingo y se interrumpe diciendo: «¡Ay, por Dios, ni siquiera me había dado cuenta de que estaba presente otro caballero!».

El señor Snagsby se alarma al ver entre él y el abogado, a poca distancia de la mesa, a un personaje que lleva en la mano un sombrero y un bastón, que lo mira atentamente, que no estaba cuando él llegó y que no ha entrado después de su llegada por puerta ni ventana alguna. En el despacho hay otra puerta, pero sus goznes no han chirriado, ni se han oído en ningún momento pasos sobre el suelo. Y, sin embargo, ahí está esa tercera persona, con su mirada atenta, su bastón y su sombrero en mano y las manos a la espalda, que escucha silenciosa y calmosamente. Se trata de un hombre robusto, de aspecto sólido, mirada aguda, vestido de negro, de mediana edad. A primera vista no tiene nada de notable, salvo la manera fantasmal en que ha aparecido, y contempla al señor Snagsby como si fuera a hacerle un retrato.

—No se preocupe por este caballero —dice el señor Tulkinghorn con sus modales reposados—. No es más que el señor Bucket.

—Muy bien, señor —responde el papelero, quien expresa con una tosecilla que no tiene la menor idea de quién es el señor Bucket.

—Quería que oyese este relato —continúa el abogado—, porque siento un cierto deseo (y tengo mis motivos) de saber más del asunto, y este señor es muy experto en este tipo de asuntos. ¿Qué dice usted, Bucket?

—Está muy claro, señor. Como nuestra gente ha hecho circular a ese arrapiezo, y no se le puede encontrar en su antigua ocupación, si el señor Snagsby no se opone a ir conmigo a Tomsolo y señalármelo, podemos traerlo aquí en menos de dos horas. Claro que también podría encontrarlo yo sin necesidad del señor Snagsby, pero me llevaría más tiempo.

—El señor Bucket es agente de policía, Snagsby —explica el abogado.

—¡Ah! ¿Sí, señor? —replica el papelero, cuyo escaso pelo revela una gran tendencia a ponerse de punta.

—Y si efectivamente no se opone usted a acompañar al señor Bucket al lugar mencionado —continúa el abogado—, le agradeceré mucho que vaya con él.

Cuando el señor Snagsby titubea un momento, Bucket penetra hasta el fondo de sus pensamientos.

—No tema perjudicar al muchacho —dice—. No corre el menor peligro. El chico no tiene por qué preocuparse. No queremos más que traerlo aquí a que responda a alguna preguntilla que quiero hacerle, le pagaremos algo en compensación y después podrá irse. Es algo que le conviene. Le prometo personalmente que el chico podrá volver a su casa sin más problemas. No tema perjudicarlo, porque no es eso.

—¡Muy bien, señor Tulkinghorn! —exclama, más animado y tranquilo, el señor Snagsby—. En tal caso…

—¡Sin duda! Y mire, señor Snagsby —continúa diciendo Bucket, que lo toma del brazo y lo aparta a un lado, dándole un golpecillo amistoso en el pecho y hablándole en tono confidencial—: usted es un hombre de mundo, un hombre de negocios y de sentido común. Eso lo sabe
usted
muy bien.

—Desde luego, le agradezco la buena opinión que tiene usted de mí —responde el papelero con su tosecilla de modestia—, pero…

—Lo sabe
usted
perfectamente —dice Bucket—. Por eso no hace falta decir a alguien como usted, con un negocio como el suyo, que requiere confianza y una persona bien despierta y con los ojos bien abiertos y la cabeza bien puesta sobre los hombros (un tío mío trabajaba en lo mismo que usted); decía que a alguien como usted no hace falta decirle que lo mejor y lo más prudente es mantener en silencio los asuntillos de este tipo. ¿Me entiende? ¡En silencio!

—Desde luego, desde luego —replica el otro.

—No me importa decirle
a usted
—señala el señor Bucket con una franqueza cautivadora— que, según parece, es posible qué el difunto tuviera derecho a un pequeño patrimonio, y es posible que la mujer esa esté maniobrando en relación con ese patrimonio. ¿Me comprende?

—¡Ah! —exclama el señor Snagsby, pero no parece comprender en absoluto.

—Y, sin duda, lo que
usted
desea —sigue diciendo el señor Bucket, que vuelve a darle al señor Snagsby un golpecito suave en el pecho, como para tranquilizarlo— es que a ojos de la ley todo el mundo debe recibir lo que es justo. Y eso es lo que
desea usted
, ¿no?

—Desde luego —asiente el señor Snagsby—. Debido a lo cual, y al mismo tiempo para hacer un favor a un… ¿cómo se dice en su profesión, cliente o comprador? No recuerdo cómo decía mi tío.

—Bueno, yo, por lo general, digo cliente —replica el señor Snagsby.

—¡Exactamente! —responde el señor Bucket, que le da un apretón de manos muy afectuoso—, y debido a eso, y al mismo tiempo para hacer un favor a un cliente muy bueno, querrá usted venir conmigo discretamente a Tomsolo y mantenerlo todo en silencio después, sin decir nada a nadie. ¿Entiendo bien que eso es lo que usted desea?

—Tiene usted razón, señor. Toda la razón.

—Bueno, pues tenga usted su sombrero —añade su nuevo amigo, que parece conocer la prenda igual de bien que si la hubiera fabricado él mismo—, y si está usted listo, vamos.

Dejan al señor Tulkinghorn bebiendo su vino viejo sin que una sola onda rice la superficie de sus profundidades insondables, y bajan a la calle.

—¿No conocerá usted, por casualidad, a una excelente persona llamada Gridley? —pregunta Bucket, en amigable conversación, mientras bajan las escaleras.

—No —dice el señor Snagsby, reflexionando—. No conozco a nadie que se llame así. ¿Por qué?

—Nada especial —dice Bucket—, salvo que, tras dejarse dominar demasiado por los nervios, y amenazar a algunas personas respetables, ahora está escondido para que yo no pueda detenerlo como tengo órdenes de hacer, y me parece lamentable que una persona inteligente actúe de ese modo.

Por el camino, el señor Snagsby observa con curiosidad que por muy rápido que anden, su compañero siempre parece estar al acecho y alerta de una manera indefinible; también, que, siempre que gira a la derecha o a la izquierda, hace como si tuviera la idea fija de seguir derecho, y el giro lo hace abruptamente en el último instante. De vez en cuando, si pasan junto a un agente de policía de patrulla, el señor Snagsby advierte que tanto el agente como su guía parecen caer en un estado de profunda abstracción al verse, y que parecen no darse cuenta el uno de la presencia del otro, mientras miran fijamente a un espacio vacío. En unos cuantos casos, cuando el señor Bucket llega ante algún joven de baja estatura que lleva un sombrero reluciente, con el pelo brillante aplastado a ambos lados de la cabeza, lo toca con el bastón, casi sin mirarlo, y cuando el joven se da la vuelta, se evapora instantáneamente. Casi todo el tiempo, el señor Bucket observa las cosas, en general, con un gesto tan inmutable como el gran anillo de luto que lleva en el meñique, o como el broche, compuesto no tanto por diamantes como por un gran engarce que lleva en la camisa.

Cuando por fin llegan a Tomsolo, el señor Bucket se detiene un momento en la esquina y recibe una linterna sorda del agente que está allí de servicio, que después lo acompaña con su propia linterna sorda enganchada a la cintura. El señor Snagsby pasa entre sus dos conductores por en medio de una calle sórdida, sin ventilación, enfangada y llena de charcos malolientes —aunque en el resto de la ciudad las calzadas están secas—, de la que se desprenden tales hedores y visiones que quien haya vivido toda su vida en Londres apenas si puede dar crédito a sus sentidos. De esta calle y sus montones de ruinas salen otras calles y otros callejones tan horrendos que el señor Snagsby se siente mal física y espiritualmente, como si se fuera hundiendo más a cada momento en un abismo infernal.

—Apártese usted un momento, señor Snagsby —dice Bucket cuando se les acerca una especie de palanquín andrajoso, rodeado de un grupo vociferante—. ¡Es la fiebre que viene por la calle!

Cuando pasa a su lado la víctima invisible, la multitud abandona ese objeto de atracción y se cierne en torno a los tres visitantes como una pesadilla poblada de rostros horribles, y después desaparece entre callejas y ruinas y detrás de unos muros, aunque con gritos intermitentes y silbidos agudos de advertencia sigue recordándoles que allí sigue hasta que se marchan del lugar.

—¿Son ésas las casas de la epidemia, Darby? —pregunta fríamente el señor Bucket al enfocar con su linterna sorda una pila de ruinas malolientes.

Darby replica que «todas ellas», y además que en toda la fila, desde hace meses, la gente «muere a docenas», y se la llevan, tantos a los muertos como a los moribundos, «como a ovejas apestadas». Cuando Bucket observa al señor Snagsby, al volverse a poner en marcha, que no tiene buena cara, el señor Snagsby responde que le da la sensación de que le resulta imposible respirar ese aire fétido.

Preguntan en varias casas por un chico llamado Jo. Como en Tomsolo son pocas las personas conocidas por su nombre de pila, mucha gente trata de averiguar si el señor Snagsby se refiere al Zanahoria, o al Coronel, o al Ahorcado, o al Cincel, o al Tip el Terrier, o al Flaco, o al Ladrillo. El señor Snagsby lo describe una vez tras otra. Hay diversidad de opiniones acerca del original de su retrato. Unos piensan que debe ser el Zanahoria, otros dicen que el Ladrillo. Les traen al Coronel, pero no se le parece en nada. Cada vez que el señor Snagsby y sus conductores se detienen, se forma una multitud en torno a ellos, y desde sus filas escuálidas le llegan al señor Bucket consejos obsequiosos. Cada vez que se ponen en marcha y brillan furiosamente sus linternas, la multitud desaparece y revolotea en torno a ellos por los callejones, entre las ruinas y tras los muros, igual que antes.

Por fin se encuentra una madriguera, en la que suele pasar las noches el Duro, o el chico Duro; y parece que el chico Duro puede ser Jo. Una comparación de notas entre el señor Snagsby y la propietaria de la casa —una cara de borracha envuelta en un pañuelo negro, que sale de entre un montón de trapos caídos en el suelo de una perrera que constituye su residencia particular— desemboca en esta conclusión. El Chico Duro ha ido al médico a buscar un frasco de medicina para una enferma, pero va a volver en seguida.

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