Casa desolada (105 page)

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Authors: Charles Dickens

Tags: #Clásico, Novela

BOOK: Casa desolada
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—¿Es usted casado, caballero?

—No.

—Aunque sea usted soltero —dice el señor Snagsby—, ¿querría usted tratar de hablar lo más bajo posible? ¡Porque apuesto este negocio y quinientas libras a que mi mujercita está escuchando por alguna parte!

El señor Snagsby, profundamente acongojado, se sienta en su taburete, con la espalda al escritorio y protesta:

—Jamás he tenido un secreto propio, señor mío. No puedo hallar un solo recuerdo en mi memoria de haber tratado ni una sola vez de engañar voluntariamente a mi mujercita desde el día en que me dio el sí. No lo hubiera hecho, señor mío. Por no andarme con circunloquios, no podría haberlo hecho, no habría osado. Y pese a todo, sin embargo, me encuentro rodeado de secretos y misterios, y la vida se me ha convertido en una pesada carga.

Su visitante manifiesta su pesar al oírlo y le pregunta si se acuerda de Jo. El señor Snagsby responde con un gemido ahogado. ¡Y tanto!

—No podría usted hablar de un solo ser humano (salvo yo mismo) en contra del cual esté más determinada mi mujercita que en contra de Jo.

Allan pregunta por qué.

—¿Por qué? —repite el señor Snagsby, que en su desesperación se lleva una mano al mechón de pelo que tiene en la nuca de su calva cabeza—. ¿Cómo voy a saber yo por qué? Pero usted es soltero, señor mío, y ¡ojalá pase mucho tiempo sin que le tengan que hacer a usted esa pregunta como persona casada!

Con este benévolo deseo, el señor Snagsby emite su tosecilla de total resignación y se prepara a escuchar lo que ha de comunicarle el visitante.

—¡Otra vez! —dice el señor Snagsby, que entre la gravedad de sus sentimientos y la obligación de hablar en voz baja se está quedando sin color en la cara—. ¡Otra vez, pero en sentido opuesto! Una cierta persona me conmina, con la mayor solemnidad, a no hablar de Jo con nadie, ni siquiera con mi mujercita. Después viene otra persona, en la persona de usted, y me conmina, con igual solemnidad a no mencionar a Jo a esa otra persona, menos que a ninguna otra persona. ¡Pero si esto es un asilo privado! ¡Pero si esto, por no andar con circunloquios es un verdadero manicomio, señor mío!

Pero, después de todo, es mejor de lo que se temía, pues no ha estallado la mina bajo sus pies, ni se ha ahondado el pozo en el que ha caído. Y como tiene buen corazón y está afectado por lo que ha oído, acepta en seguida «pasarse por allí» esa tarde en cuanto pueda organizarlo discretamente. Y por allí pasa muy discretamente cuando llega la tarde, pero es posible que la señora Snagsby se organice con tanta discreción como él.

Jo se alegre mucho de ver a su viejo amigo, y cuando se quedan solos le dice que le parece muy amable por parte del señor Snagsby que se aleje tanto de su casa sólo por él. El señor Snagsby, conmovido por el espectáculo que tiene ante sí, pone inmediatamente media corona encima de la mesa: bálsamo mágico que, a su juicio, cura todas las heridas.

—Y, ¿cómo te encuentras, pobrecito? —pregunta el papelero con su tosecilla de solidaridad.

—Tengo suerte, señor Snagsby, de
verdá
—responde Jo—, y no me falta

. Me tratan como
naide
, señor Snagsby. Siento mucho lo que hice, pero la
verdá
es que no quería hacer

.

El papelero deposita silenciosamente otra media corona en la mesa y le pregunta qué es lo que lamenta haber hecho.

—Señor Snagsby —dice Jo—, fui y puse mala a la señorita que era como la otra señora, pero que no era la señora, y
naide
me dice

por eso, porque ella es

güena
y yo soy
probe
. La señora me viene a ver ayer y va y me dice: «¡Ay, Jo!», me dice. «¡Creíamos que te habíamos perdido, Jo!», me dice. Y se queda ahí
sentá
y echándome una sonrisa y no me dice una palabra ni me echa una
mirá
por lo que hice, de
verdá
, y yo me
güelvo
a la
paré
, de
verdá
, señor Snagsby. Y el señor
Jandis
va y veo que también se vuelve a la
paré
. Y el señor
Woodcot
va y viene a darme algo

curarme, que viene
tós
los días y las noches y cuando se baja a darme eso habla en voz muy alta, pero yo veo que está llorando, señor Snagsby.

El papelero, enternecido, deposita otra media corona en la mesa. La repetición de ese remedio infalible es lo único que puede aliviar sus sentimientos.

—Lo que yo pensaba, señor Snagsby —continúa Jo—, es que a lo mejor
usté
sabe escribir con esas letras tan grandes, ¿no?

—Sí, Jo, gracias a Dios —replica el papelero.



grandes y

bonitas, ¿
verdá
? —pregunta Jo, interesadísimo.

—Sí, chiquillo.

Jo ríe encantado.

—Lo que yo pensaba, entonces, señor Snagsby, es que cuando ya haya
circulao tó
lo que puedo y ya no pueda circular más, a lo mejor
usté
tendría la
bondá
de escribir muy grande

que

el mundo lo entienda en
toas
partes, que de
verdá
siento mucho lo que hice y que no quería hacerlo, y que aunque no sabía

de

, ya sé que el señor
Woodcot
ha
llorao
por eso y que lo siento mucho y que espero que me pueda perdonar. Y si lo escribe
usté
con letras

grandes, a lo mejor me perdona.

—Así lo haré, Jo. Con letras muy grandes.

Jo vuelve a reír:

—Gracias, señor Snagsby. Es usté

güeno
y estoy
entoavía
mejor
tratao
que antes.

El manso papelero, con una tosecilla rota e incompleta, saca su cuarta media corona (nunca se ha encontrado con un caso que requiera tantas) y está a punto de marcharse. Y Jo y él ya no se verán nunca más en este pequeño mundo. Nunca más.

Porque el pozo tan hondo está a punto de colmarse y sus aguas están agitadas. Se llena y se llena, y sus aguas están cada vez más agitadas. El sol no va a levantarse ni a ponerse muchas veces más sobre su agitada superficie.

Phil Squod, con su cara marcada por la pólvora, actúa simultáneamente de enfermero y de armero en su mesita del rincón; levanta muchas veces la cabeza y dice con un movimiento de su gorra de fieltro verde y un gesto animoso de una ceja: «¡Aguanta, muchacho, aguanta!». También viene mucho el señor Jarndyce, y casi siempre está allí Allan Woodcourt; y ambos piensan mucho en la extraña forma en que el Destino ha enredado a este pobre de las calles en la trama de vidas muy diferentes. También viene a visitarlo a menudo el soldado, que llena la puerta con su cuerpo atlético y su exuberante vitalidad y su fuerza, de tal modo que parece traspasar algo de su vigor a Jo, que nunca deja de responder con algo más de fuerza a sus palabras de ánimo.

Hoy Jo está sumido en el sueño o en un estupor, y Allan Woodcourt, que acaba de llegar, está a su lado contemplándole el rostro demacrado. Al cabo de un rato se sienta en silencio junto a la cama, y sigue mirándolo de frente, igual que se sentó en la trastienda del papelero, y le toca el pecho y el corazón. El pozo ya está casi lleno, pero el agua deja de subir por unos momentos.

En la puerta está el soldado, inmóvil y silencioso. Phil se ha detenido en sus actividades tintineantes, con el martillito en una mano. El señor Woodcourt mira a su alrededor con gesto de grave atención e interés profesional en la cara y, con una mirada significativa al soldado, indica a Phil que se lleve su mesa fuera. Cuando se vuelva a usar el martillito, tendrá una gota de agua en la superficie.

—¡Vamos, Jo! ¿Qué pasa? ¡No tengas miedo!

—Creí —dice Jo, que ha dado un respingo y mira a su alrededor—, creí que estaba otra vez en Tomsolo. ¿No hay por ahí
naide
más que
usté
, señor
Woodcot
?

—Nadie.

—Y no estoy otra vez en Tomsolo, ¿
verdá
, señor?

—No.

Jo cierra los ojos y murmura:

—Menos mal.

Tras contemplarlo de cerca un momento, Allan le lleva la boca junto a la oreja y le dice en voz baja, pero clara:

—Jo, ¿sabes alguna oración?

—Yo no sé

, señor.

—¿Ni siquiera una oración cortita?

—No, señor.

de

. El señor
Charbán
estaba rezando una vez en casa del señor Snagsby y le oí, pero parecía que estuviera hablando solo, y no conmigo. Rezaba mucho, pero yo no entendía

. Otras veces había otros señores que venían a rezar a Tomsolo, pero
tós
decían que los otros rezaban mal y
tós
parecían que hablaban solos o que les echaban la culpa de algo a los otros, y que no nos hablaban a nosotros. Nosotros no, sabíamos

. Yo nunca he sabido de qué iba

eso.

Tarda mucho en decirlo, y poca gente, salvo alguien que escuchara con gran atención y estuviera cargado de experiencia, podría entender lo que ha dicho. Tras sumirse otra vez en el sueño o en el estupor, hace de repente un esfuerzo decidido por salir de la cama.

—¡Quieto, Jo! ¿Qué pasa?

—Es hora de me vaya al cementerio, señor —dice con una mirada nerviosa.

—Échate y cuéntame. ¿Qué cementerio, Jo?

—Donde enterraron a aquel que era tan
güeno
conmigo, de
verdá
que era

güeno
. Es hora de me vaya a ese cementerio, señor,

que me pongan a su
lao
. Quiero ir allí a que me entierren. Me decía muchas veces «Ahora soy tan
probe
como tú, Jo», me decía. Quiero decirle que ahora yo soy tan
probe
como él y que quiero ir a acostarme a su
lao
.

—Ya llegará, Jo. Ya llegará.

—¡Ah! A lo mejor, si se lo digo yo, no me hacen caso. Pero si
usté
me promete llevarme allí, me pondrán a su
lao
, ¿
verdá
?

—Te lo prometo.

—Gracias. Gracias, señor. Tendrán que buscar la llave de la puerta, porque siempre está
cerrao
. Y hay una escalera que yo barría antes. Está muy oscuro, señor… ¿Van a traer una luz?

—En seguida, Jo.

Rápido. El pozo se está llenando y el agua está a punto de desbordarse.

—¡Jo, pobrecito!

—Le oigo señor, aunque está oscuro. Pero estoy buscando… buscando… déjeme que me coja de su mano.

—Jo, ¿puedes repetir lo que te diga?

—Yo digo lo que
usté
me diga, señor, porque sé que será algo
güeno
.

—PADRE NUESTRO.

—¡Padre nuestro! Sí que es mú
güeno
, señor.

—QUE ESTÁS EN LOS CIELOS.

—Estás en los cielos… ¿Llega ya la luz, señor?

—En seguida. ¡SANTIFICADO SEA TU NOMBRE!


Santificao
sea… tu…

Ha llegado la luz al profundo pozo. ¡Ha muerto! Ha muerto, Majestad. Muerto, señoras y caballeros. Muerto, reverendísimos, y nada reverendísimos, señores de todas las órdenes. Muerto, hombres y mujeres. Muerto con la compasión celestial en vuestros corazones. Y así siguen muriendo en torno a nosotros todos los días.

48. Se estrecha el cerco

La casa de Lincolnshire ha vuelto a cerrar sus mil ojos, y la casa de la ciudad ha despertado. En Lincolnshire los Dedlock del pasado dormitan en sus marcos y el viento sordo murmura por el salón largo como si los Dedlock respirasen regularmente. En la ciudad, los Dedlock del presente recorren en sus carruajes de ojos de fuego la oscuridad de la noche, los mercurios de los Dedlock, con cenizas (o polvos) en la cabeza, como síntomas de su gran humildad, perecean a lo largo de las lentas mañanas ante las pequeñas ventanas del vestíbulo. El gran mundo (orbe gigantesco de cinco millas de diámetro) gira a toda velocidad, y el sistema solar funciona respetuosamente a la distancia indicada.

Donde más densa es la multitud, más brillantes las luces, donde todos los sentidos se regalan con las mayores delicadezas y refinamientos, allí está Lady Dedlock. Nunca está ausente de las luminosas alturas que ha ido escalando y conquistando. Aunque ha desaparecido la idea que antes tenía ella de sí misma, de que podía reservar todo lo que quisiera bajo su capa de orgullo; aunque no está segura de lo que es para quienes la rodean, ahí seguirá otro día más; no está en su carácter el ceder o inclinarse cuando la están mirando ojos envidiosos. Dicen de ella que en estos últimos tiempos está más bella y más altiva. El primo debilitado dice de ella que «es hermosa como para mil mujeres, ¿sabéis?… pero, ¿cómo te lo diría? de un tipo algo alarmante, ¿no?… De hecho le recuerda a uno a… esa mujer tan desagradable… de esa que lo mismo se pone a insultar a todo el mundo… la de, cómo se llama, Shakespeare, ¿no?».

El señor Tulkinghorn no dice nada ni hace un gesto. Ahora, igual que siempre, se lo ve en las puertas de los salones, con su corbatín blanco y blando retorcido en su nudo anticuado, recibiendo los favores de los Pares del Reino, e impasible. De todos los hombres, sigue siendo el último del mundo del que cabría esperar que tuviera alguna influencia sobre Milady. De todas las mujeres del mundo, ella es la última de la que cabría suponer que le tuviera miedo.

Hay algo en lo que ella piensa constantemente desde su última entrevista en la habitación de la torreta de Chesney Wold. Ahora ha decidido desembarazarse de ese peso y está dispuesta a hacerlo.

Es por la mañana en el gran mundo; por la tarde según el sol que va bajando. Los mercurios, agotados de tanto mirar por las ventanas, están reposando en el vestíbulo, y bajan las cabezas; bellas criaturas, como girasoles demasiado maduros. También al igual que ellos lucen muchos dorados en forma de chapas y cordones. En la biblioteca, Sir Leicester se ha dormido por el bien del país, mientras leía el informe de una comisión parlamentaria. Milady está sentada en el aposento en que concedió audiencia al joven llamado Guppy. Con ella está Rosa, que le ha estado escribiendo cartas y leyendo. Ahora Rosa está bordando algo muy bonito, y mientras inclina la cabeza sobre su labor, Milady la contempla en silencio. No es la primera vez hoy que hace lo mismo.

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