Se produjo una gran conmoción en el patio, y llegó un hombre corriendo para saber si los queríamos al Norte o al Sur.
—¡Al Sur, te digo! ¡Al Sur! ¿No entiendes el inglés? ¡Al Sur!
—¿Al Sur? —pregunté, asombrada—. ¡A Londres! ¿Vamos a volver?
—Señorita Summerson —me respondió—, vamos a volver como una bala. Ya me conoce. No tenga miedo. Voy a seguir a la otra, por D…
—¿A la otra? —repetí—. ¿A quién?
—Dijo usted que se llamaba Jenny, ¿no? Voy a seguir a ésa. Si sacáis a esos dos pares, os doy una corona a cada uno. ¡A ver si os despertáis!
—¡No puede usted abandonar a la señora que buscamos, no puede usted abandonarla en una noche así y en el estado de ánimo en el que sé que está! —dije, angustiada y apretándole la mano.
—Tiene usted razón, hija mía, no puedo hacerlo. Pero voy a seguir a la otra. ¡Vamos, arriba con esos caballos! ¡Que vaya un hombre solo por delante a la siguiente posta y que envíe a otro por delante, y que encarguen cuatro más, por si acaso! ¡No tenga miedo, hija mía!
Aquellas órdenes, y la forma en que corría él por el patio, metiéndoles prisa, causaron una conmoción general que apenas si me causó menos asombro que el cambio repentino ocurrido en él. Pero en el colmo de la confusión salió un hombre a caballo para encargar los relevos, y nos engancharon nuestros corceles a gran velocidad.
—Hija mía —dijo el señor Bucket, saltando a su asiento y mirando otra vez—, perdóneme usted si me tomo demasiadas confianzas, pero no se preocupe usted ni se agite más de lo necesario. Por el momento, no quiero decir nada más, pero ya me va usted conociendo, hija mía, ¿no es verdad?
Logré decir que él era mucho más competente que yo, para decidir lo que debíamos hacer, pero ¿estaba seguro de que íbamos por el buen camino? ¿No podría yo adelantarme en busca de…, y volví a tomarlo de la mano, apurada, y se lo susurré: de mi propia madre?
—Hija mía —me respondió—, lo sé, lo sé, ¿y cree usted que sería yo capaz de hacerle daño? Soy el Inspector Bucket. Ya me conoce, ¿no?
¿Qué podía decir yo más que sí?
—Entonces, mantenga usted el ánimo todo lo que pueda y confíe en mí para hacerlo lo mejor posible, tanto por usted como por Sir Leicester Dedlock, Baronet. ¡Eh! ¿Vamos bien por ahí?
—¡Perfectamente, jefe!
—Entonces, sigamos. ¡Adelante, muchachos!
Nos encontramos otra vez en el lúgubre camino por el que habíamos venido, pisoteando el barro resbaladizo y la nieve, que se derretía a chorros, como movida por una noria.
TODAVÍA impasible, como corresponde a su elevada condición, la casa de los Dedlock en la capital se comporta como de costumbre ante la calle de grandiosidad lúgubre. De vez en cuando se asoman cabezas empolvadas a las ventanillas del vestíbulo, a contemplar el polvo, que no paga impuestos
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, y que cae durante todo el día del cielo; y en ese mismo invernadero hay unos capullos de melocotón que se vuelven exóticamente hacia la gran chimenea del salón para no ver el tiempo inclemente que hace fuera. Se ha dicho que Milady ha ido a Lincolnshire, pero se prevé que vuelva dentro de poco.
Sin embargo, los rumores, siempre tan ocupados, no están dispuestos a irse a Lincolnshire. Persisten en correr y parlotear por toda la ciudad. Saben que ese pobre Sir Leicester, tan infortunado, ha sido utilizado sin piedad. Escuchan, hijos míos, todo tipo de cosas chocantes. Todo ello hace que ese mundo de cinco millas de diámetro se divierta mucho. El no saber que algo va mal con los Dedlock es convertirse en un donnadie. Una de las bellezas de mejillas amelocotonadas y gargantas de esqueleto ya está al tanto de todas las principales circunstancias que van a revelarse en la Cámara de los Lores cuando Sir Leicester solicite el divorcio.
En la joyería de Blaze y Sparkle y en la pañería de Sheen y Gloss éste va a ser durante varias horas el tema del momento, el chisme del siglo. Las clientas de esos establecimientos, pese a lo altivamente inescrutables que son y a que en ellos se las pesa y se las mide como si fueran cualquier artículo de comercio, cuentan con la total comprensión del último dependiente llegado, a este respecto. «Nuestras clientas, señor Jones», dicen Blaze y Sparkle a ese dependiente al contratarlo, «nuestras clientas, señor mío, son ovejas; meras ovejas. A donde vayan las dos o tres primeras, siguen las demás. Esté usted atento a esas dos o tres, señor Jones, y podrá contar con todo el rebaño». Lo mismo dicen Sheen y Gloss a su Jones, al hablar de cómo ha de saber lo que prefiere la gente del gran mundo y cómo hacer que se ponga de moda lo que escojan ellos (Sheen y Gloss). Conforme a los mimos principios inequívocos, el señor Sladdery, librero, que efectivamente es pastor de hermosísimas ovejas, reconoce este mismo día: «Pues sí, señor, efectivamente
existen
noticias acerca de Lady Dedlock que conocen de buena tinta mis altas relaciones, señor mío. Como comprenderá usted, mis altas relaciones tienen que hablar de algo, caballero; y basta con poner un tema en circulación con una o dos señoras a las que podría nombrar para hacer que todas ellas hablen de lo mismo. Han hecho exactamente lo mismo que yo hubiera hecho con esas damas, caballero, si me hubiera usted dejado alguna novedad que poner en circulación, pero en este caso sólo se refieren a Lady Dedlock, y es que quizá tengan unos pequeños celos inocentes de ella. Ya verá usted, caballero, que este tema será muy popular entre mis altas relaciones. Si se hubiera tratado de una especulación monetaria, señor mío, habría producido mucho dinero. Y cuando se lo digo, puede usted confiar en mí, caballero, pues todo mi negocio consiste en estudiar a mis altas relaciones y darles cuerda como a un reloj, señor mío».
Así es como prosiguen los rumores en la capital, aunque no llegan hasta LincoInshire. A las cinco y media de la tarde, por el reloj del Cuartel de la Guardia de Caballería, ello ha provocado incluso una nueva frase del Honorable señor Stables, que promete superar incluso a la antigua, en la cual ha basado durante tanto tiempo su fama de buen conversador. Esta chispeante frase va en el sentido de que, aunque él siempre había sabido que era la mejor yegua de la cuadra, no tenía idea de que también valiera para los saltos. La frase goza de una magnífica recepción entre los aficionados al picadero.
Lo mismo ocurre en los banquetes y en las fiestas, en los firmamentos que durante tanto tiempo adornó ella y entre las constelaciones a las cuales se imponía hasta ayer, donde sigue siendo el tema dominante. ¿Qué es? ¿Quién es? ¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde ocurrió? ¿Cómo ocurrió? De ella hablan sus queridos amigos con la jerga más a la moda, con la última palabreja introducida, el último nuevo gesto, el último nuevo acento y la perfección de la indiferencia cortés. Un aspecto notable del tema es que inspira tantas ideas que hablan de él algunas personas que jamás habían dicho nada interesante antes: ¡dicen auténticas frases! William Buffy lleva una de esas frases desde la casa donde ha cenado hasta la Cámara de los Comunes, donde el portavoz de su partido la pasa junto con la tabaquera a fin de que se queden en la Cámara quienes pensaban en marcharse, con tal efecto que el Presidente (a quien se lo han insinuado en privado al oído bajo los rizos de la peluca) ha de exclamar: «¡Orden en la Cámara!» tres veces antes de imponerlo.
Y una de las circunstancias sorprendentes relacionadas con el hecho de que ella se haya convertido vagamente en el tema de conversación es que la gente que se cierne en torno a los confines de las altas relaciones del señor Sladdery, gente que no sabe y nunca ha sabido nada de ella, considera indispensable para su reputación pretender que ella también es su tema, y mencionarla de segunda mano con la última palabreja nueva y el último nuevo gesto, con el último nuevo acento y la última nueva indiferencia cortés, y todo lo demás, todo de segunda mano, pero como si fuera nuevo, en sistemas inferiores y ante constelaciones menos luminosas. ¡Si entre esta gentecilla hay algún hombre de letras, de artes o de ciencias, cuán noble es por su parte apoyar unos elementos tan débiles en unas muletas tan majestuosas!
Y así pasa el día de invierno fuera de la mansión de los Dedlock. ¿Qué pasa dentro de ella?
Sir Leicester, yacente en su cama, puede decir algunas palabras, aunque con dificultad y poca claridad. Lo conminan a que guarde silencio y descanse, y le han dado un opiáceo para mitigar su dolor, pues su viejo enemigo sigue combatiendo con él. Nunca se duerme, aunque a veces parece caer en un estado de semisopor. Ha hecho que le acerquen la cama a la ventana, al enterarse de que el tiempo era tan inclemente, y que le coloquen la cabeza de modo que pueda ver la nieve y la lluvia. Las ve caer a lo largo de todo ese día de invierno.
Al menor ruido que se produce en la casa, la cual ha caído en el silencio, lleva la mano al lápiz. La anciana ama de llaves sentada a su lado sabe lo que va a escribir y susurra: «No, todavía no ha vuelto, Sir Leicester. Cuando se marchó anoche era muy tarde. Todavía hace poco tiempo que se fue». Él retira la mano y vuelve a contemplar la nieve y la lluvia hasta que, a fuerza de mirarlas, parecen caer tan fuerte que se ve obligado a cerrar los ojos un minuto frente al torbellino mareante de copos blancos y de gotas heladas.
Empezó a contemplar todo eso en cuanto amaneció. Todavía no ha avanzado mucho el día cuando considera necesario que le preparen a ella sus aposentos. Hace mucho frío y está húmedo. Que enciendan todas las chimeneas. Que todos sepan que se la espera. Encárguese usted misma, por favor. Eso es lo que escribe en la pizarra y la señora Rouncewell obedece en medio de su pena.
—Porque lo que temo, George —dice la anciana a su hijo, que espera abajo para hacerle compañía cuando ella tiene un rato libre—, lo que temo, hijo mío, es que Milady no vuelva jamás a pisar esta casa.
—Es un mal presentimiento, madre.
—Ni tampoco Chesney Wold, hijo mío.
—Eso es peor. Pero ¿por qué, madre?
—Cuando vi a Milady ayer, George, me pareció (e incluso diría que me miró) como si los pasos del Paseo del Fantasma ya la hubieran alcanzado.
—¡Vamos, vamos! Se alarma usted con temores de cuentos de viejas, madre.
—No, hijo mío, no. No, no. Hace ya casi sesenta años que estoy con esta familia y nunca he temido por ella antes. Pero se está deshaciendo, hijo mío; la gran familia de los Dedlock, tan antigua, se está deshaciendo.
—Espero que no, madre.
—Yo doy gracias por haber vivido lo suficiente para estar con Sir Leicester en su enfermedad y en estos momentos de dificultades, porque sé que no soy demasiado vieja, ni demasiado inútil, para que celebre tenerme a su lado mejor que a cualquier otra persona. Pero los pasos del Paseo del Fantasma van a pasar por encima de Milady, George; llevan muchos días tras ella y ahora la van a dejar atrás y seguir adelante.
—Bueno, madre, repito que espero no sea así. —¡Ah!, yo también lo espero, George —responde la anciana moviendo la cabeza y separando las manos que tenía juntas—. Pero si se cumplen mis temores y él ha de enterarse, ¿quién se lo va a decir?
—¿Éstos son sus aposentos?
—Sí, son los de Milady, tal como los dejó ella.
—Pues vaya —dice el soldado mirando en su derredor y hablando en voz más baja—, ahora empiezo a comprender cómo es que tiene usted esas ideas, madre. Las habitaciones adquieren un aspecto horrible cuando están ideadas para una persona a la que está uno acostumbrado a ver en ellas, como éstas, y esa persona ha desaparecido y corre peligro; no digamos cuando nadie sabe dónde está.
Y no se equivoca mucho. Al igual que toda despedida es un presentimiento de la última Gran Despedida, también las habitaciones vacías, privadas de una presencia familiar, susurran lúgubres lo que algún día debe ser la habitación tuya, lector, y la mía. Los aposentos de Milady tienen un aspecto vacío, lúgubre y abandonado, y en el apartamento interior, donde anoche hizo el señor Bucket su registro secreto, las huellas de sus vestidos y sus joyas, e incluso los espejos acostumbrados a reflejarlos cuando eran parte de ella misma, tienen un aire desolado y hueco. Con todo lo oscuro y lo frío que es este día de invierno, es más oscuro y más frío en estas cámaras desiertas que en muchas chozas que apenas si bastan para guardar contra el viento, y aunque los criados amontonan la leña en las chimeneas y ponen los sofás y las sillas tras las pantallas cálidas de vidrio que reflejan su brillante luz hasta los rincones más apartados, pesa sobre los aposentos una densa nube que ninguna luz puede disipar.
La anciana ama de llaves y su hijo se quedan hasta que han terminado los preparativos, y después ella vuelve a subir las escaleras. Entre tanto, Volumnia ha ocupado el lugar de la señora Rouncewell; aunque los collares de perlas y los tarros de maquillaje estén perfectamente calculados para deslumbrar al todo Bath, al inválido en sus circunstancias actuales le resultan indiferentes. Como se supone que Volumnia no sabe (y de hecho no sabe) lo que pasa, le resulta muy difícil brindar comentarios adecuados, y en consecuencia los sustituye por arreglos distraídos de las sábanas, locomociones, complicaciones de puntillas, una contemplación vigilante de los ojos de su pariente y un susurro exasperante a sí misma cuando se dice: «Está dormido». Para negar cuya observación superflua Sir Leicester escribe indignado en la pizarra: «No».
Por tanto, Volumnia cede la silla de al lado de la cama a la anciana ama de llaves y se sienta a una mesa un poco más allá, exhalando suspiros de solidaridad. Sir Leicester contempla la nieve y la lluvia y escucha en espera de unos pasos que vuelven. A oídos de su anciana servidora, que parece haber salido de un cuadro antiguo para escoltar a un Dedlock llamado a otro mundo, el silencio está preñado de ecos de sus propias palabras: «¿Quién se lo va a decir?».
El ayuda de cámara lo ha estado arreglando esta mañana con objeto de que esté todo lo presentable que permiten las circunstancias. Está reclinado en medio de montones de almohadas, con el pelo gris cepillado como de costumbre, las sábanas bien ordenadas y con una bata muy presentable. Tiene a mano el monóculo y el reloj. Es necesario (quizá ahora menos por la propia dignidad de él que por ella) que se lo vea lo menos cambiado y lo más posible con su aspecto de siempre. Las mujeres son habladoras, y aunque Volumnia es una Dedlock, no es una excepción. No cabe duda de que si él la hace quedarse ahí es para impedir que se vaya a hablar a otra parte. Está muy enfermo, pero hace frente con gran valor a sus problemas, tanto físicos como mentales.