—¡Pobrecito! —exclama la señora Bagnet con compasión materna—. ¿Se ha muerto? ¡Dios mío!
—No quería decirlo, porque no es tema para un cumpleaños, pero ya ve usted que me lo ha sacado antes de que me sentara. Me hubiera recuperado en un minuto —dice el soldado, tratando de hablar en tono más alegre—, pero es usted muy rápida, señora Bagnet.
—Tienes razón. La viejita. Es rápida. Como una centella —observa el señor Bagnet.
—Y lo que es más, hoy es su día y tenemos que dedicarnos a ella —señala el señor George—. Mire. Le he traído un brochecito. Ya sé que no es nada, pero es un recuerdo. Es el único valor que tiene, señora Bagnet.
El señor George saca su regalo, que es recibido con aplausos de admiración por los niños, y con una especie de admiración reverencial por el señor Bagnet.
—Viejita —dice este último—. Dile lo que opino yo.
—¡Es maravilloso, George! —exclama la señora Bagnet—. ¡Es lo más maravilloso que he visto en mi vida!
—¡Bien! —afirma el señor Bagnet—. Eso es lo que opino yo.
—Es tan bonito, George —dice la señora Bagnet, que le da vueltas por todos los lados y lo aleja de los ojos para admirarlo mejor—, que me parece demasiado fino para mí.
—¡Mal! —dice el señor Bagnet—. Eso no es lo que opino yo.
—Pero sea como sea, un millón de gracias, muchacho —dice la señora Bagnet, a quien le brillan los ojos de alegría, y alarga la mano al soldado—, y aunque a veces me he portado ásperamente contigo, George, estoy segura de que somos los mejores amigos que pueda haber en el mundo. Ahora quiero que me lo pongas tú mismo, George, para que me dé buena suerte.
Los niños se acercan a ver cómo lo hace, y el señor Bagnet alarga la cabeza por encima de la del joven Woolwich para ver cómo lo hace, con un interés tan maduro e inexpresivo y al mismo tiempo tan deliciosamente infantil que la señora Bagnet no puede evitar el echarse a reír y decir: «¡Ay, Lignum, Lignum, qué divertido eres!». Pero el soldado no logra ponerle el broche. Le falla la mano y el adorno se cae.
—¿Qué os parece? —dice, cogiéndolo antes de que llegue al suelo y mirándolos a ellos—. ¡Estoy tan nervioso que no puedo hacer ni esto!
La señora Bagnet concluye que en un caso así no hay remedio como una pipa y, poniéndose ella misma el broche en un santiamén, hace que el soldado ocupe su lugar habitual y que se pongan en marcha las pipas.
—Si esto no te tranquiliza, George —le dice—, no tienes más que mirar tu regalo de vez en cuando y entre las dos cosas
tienes
que tranquilizarte.
—Con usted debería bastarme —responde George—; lo sé perfectamente, señora Bagnet. La verdad es que han sido demasiadas cosas para mí. Es lo del pobre muchacho. Ha sido un mal trago verlo morir así y no poder ayudarlo.
—¿Qué dices, George? Sí que le ayudaste. Le acogiste bajo tu techo.
—En eso lo ayudé, pero es muy poco. Quiero decir, señora Bagnet, que allí estaba, muriéndose y sin que nadie le hubiera enseñado nada más que distinguir la mano izquierda de la derecha. Y estaba demasiado malo para que se le pudiera enseñar nada.
—¡Ay, pobrecito! —dice la señora Bagnet.
—Y eso —dice el soldado, sin encender la pipa todavía— es lo que le hizo a uno recordar a Gridley. También su caso fue bastante malo, aunque diferente. Luego las dos cosas se le mezclan a uno en la cabeza con ese viejo sinvergüenza de corazón de piedra que intervino en los dos casos. Y el pensar ese corazón de piedra allá en su esquina, duro, indiferente, tomándoselo todo con tanta tranquilidad…, le aseguro que le hace a uno hervir la sangre en las venas.
—Lo que te aconsejo —responde la señora Bagnet— es que enciendas tu pipa y que eso sea lo único que hierva; es más sano y más cómodo, y en general mejor para la salud.
—Tiene usted razón —dice el soldado—; es lo que voy a hacer.
Efectivamente la enciende, aunque sigue manteniendo una gravedad indignada que impresiona a los jóvenes Bagnet, e incluso hace que el señor Bagnet aplace la ceremonia de brindar a la salud de la señora Bagnet, cosa que hace siempre él en estas ocasiones, con un discurso de una concisión ejemplar. Pero como las damiselas ya han compuesto lo que el señor Bagnet tiene la costumbre de llamar «la poción», y la pipa de George ya está encendida, el señor Bagnet considera su deber pasar al brindis de la velada. Se dirige a los reunidos en los siguientes términos:
—George. Woolwich. Quebec. Malta. Hoy es su cumpleaños. Si hacéis una marcha de un día. No encontraréis otra igual. ¡Va por ella!
Una vez bebido el brindis con entusiasmo, la señora Bagnet da las gracias con un lindo discurso de igual brevedad. Esta composición modelo se limita a tres palabras: «¡Va por vosotros!», que la viejita complementa con un gesto a cada uno sucesivamente y un trago medido de la poción. Pero esta vez lo complementa con una exclamación totalmente inesperada:
—¡Ahí hay un hombre!
Y ahí hay un hombre, para gran asombro del grupito, que está mirando por la puerta del salón. Es un hombre de mirada penetrante, un hombre vivaz y sagaz, que devuelve la mirada de todos y cada uno de ellos al mismo tiempo, de una forma que demuestra que se trata de un hombre notable.
—George —dice el hombre con un gesto—, ¿cómo está usted?
—¡Pero si es Bucket! —exclama el señor George.
—Sí —dice el hombre, que entra y cierra la puerta—. Pasaba por la calle y me paré a mirar los instrumentos musicales de la tienda (un amiguete mío necesita un violonchelo de segunda mano, pero que sea bueno), y vi un grupo que estaba de fiesta, y creía que eras tú el que estaba aquí en el rincón. Me pareció que no cabía duda. ¿Cómo te van las cosas ahora, George? Bien, ¿verdad? ¿Y usted, señora? ¿Y usted, jefe? ¡Dios mío —dice el señor Bucket, abriendo los brazos—, si también hay niños! Conmigo los niños pueden hacer lo que quieran. Dadme un beso, guapas. No hay que preguntaros a vosotros de quién sois hijos. ¡En mi vida he visto parecidos iguales! ¡Sois el vivo retrato!
El señor Bucket es bien recibido y se sienta al lado de George y toma en sus rodillas a Quebec y Malta.
—Dadme otro beso, guapitas —dice el señor Bucket—; es lo único de lo que nunca me canso. ¡Dios mío, qué guapas estáis! ¿Y qué edad tienen las niñas, señora? Yo diría que ocho años una y diez la otra.
—Casi acierta, caballero —dice la señora Bagnet.
—Casi siempre acierto —responde el señor Bucket—, porque me gustan mucho los niños. Un amigo mío tiene diecinueve hijos, señora, todos de la misma madre, y ésta sigue tan fresca y tan sonrosada como el alba. No tanto como usted, pero le aseguro que casi, casi. Y ¿cómo llamas a éstas, guapita? —continúa el señor Bucket, pellizcándole las mejillas a Malta—. Rosas, eso es lo que son. ¡Qué guapa! ¿Y qué me dice tu padre? ¿Crees que tu padre podría recomendarme un violonchelo de segunda mano, pero que sea bueno, para el amigo del señor Bucket, preciosa? Yo me llamo Bucket. ¿No te parece un nombre divertido?
Todas estas carantoñas han cautivado el corazón de la familia. La señora Bagnet se olvida del día que es hasta el punto de llenar una pipa y una copa para el señor Bucket y atenderlo hospitalariamente. En cualquier circunstancia se alegraría de recibir a un personaje tan afable, pero le dice que como amigo de George celebra especialmente verlo esta tarde, porque George no está tan animado como de costumbre.
—¿Que no está tan animado? —exclama el señor Bucket—. ¡Eso es imposible! ¿Qué pasa, George? No me digas que estás desanimado. ¿Por qué estás desanimado? ¿No tendrás alguna preocupación?
—Nada especial —responde el soldado.
—Seguro que no —replica el señor Bucket—. ¿Por qué ibas a estar preocupado? ¿Están preocupadas estas preciosidades? Claro que no, pero ya van a darles preocupaciones a más de un muchacho un día de éstos, y les van a dar achares. No soy profeta, pero eso se lo aseguro, señora.
La señora Bagnet, encantada, espera que el señor Bucket también tenga familia.
—¡Pues fíjese, señora —dice el señor Bucket—, aunque no lo crea, no! No tengo. Toda mi familia se reduce a mi mujer y una pensionista. A la señora Bucket le gustan los niños tanto como a mí, y hubiera querido tenerlos tanto como yo; pero no. Así son las cosas. Los bienes de este mundo están desigualmente repartidos y el hombre no debe quejarse. ¡Qué patio más bonito, señora! ¿Tiene salida a la calle?
—No, el patio no tiene salida.
—¿De verdad que no? —se maravilla el señor Bucket—. Yo hubiera jurado que sí. Bueno, creo que nunca he visto un patio más bonito. ¿Me permite echarle un vistazo? Gracias. No, ya veo que no tiene salida. ¡Pero qué buenas proporciones tiene!
Tras lanzar su mirada penetrante por todas partes, el señor Bucket vuelve a su asiento al lado de su amigo George, y le da un golpecito afectuoso en el hombro.
—¿Cómo va ese ánimo, George?
—Ya estoy bien —replica el soldado.
—¡Es lógico! —comenta el señor Bucket—. ¿Por qué vas a estar mal de ánimo? Un hombre de tu salud y tu vigor no tiene por qué estar mal de ánimo. Ese pecho no es para estar mal de ánimo, ¿verdad, señora? ¡Y ya sabes que no tienes ningún motivo de preocupación, George, estaría bueno!
Insistiendo un tanto en esta frase, en comparación con la amplitud y la variedad de su conversación habitual, el señor Bucket la repite dos o tres veces dirigiéndola a la pipa que enciende y con un gesto de estar atento a todo que es muy suyo. Pero el sol de su sociabilidad pronto se recupera de este breve eclipse y vuelve a lucir.
—Y éste es vuestro hermano, ¿verdad, guapas? —preguntó el señor Bucket, dirigiéndose a Quebec y Malta en busca de información sobre el joven Woolwich—. Pues tenéis un hermano muy guapo… Bueno, debe de ser un hermanastro. Porque es demasiado mayor para ser hijo suyo, señora.
—En todo caso, puedo certificar que no es de otra —responde la señora Bagnet, riéndose.
—¡Me sorprende usted! Pero sí que se le parece, no cabe duda. ¡Es su vivo retrato! Pero en la frente, la verdad es que ahí es igual que su padre —y el señor Bucket compara ambas caras, para lo cual cierra un ojo, mientras el señor Bagnet fuma con una satisfacción impasible.
Esa es la oportunidad para que la señora Bagnet le comunique que el muchacho es ahijado de George.
—Conque el ahijado de George, ¿eh? —comenta el señor Bucket con gran cordialidad—. Tengo que estrecharle otra vez la mano al ahijado de George. Buen padrino, buen ahijado. ¿Y qué quiere usted que sea de mayor, señora? ¿Tiene vocación por algún instrumento musical?
El señor Bagnet interviene repentinamente:
—Toca la flauta. Muy bien.
—¿Me creería usted, jefe, si le digo que cuando yo era joven también tocaba la flauta? No de manera científica, como supongo que la toca él, sino de oído. Alabado sea Dios. «Granaderos Británicos»: ¡Ésa sí que es una marcha que levanta los ánimos de los ingleses! ¿Sabrías tocarnos la Marcha de los Granaderos Británicos, muchacho?
Nada podía resultar más placentero para el grupito que esta petición hecha al joven Woolwich, que inmediatamente saca su flauta e interpreta la animada melodía, durante cuya interpretación el señor Bucket, muy animado, lleva el ritmo y nunca falla cuando llega el coro, de entonar: «¡Gra-na-de-ros Bri-tá-ni-cos!». En resumen, que da tales muestras de afición a la música que hasta el señor Bagnet se saca la pipa de la boca para afirmar su convencimiento de que es un buen cantante. El señor Bucket recibe la armónica acusación con tanta modestia, confesando que es cierto que en sus tiempos canturreaba algo, para expresar los sentimientos de su propio corazón, y sin ninguna idea presuntuosa de entretener a sus amistades, que le piden que cante. Por no desmerecer de la sociabilidad de la velada, accede y entona la balada titulada «Créeme que todos tus encantos juveniles». Comunica a la señora Bagnet que a su juicio ésta fue su arma más poderosa para ganar el corazón de la señora Bucket cuando ésta era una jovencita, e inducirla a ir al altar, aunque la frase que emplea el señor Bucket es «ir al matadero».
El animado desconocido se convierte en un elemento tan nuevo y agradable de la velada que el señor George, que no dio grandes muestras de alegría cuando llegó, empieza, muy a su pesar, a sentirse bastante orgulloso de él. Es tan amable, tiene tantos recursos y es tan fácil conversar con él, que resulta agradable ser quien lo ha dado a conocer en la casa. Tras otra pipa, el señor Bagnet aprecia tanto el haberlo conocido que le solicita el placer de su compañía para el próximo cumpleaños de su viejita. Si hay algo que pueda consolidar más la estima en que tiene el señor Bucket a la familia es el descubrir el carácter de la ocasión. Bebe a la salud de la señora Bagnet con una calidez que casi es fervor, se compromete para el mismo día dentro de un año, apunta la fecha en un gran cuaderno negro cerrado con una goma y murmura su esperanza de que antes de esa fecha la señora Bucket y la señora Bagnet hayan llegado a ser como hermanas, por así decirlo. Como suele decir él mismo, ¿qué es la vida pública si no se tienen relaciones? Él aunque humildemente, es un hombre público, pero no es en esa esfera donde encuentra la felicidad. No, ésta hay que buscarla en el ámbito de la dicha doméstica.
En estas circunstancias es natural que él, a su vez, recuerde al amigo al que debe una amistad tan prometedora. Y lo hace. Se mantiene siempre a su lado. Cualquiera sea el tema de conversación, siempre tiene la vista fija amistosamente en él. Espera para irse a casa con él. Le interesan hasta las botas que lleva, y las observa atentamente, mientras el señor George fuma con las piernas cruzadas, al lado de la chimenea.
Por fin, el señor George se levanta para marcharse. En el mismo instante, el señor Bucket, con la solidaridad secreta de la amistad, se levanta también. Sigue haciéndoles cariños a los niños hasta el final, y recuerda el recado que traía para un amigo ausente.
—En cuanto al violonchelo ése de segunda mano, jefe, ¿podría usted recomendarme algo?
—Muchos —dice el señor Bagnet.
—Se lo agradezco —responde el señor Bucket, con un apretón de manos—. Es usted un amigo para los momentos difíciles. ¡Pero que sea bueno! Mi amigo es todo un artista. Pero ¡si le da al Mozart y al Händel ésos y a todos esos peces gordos como un auténtico artista! Y no hace falta —añade el señor Bucket en tono considerado e íntimo— que tenga que ser muy barato, jefe. No quiero pagar demasiado en nombre de mi amigo, pero quiero que se cobre usted un porcentaje adecuado, para compensar el tiempo que le lleve. Es lo justo. Todos tenemos que vivir, y así deben ser las cosas.